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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo

BOOK: Memnoch, el diablo
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Lestat el vampiro vaga a través del tiempo y el espacio. Sus más de doscientos años en el reino de la noche le han dado una fuerza y un conocimiento que están más allá de lo humanamente posible. Ahora, Lestat cree que ya ha agotado la fuente del conocimiento y que sólo le queda vivir las noches con la mayor placidez posible. Pero una oscura presencia lo persigue, y el poder de Lestat es insuficiente...

Anne Rice

Memnoch el diablo

Crónicas Vampíricas

ePUB v1.0

Siwan
02.08.11

A Stan Rice, Christopher Rice y Michele Rice.

A John Preston.

A Howard y Katherine Allen O'Brien.

Al hermano de Katherine, John Allen y al tío Mickey.

Al hijo del tío Mickey, Jack Allen, y todos los descendientes de Jack.

Y al tío Marian Leslie, que aquella noche se encontraba en el Corona's Bar.

Os dedico este libro con cariño a vosotros y a todos los de vuestra especie.

LO QUE DIOS NO HABÍA PREVISTO

Duerme bien, llora bien,

ve al pozo profundo

tan a menudo como puedas.

Trae agua cristalina y reluciente.

Dios no había previsto que la conciencia

se desarrollara de forma tan perfecta.

Pues bien, dile que nuestro cubo se ha colmado

y que puede irse al diablo.

Stan Rice,

24 de junio de 1993

LA OFRENDA

A aquello tangible o intangible

que impide la nada,

como el jabalí de Homero,

que amenaza

con sus blancos colmillos

cual feroces estacas

con destrozar a seres humanos.

A ello ofrezco

el sufrimiento de mi padre.

Stan Rice,

16 de octubre de 1993

DUETO EN LA CALLE IBERVILLE

El hombre vestido de cuero negro

que compra una rata para alimentar a su pitón

no pierde el tiempo en detalles superfluos.

Se conforma con cualquier rata.

Cuando salgo de la tienda de animales

veo a un hombre en el garaje de un hotel

que talla un cisne en un bloque de hielo

con una sierra eléctrica.

Stan Rice,

30 de enero de 1994

PROLOGO

Me llamo Lestat. ¿Sabéis quién soy? En caso afirmativo podéis saltaros los párrafos siguientes. Para quienes no me conozcan, quiero que esta presentación sea un amor a primera vista.

Fijaos en mí: soy vuestro héroe, la perfecta imitación de un anglosajón rubio de ojos azules y metro ochenta de estatura. Soy un vampiro, uno de los más poderosos que han existido jamás. Tengo unos colmillos tan pequeños que apenas resultan visibles, a menos que yo quiera, pero muy afilados, y cada pocas horas siento el deseo de beber sangre humana.

No es que la precise con mucha frecuencia. En realidad, desconozco la frecuencia con que la necesito, puesto que jamás he hecho la prueba.

Poseo una fuerza monstruosa. Soy capaz de volar y de captar una conversación en el otro extremo de la ciudad, e incluso del globo. Adivino el pensamiento; puedo hechizar a la gente.

Soy inmortal. Desde 1789, no tengo edad.

¿Un ser único? Ni mucho menos. Que yo sepa, existen unos veinte vampiros en el mundo. A la mitad de ellos los conozco íntimamente, y a la mitad de éstos los amo.

Añadamos a esos veinte vampiros un centenar de vagabundos y extraños a los que no conozco, pero de quienes oigo hablar de vez en cuando, y, para redondear, otro millar de seres inmortales que deambulan por el mundo con apariencia humana.

Hombres, mujeres, niños..., cualquier ser humano puede convertirse en vampiro. Lo único que necesita es un vampiro dispuesto a ayudarle, a chuparle una buena cantidad de sangre y después dejar que la recupere mezclada con la suya. No es tan sencillo como parece, pero si uno consigue superarlo vivirá para siempre. Mientras sea joven, sentirá una sed irresistible y es probable que tenga que matar una víctima cada noche. Cuando cumpla mil años parecerá y se expresará como un sabio, aunque se haya iniciado en esto durante su juventud, beberá sangre humana y matará para obtenerla tanto si la necesita como si no.

En el caso de que viva más tiempo, como sucede con algunos vampiros, cualquiera sabe lo que puede pasar. Se convertirá en un ser más duro, más pálido, más monstruoso. Sabrá tanto sobre el sufrimiento que atravesará rápidos ciclos de crueldad y bondad, lucidez y paranoica ceguera. Es probable que enloquezca; luego recuperará la cordura. Al fin, es posible que olvide su propia identidad.

Personalmente, reúno lo mejor de la juventud y la ancianidad vampíricas. Sólo tengo doscientos años y, por razones que no vienen al caso, se me ha concedido la fuerza de los antiguos vampiros. Poseo una sensibilidad moderna junto al impecable gusto de un aristócrata difunto. Sé exactamente quién soy: rico y hermoso, veo mi imagen reflejada en los espejos y escaparates. Me entusiasma cantar y bailar.

¿Que a qué me dedico? A lo que me place.

Piensa en ello. ¿Es suficiente para que te decidas a leer mi historia? ¿Has leído algunas de mis crónicas sobre vampiros?

Te confesaré algo: en este libro, el hecho de ser vampiro carece de importancia. No influye en la historia. Es simplemente una característica, como mi inocente sonrisa y mi voz suave y acariciadora, con acento francés, y mi elegante modo de caminar. Forma parte del paquete. Lo que ocurrió pudo haberle pasado a un ser humano; de hecho, estoy seguro de que le ha sucedido a más de uno y de que volverá a suceder.

Tú y yo tenemos alma. Deseamos saber cosas; compartimos la misma tierra, rica, verde y salpicada de peligros. Lo cierto es que, digamos lo que digamos, ninguno de nosotros sabe lo que significa morir. Si lo supiéramos, yo no escribiría esta historia y tú no estarías leyendo este libro.

Lo que sí deseo dejar claro desde el principio, cuando ambos nos disponemos a adentrarnos en esta aventura, es que me he impuesto la tarea de ser un héroe de este mundo. Me conservo tan moralmente complejo, espiritualmente fuerte y estéticamente relevante como en mi juventud, un ser de extraordinaria perspicacia e impacto, un tipo que tiene cosas que decirte.

De modo que si decides leer esta historia hazlo por ese motivo, por el hecho de que Lestat ha vuelto a hablar, porque está asustado, porque busca con desespero la lección, la canción y la
raison d'être,
porque desea comprender su historia y quiere que tú la comprendas, y porque en estos momentos es la mejor historia que puede ofrecerte.

Si no te resultan suficientes estas razones, lee otra cosa.

Si te bastan, sigue leyendo. Encadenado, dicté estas palabras a mi amigo y escriba. Acompáñame. Escúchame. No me dejes solo.

1

Lo vi en cuanto entró por la puerta del hotel. Alto, corpulento, ojos marrones, cabello castaño oscuro y piel más bien morena, tal como la tenía cuando lo convertí en un vampiro. Caminaba de forma demasiado apresurada, pero podía pasar por un ser humano. Mi querido David.

Yo me encontraba en la escalera. Mejor dicho, en la escalinata de uno de esos lujosos hoteles antiguos, divinamente recargado, decorado en tonos escarlata y oro, cómodo y acogedor. Lo había elegido mi víctima, no yo. Mi víctima estaba cenando con su hija. Según me transmitió su mente, siempre se reunía con ella en Nueva York en este mismo hotel, por la sencilla razón de que se hallaba situado frente a la catedral de San Patricio.

David me vio de inmediato, es decir, vio a un joven alto y desgarbado, rubio, con el cabello largo y bien peinado, para variar, y el rostro y las manos bronceados, que lucía sus habituales gafas de sol violeta y un traje azul marino cruzado de Brooks Brothers.

Lo vi sonreír con disimulo. Conocía mi vanidad, y probablemente sabía que a principios de los noventa del siglo veinte la moda italiana había saturado el mercado con tal cantidad de prendas holgadas e informes, que uno de los atuendos más eróticos y atractivos que podía elegir un hombre era un traje azul marino, impecablemente cortado, de Brooks Brothers.

Por lo demás, una espesa y larga mata de pelo y un traje bien cortado constituyen una combinación muy sugerente. Nunca falla.

Pero no insistiré más en mi atuendo. Al diablo con la ropa y las modas. Lo cierto es que estaba orgulloso de ofrecer un aspecto tan elegante y al mismo tiempo contradictorio: un joven melenudo, bien trajeado y de porte aristocrático que, apoyado de forma indolente en la balaustrada de la escalera, bloqueaba el paso.

David se me acercó de inmediato. Olía a invierno, como las nevadas y embarradas calles por las que transitaba la gente procurando no resbalar y perder el equilibrio. Su rostro mostraba el sutil y misterioso resplandor que sólo yo era capaz de detectar, y amar, y apreciar y besar.

Nos dirigimos juntos hacia el fondo del salón.

Durante unos instantes odié a David por medir cinco centímetros más que yo. Pero me alegraba de verlo, de estar junto a él. El rincón del amplio salón donde nos hallábamos, cálido y sumido en la penumbra, era uno de los pocos lugares donde la gente no te miraba de forma indiscreta.

—Has venido —dije—. No creí que lo hicieras.

—Por supuesto —contestó David. Como de costumbre, su suave y distinguido acento inglés me desconcertó.

Tenía ante mí a un anciano cuyo cuerpo era el de un joven recién convertido en vampiro, y nada menos que por mí mismo, uno de los exponentes más poderosos de nuestra especie.

—¿Qué esperabas? —preguntó en tono confidencial—. Armand me informó de que habías llamado y también me lo dijo Maharet.

—Bien, eso responde a mi primera pregunta.

Sentí deseos de besarlo y de improviso extendí los brazos en un gesto tentativo y educado para que pudiera zafarse si lo deseaba. Al acogerme y corresponder de forma calurosa a mi abrazo, me embargó una felicidad que no había experimentado en muchos meses.

Quizá no la había experimentado desde que lo dejé con Louis. Los tres nos encontrábamos en un remoto y selvático lugar cuando decidimos separarnos. De eso hacía ya un año.

—¿Tu primera pregunta? —inquirió David, observándome con tanta atención como si me estuviera estudiando con todos los medios de que dispone un vampiro para calibrar el estado de ánimo de su creador, puesto que un vampiro no puede adivinar el pensamiento de éste, al igual que tampoco el creador puede adivinar el pensamiento del neófito.

David y yo nos miramos de frente. He aquí a dos seres cargados de dotes sobrenaturales, ambos con excelente aspecto, conmovidos e incapaces de comunicarse excepto a través del sistema más sencillo y eficaz: las palabras.

—Mi primera pregunta —empecé a explicarle, a responder— era la siguiente: ¿Dónde has estado? ¿Te has topado con los otros y han tratado acaso de hacerte daño? Ya sabes, las estupideces de rigor. Luego iba a referirme a cómo rompí las normas al crearte y demás cuestiones.

—Las estupideces de rigor —repitió imitando mi acento francés, mezclado con cierto deje norteamericano—. ¡Qué tontería!

—Vamos —dije—, entremos en el bar para charlar con tranquilidad. Es evidente que nadie te ha hecho daño. No supuse que podrían ni querrían hacértelo. Ni que se atreverían. No hubiera dejado que deambularas por el mundo si creyera que corrías peligro.

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