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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

Mi familia al derecho y al revés (8 page)

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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En suma, una vez que, conforme a lo prescrito, hubo limpiado los dos objetos microscópicamente pequeños, imperceptiblemente convexos, puso uno de los lentes sobre la punta de su dedo y movió el dedo en dirección a la pupila. El dedo iba acercándose, iba acercándose, iba aumentando de tamaño, cada vez era mayor, iba creciendo, alcanzaba terribles dimensiones…

—¡Ephraím, tengo miedo! —gritó, pálida de terror.

—¡Valor, ten valor! —le dije tranquilizándola y animándola al mismo tiempo—. No debes dejarte vencer. Después de todo, he pagado por ello 300 libras. ¡Inténtalo otra vez!

Volvió a intentarlo. Temblando, apretando los dientes, acercó al ojo el dedo con la lentilla, lo acercó más que en el primer intento, ya estaba junto al objetivo, y ¡zas! Fue a aterrizar en el blanco del ojo.

Transcurrió más o menos media hora antes de que la lentilla estuviese colocada correctamente sobre la pupila. ¡Pero entonces fue estupendo! Nada de gafas, el ojo conserva su belleza natural, su brillo, su fulgor, es una verdadera maravilla. Claro que también hubo sus pequeños efectos secundarios y trastornos. Por ejemplo, los músculos de la nuca quedaron temporalmente paralizados y la expresión de la cara constantemente vuelta hacia arriba resultaba un poco rígida. Pero, de otro modo, aquella linda persona digna de lástima no habría podido ver nada; de otro modo, habría tenido que pestañear aún con los ojos medio cerrados. Y el pestañear hacía mucho daño. Hacía daño sólo con intentarlo. Por eso intentaba no pestañear. Se quedó allí sentada como una caballa congelada, inmóvil, apoyada contra el respaldo del sillón, y las lágrimas corrían de los ojos rígidamente dirigidos hacia el techo. Por espacio de quince minutos enteros. Entonces ya no aguantó más y se quitó las lentillas.

Es decir, se habría quitado las lentillas si las lentillas lo hubiesen permitido. Pero no lo permitieron. Desafiaron a los intentos cada vez más desesperados de quitarlas. No se movían.

—¡No te estés ahí parado mirándome como un estúpido! —gimoteó la mejor de todas las esposas—. ¡Haz algo! ¡Muévete!

Pude entender muy bien el tono de reproche que había en su voz. Después de todo, estaba sufriendo todo aquel dolor por causa mías. Busqué en mi caja de herramientas un instrumento adecuado con el que pudiese extraer los pérfidos y diminutos vidrios, vacié todo el contenido de la caja en el suelo, pero sólo encontré unas tenazas de corte oxidadas y entretanto hube de oír continuamente los gritos de dolor de mi pobre esposa. Finalmente llamé por teléfono pidiendo una ambulancia.

—¡Auxilio! —grité dentro del aparato—. ¡Un caso urgente! ¡A mi mujer se le han caído los lentes de contacto en los ojos! ¡De prisa!

—¡Imbécil! —me respondió el encargado de las ambulancias gritando también—. ¡Vayan ustedes a un óptico!

Hice tal y como me mandaban, levanté del sillón a la pobre gemebunda, me la cargué sobre los hombros, la llevé al automóvil, me dirigí a toda velocidad a nuestro especialista y la puse delante de él.

En cuestión de segundos, con un movimiento apenas perceptible de dos dedos, quitó las dos lentillas.

—¿Cuánto tiempo han estado, pues, ahí? —preguntó.

—Un cuarto de hora voluntariamente, un cuarto de hora a la fuerza.

—No está mal para empezar —dijo el experto y como regalo de despedida nos entregó una pequeña bomba aspiradora de caucho, parecida a las que se emplean en la cocina para limpiar los tubos de desagüe obturados, pero mucho más pequeña. Esta bomba en miniatura debía aplicarse, como se nos indicó, directamente sobre la lente en miniatura, de modo que se originase un pequeño vacío, el cual haría que la lente se desprendiese por sí misma. Era muy sencillo.

Apenas podía creerse los malos tratos que soporta el ojo humano cuando quiere. Cada mañana, a las nueve y media en punto, la mejor de todas las esposas vencía su terror pánico y colocaba los dos trozos de vidrio sobre sus ojos. Después, con pasos cortos y vacilantes, se encaminaba hacia mi cuarto, con los brazos extendidos iba buscando a tientas mi mesa de escritorio y decía:

—¡Adivina si llevo puestas ahora las lentillas!

Esto estaba en consonancia con el texto del anuncio, según el cual era completamente imposible comprobar a simple vista la presencia de las lentes de contacto. Esto explicaba también la preferencia de que gozaba esta maravilla óptica.

El resto del tiempo de la prueba diaria lo pasaba mi mujer sollozando suavemente, pero continuamente. A veces recorría la casa con paso vacilante, y de sus labios resecos salían una y otra vez estas palabras:

—¡Esto no hay quien lo aguante! ¡Esto no hay quien lo aguante!

Sufría, no podía negarse. También su aspecto sufrió por ello. Se volvió, por decirlo con una palabra aproximadamente acertada, fea. Sus ojos enrojecidos chorreaban por cualquier motivo y el constante llorar perjudicaba también los rasgos de su cara. Además, el tormento era mayor de día en día. Y por si fuera poco, correr diariamente hacia el óptico para que le quitara las lentillas. Porque la pequeña bomba de goma era una birria, y esto se vio enseguida, la primera vez en que mi mujer la quiso hacer funcionar. El vacío que se originó conforme a lo programado, por poco no le chupa el ojo entero.

Jamás olvidaré el día en que la pobre criaturita se hallaba temblando de pie delante de mí, sollozando desesperadamente.

—La lentilla izquierda se ha deslizado hacia el ángulo izquierdo del ojo. ¡Quién sabe ahora dónde andará!

Yo consideré seriamente la posibilidad de tomar una enfermera que estuviese especializada en quitar lentes de contacto, pero no se encontraba ninguna. Tampoco dieron resultado nuestras conversaciones sobre la posibilidad de una emigración o de un divorcio.

Pero precisamente cuando yo ya iba a abandonar toda esperanza, literalmente en el último instante, fue cuando la situación tomó un buen cariz: las dos lentillas se perdieron. Hasta el día de hoy, no sabemos cómo ni dónde. Después de todo, estas lentillas son tan pequeñas, tan conmovedoramente diminutas, que desaparecen instantáneamente en medio del tráfico de la gran ciudad, cuando se las deja resbalar casualmente desde la ventana…

—Y ahora, ¿qué? —gimió la mejor de todas las esposas—. Ahora que precisamente me había acostumbrado a ellas, se han perdido. ¿Qué voy a hacer?

—¿De veras quieres saberlo? —le pregunté.

Asintió con la cabeza en medio de sus lágrimas y volvió a asentir cuando le dije:

—Vuelve a ponerte las gafas.

Es muy sencillo. El primer día, quince minutos, el segundo veinte, y al cabo de una semana, ya se ha acostumbrado a las gafas. Pero, a pesar de ello, se puede ir de vez en cuando a una fiesta sin gafas y presumir delante de todo el mundo de lo estupendas que son las nuevas lentillas de contacto. No se las ve en absoluto. Si uno no tiene la mala pata de tropezar con la mesa y derribarla, todos creerán lo que dice y se convertirá en un objeto de envidia general.

BUSCANDO RATONES

E
RA una noche de viento, una noche desapacible en todos los aspectos cuando, poco después de las dos de la madrugada, se oyó un ruido sordo que venía del armario de la ropa blanca. También mi mujer, la mejor de todas las esposas, se despertó sobresaltada y escuchó en la oscuridad conteniendo el aliento.

—Un ratón —susurró—. Probablemente del jardín. ¿Qué tenemos que hacer? ¿Qué tenemos que hacer?

—De momento, nada —respondí con la seguridad de un marido que en cualquier situación posee la necesaria visión de las cosas—. Tal vez desaparezca por propia iniciativa.

Pero no desapareció por propia iniciativa. Al contrario. La pálida luz de la mañana nos descubrió los vestigios de su actividad hurgadora y roedora subversiva: los manteles de la mesa muy mal parados.

—¡El bicho ese! —exclamó mi mujer sin poder dominar su enojo—. ¡Hay que exterminar a ese bicho!

La noche siguiente pusimos manos a la obra. Apenas oímos cómo el ratón roía la pared de madera del armario (por lo demás, vaya gusto curioso para un ratón), cuando encendimos la luz y corrimos hacia el armario. Yo blandía en mi mano la escoba, en los ojos de mi esposa brillaba un odio incontenible.

Abrí rápidamente la puerta del armario. En el segundo compartimento de la derecha, abajo, detrás de las mantas, se hallaba temblando la pequeña criatura gris. Temblaba tanto, que hasta se movían a izquierda y a derecha los largos pelos de su bigote. Solamente los ojillos negros como azabache y del tamaño de un alfiler estaban rígidos por el miedo.

—¡Qué lindo es! —suspiró la mejor de todas las esposas escondiéndose temerosa detrás de mi espalda—. Mira cómo tiembla el pobrecillo. ¡No lo mates! ¡Hazlo volver al jardín!

Acostumbrado a satisfacer los pequeños deseos de mi mujercita, tendí la mano para agarrar al ratoncito por el rabo. El ratoncito desapareció entre las mantas. Y mientras yo iba sacando las mantas, una tras otra, el ratoncito desapareció entre los manteles, y luego entre los pañuelos de bolsillo. Y luego entre las servilletas. Y cuando hube vaciado todo el cajón de la ropa blanca, el ratoncito estaba debajo del sofá-cama.

—¿No ves, ratoncito tonto —le decía yo con voz lisonjera—, que sólo queremos tu bien? ¿Que queremos que vuelvas al jardín? ¡Pobre ratoncito tonto!

Y arrojé tras él la escoba con todas mis fuerzas.

Después de fracasar en el tercer intento, pusimos el sofá-cama en medio de la habitación, pero el ratoncito ya hacía rato que estaba debajo de la librería. Gracias a la activa colaboración de mi mujer, sólo tardamos media hora en sacar todos los libros de los estantes. El perverso roedor premió nuestra tarea saltando a un sofá y desapareciendo en el acolchado. Por entonces mi respiración se había vuelto ya jadeante.

—¡Pobre de ti, si le haces daño! —me advirtió la mejor de todas las esposas—. ¡Un animalito tan lindo!

—Está bien, está bien —dije yo rechinando los dientes mientras volvía a arreglar la descompuesta librería—. Pero si logro atrapar a ese bicho, lo entregaré a un laboratorio para experimentos en vivo…

Hacia las cinco de la mañana, nos dejamos caer sobre la cama en un estado de completo agotamiento mental y físico. El ratoncito estuvo toda la noche alimentándose tranquilamente con las interioridades de nuestro sofá.

Un grito estridente me despertó bruscamente cuando empezaba a clarear. Mi mujer señalaba con trémulo dedo hacia nuestro sofá, en cuyo brazo había aparecido un agujero grande como el puño.

—¡Esto es demasiado! ¡Ve a buscar enseguida un raticida!

Llamé por teléfono a uno de nuestros institutos de raticidas más conocidos y les conté la historia de la noche anterior. El segundo ingeniero jefe me hizo saber que su compañía no se encargaba de casos individuales, sino que sólo se ocupaba del exterminio de grandes familias de ratones. Dado que no me pareció lógico criar sólo por este motivo varias generaciones de ratones en nuestro armario ropero, fui a una ferretería cercana a comprar una trampa.

Mi mujer, que es todo corazón, al principio protestó contra aquel «bárbaro instrumento», pero luego pude convencerla de que la ratonera era de fabricación nacional y que, de todos modos, no funcionaría. Bajo el peso de este argumento estuvo incluso dispuesta a proporcionarme un pedacito de corteza de queso. Colocamos la ratonera en un rincón oscuro. No podíamos dormir. Nos molestaban demasiado los ruidos que el roedor producía en el cajón de mi mesa escritorio.

De pronto, se hizo un silencio absoluto en nuestro dormitorio. Mi mujer abrió los ojos horrorizada, pero yo salté de la cama profiriendo un gran grito de triunfo. Inmediatamente después ya no fue un grito de triunfo, sino un grito de dolor: la trampa se cerró y mi dedo gordo del pie se transformó, con asombrosa rapidez, en una especie de ensalada de carne.

Mi mujer comenzó enseguida a aplicarme compresas frías y calientes, aunque sin disimular que se sentía aliviada. Como luego se vio, había estado todo el tiempo temiendo por la vida del ratoncito.

—También un ratón —fueron sus palabras textuales— es una criatura de Dios y, después de todo, sólo hace lo que le ordena la Naturaleza que haga.

Luego se acercó con cuidado a la ratonera y convirtió en inofensivos los muelles de acero.

¿Qué era lo que la Naturaleza le ordenaba al ratón que hiciese? La Naturaleza lo envió hacia nuestras provisiones de arroz que (como deduje por una exclamación matutina de mi esposa) quedaron totalmente inservibles.

—¡Envía a arreglar la ratonera! —chilló mi mujer.

En la tienda de artículos de metal me dijeron que no había en existencia ninguna pieza de recambio para ratoneras. El dueño del establecimiento me aconsejó que comprara otra ratonera, quitarle los muelles y colocarlos en la ratonera vieja. Seguí su consejo, puse en el rincón de la habitación el instrumento mortal convenientemente preparado y, como Hansel y Gretel en el bosque sombrío, fui marcando el camino desde el cajón hasta la trampa con trocitos de queso y jamón de plástico.

Fue una noche emocionante. El ratoncito se había instalado en la mesa escritorio como si estuviese en su propia casa e iba devorando mis manuscritos más importantes. Cuando, de vez en cuando, hacía una breve pausa para descansar, oíamos en medio del silencio lleno de tensión el latir de nuestros corazones. Finalmente, mi mujer ya no pudo más y dijo sollozando:

—Si el pobre animalito llega a perecer en tu trampa asesina, se acabó todo entre los dos. Lo que estás haciendo es cruel e inhumano.

Sus palabras sonaban como las de la anciana presidenta de la Sociedad Protectora de Animales de Askalón.

—Tendría que haber una ley contra las ratoneras. Y el lindo bigotito, tan largo, que tiene el animalito…

—Pero no nos deja dormir —objeté yo—. Se come nuestra ropa blanca y mis manuscritos.

Mi mujer parecía no haberme oído en absoluto:

—Tal vez sea una hembra —murmuró—, tal vez vaya a tener pequeñuelos…

El continuo mordisqueo que llegaba alegremente del cajón de mi mesa escritorio no permitía concluir que hubiese un parto inminente.

Y, para abreviar: cuando despuntó la aurora, al fin nos quedamos dormidos, y cuando despertamos por la mañana, reinaba un silencio absoluto. Pero en el rincón de la habitación, allí donde estaba la ratonera… allí vimos… entre los alambres… algo pequeño… algo gris…

—¡Asesino!

Esto fue todo cuanto tuvo que decirme mi mujer. Desde entonces, no hemos vuelto a hablarnos. Y lo que es peor: sin el ruido del roedor al que nos habíamos acostumbrado, no podemos dormir. Hablando con unos conocidos, mi mujer dejó entrever que esto era el justo castigo de mi bestialidad.

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