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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Muerte en la vicaría (2 page)

BOOK: Muerte en la vicaría
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Tuve la debilidad de sonrojarme.

—Lo cogí al azar. Una frase me llamó la atención y…

—Ya conozco esas frases —repuso Griselda, hablando en forma afectada—.
Y entonces sucedió algo muy curioso: Griselda se levantó, cruzó la habitación y besó afectuosamente a su esposo.

Se levantó, vino hacia mí y me dio un beso.

—¿Es algo muy curioso? —pregunté.

—Claro que sí —dijo Griselda—. ¿Te das cuenta, Len, de que hubiera podido casarme con un ministro, un barón, un rico industrial, tres subalternos y un pillastre de modales encantadores, pero que te preferí a ellos? ¿No te asombró mi elección?

—Ciertamente, sí —repuse—. Muchas veces me he preguntado por qué lo hiciste.

Griselda rió.

—Me sentí poderosa —murmuró—. Todos ellos pensaban simplemente que yo era maravillosa y, naturalmente, les hubiera sido muy agradable el conquistarme. Pero yo soy todo aquello que más te disgusta y desapruebas y, pese a ello, no pudiste resistirme. Mi vanidad se sintió halagada. ¡Es tan agradable ser un pecado secreto y delicioso para alguien! Te hago sufrir con mis inconveniencias y te excito constantemente y, sin embargo, me adoras con locura. ¿Verdad que me adoras con locura?

—Te amo, naturalmente, querida.

—¡Oh Len! ¡Me adoras! ¿Te acuerdas de aquel día que me quedé en Londres y te mandé un telegrama que jamás recibiste porque la hermana de la esposa del telegrafista tuvo gemelos y se le olvidó transmitirlo? Te pusiste muy nervioso, telefoneaste a Scotland Yard y armaste un considerable revuelo.

Hay cosas que a uno no le gusta que le recuerden. Realmente, me porté en forma algo tonta en aquella ocasión.

—Si no te importa, querida —dije—, quisiera seguir con la preparación de mi charla.

Griselda lanzó un suspiro de irritación, me alborotó el cabello, lo volvió a alisar y dijo:

—No mereces que te quiera. Realmente, no lo mereces. Tendré un amorío con el artista. Sí, lo tendré. Y piensa en el escándalo que se producirá.

—Ya hay bastante en este momento —repuse quedamente.

Griselda rió, me dio un beso y se marchó por la puerta ventana.

C
APÍTULO
II

G
RISELDA es una mujer muy irritante, al levantarme de la mesa yo me sentía en magnífica disposición para preparar una impresionante charla para la Agrupación de Caballeros de la Iglesia de Inglaterra. Cuando ella salió del gabinete me sentía inquieto y nervioso.

Precisamente cuando me disponía a empezar el trabajo, Lettice Protheroe se dejó caer por mi despacho.

Empleo la expresión «se dejó caer» a propósito. He leído novelas en las cuales la gente joven es descrita como rebosante de energía y
joie de vivre
, la magnífica vitalidad de la juventud. Pero todos los jóvenes a quienes conozco tienen el aire inconfundible de espectros amables.

Lettice tenía un especial aspecto fantasmal aquella tarde. Es una muchacha hermosa, muy alta y rubia. Entró por la puerta ventana, se quitó con aire ausente la boina amarilla y dijo, como sorprendida:

—¡Oh! ¿Es usted?

Hay un sendero que, partiendo de Old Hall, cruza los bosques y sale junto a la verja de nuestro jardín, por lo que la mayor parte de la gente, en lugar de dar la vuelta por la carretera y entrar por la puerta principal, abre la valla y penetra en la casa por la puerta ventana. No me sorprendió que Lettice hiciera su aparición de esta manera, pero sí me chocó algo su actitud.

Si uno va a la vicaria, lo natural es que encuentre al vicario.

Se dejó caer en uno de los grandes butacones y se atusó el cabello, mirando al techo.

—¿Está Dennis por aquí?

—No le he visto desde que terminamos de comer. Tengo entendido que iba a tu casa a jugar al tenis.

—¡Oh! —dijo Lettice—. Espero que no haya ido. No encontrará a nadie.

—Dijo que tú le habías invitado.

—Creo que lo hice. Sólo que eso fue el viernes, y hoy es martes.

—Miércoles —observé.

—¡Qué terrible! —repuso Lettice—. Eso quiere decir que por tercera vez me he olvidado de ir a comer a casa de alguien.

Afortunadamente, aquello no pareció preocuparle mucho.

—¿Está Griselda?

—Creo que la encontrarás en el estudio del jardín posando para Lawrence Redding.

—Ha habido considerable barullo a causa de él —dijo Lettice—. Con papá, ¿sabe usted? Papá es terrible.

—¿Qué sucedió? —pregunté.

—Papá averiguó que él me estaba retratando. ¿Por qué no puedo ser pintada en traje de baño? ¿Por qué no he de poder hacerme un retrato así?

Lettice hizo una pausa y después prosiguió:

—Es verdaderamente absurdo que papá le haya prohibido volver a casa. Naturalmente, Lawrence y yo nos reímos de ello. Vendré aquí y seguirá pintando mi retrato.

—No, querida —repuse—. No puede ser; puesto que tu padre lo prohíbe, tú tienes la obligación de obedecerle.

—¡Qué pena! —dijo Lettice con un suspiro—. Todo el mundo es la mar de aburrido. Me siento verdaderamente cansada de todo. Si tuviera dinero, desaparecería; pero debo quedarme porque no tengo ni un penique. Si papá quisiera portarse decentemente y morirse, todo se arreglaría.

—No debes decir tales cosas, Lettice.

—Pues si no quiere que yo desee su muerte, no ha de ser tan mezquino con el dinero. No me extraña que mamá le abandonase. Durante años he creído que había muerto. ¿Con qué clase de hombre se fugó? ¿Era alguien simpático?

—Sucedió antes de que tu padre se estableciera aquí.

—Me pregunto qué habrá sido de ella. Supongo que Anne no tardará en tener amoríos con alguien. Anne me odia. Se porta decentemente, pero me odia. Se está volviendo vieja y no le gusta.

Me pregunté si Lettice intentaba permanecer toda la tarde en mi gabinete.

—¿Ha visto usted mis discos de gramófono? —preguntó.

—No.

—¡Qué pena! Los dejé olvidados en alguna parte. He perdido el perro y tampoco sé dónde está mi reloj de pulsera, aunque no importa, porque estaba estropeado. ¡Tengo tanto sueño! No sé por qué, puesto que me he levantado a las once. La vida es muy aburrida, ¿no cree usted? Tengo que irme. A las tres he de ir a ver la tumba del doctor Stone.

Eché una ojeada al reloj y anuncié que faltaban veinte minutos para las cuatro.

—¿De veras? ¡Qué terrible! No sé si me habrán esperado o se habrán ido sin mí. Creo que será mejor que vaya y haga algo acerca de ello.

Se levantó y se alejó murmurando por encima del hombro:

—Se lo dirá a Dennis, ¿verdad?

—Sí —repuse mecánicamente, dándome cuenta demasiado tarde de que ignoraba qué debía decir a Dennis, aunque con toda probabilidad sería algo sin importancia.

Me puse a pensar en el doctor Stone, un conocido arqueólogo, que hacía poco tiempo se hospedaba en el Blue Boar, y supervisaba la excavación de una tumba situada en unas propiedades del coronel Protheroe. Se habían producido varias disputas entre él y el coronel. Me divirtió que se hubiera ofrecido a llevar a Lettice a ver las excavaciones.

Se me ocurrió que Lettice Protheroe era una muchacha bastante atrevida. Me pregunté cómo armonizaría con miss Cram, la secretaria del arqueólogo. Miss Cram es una mujer de aspecto saludable, de veinticinco años de edad, de maneras ruidosas y magníficos colores, que posee un excelente espíritu y una boca que parece contener un exceso de dientes.

La opinión del pueblo está dividida respecto a ella. Algunas personas creen que no es mejor de lo que debiera ser, y otros aseguran que es una mujer de virtud de hierro, que se ha propuesto convertirse en la señora de Stone a la primera oportunidad. Es a la vez completamente distinta de Lettice.

No me costó trabajo imaginar que las cosas no debían marchar bien en Old Hall. El coronel Protheroe contrajo nuevas nupcias unos cinco años atrás. La segunda mistress Protheroe era una mujer notablemente hermosa en un estilo extraño. Siempre pensé que las relaciones entre ella y su hijastra no eran muy cordiales.

Volví a ser interrumpido. Esta vez se trataba de mi coadjutor Hawes. Quería conocer los detalles de mi conversación con Protheroe. Le dije que el coronel deploraba sus «tendencias romanas», pero que el verdadero motivo de su visita era completamente distinto. Aproveché la oportunidad para decirle que debía someterse completamente a mis disposiciones. Recibió mis observaciones bastante bien.

Cuando hubo partido sentí algunos remordimientos por no apreciarle más. Esos irracionales aprecios y desprecios que uno siente por la gente no son propios de un buen cristiano.

Observé que las manecillas del reloj de mi escritorio señalaban las cinco menos cuarto, clara indicación de que eran las cuatro y media, y me dirigí, con un suspiro, al salón.

Cuatro de los miembros de mi parroquia se encontraban allí, con sendas tazas de té en la mano. Griselda estaba sentada detrás de la mesita, tratando de parecer natural pero, por el contrario, no podía ofrecer mayor contraste con su pretendido estado de ánimo.

Saludé a las invitadas y tomé asiento entre miss Marple y miss Wetherby.

Miss Marple era una mujer de avanzada edad y cabello completamente blanco, de maneras muy agradables. Miss Wetherby constituye una mezcla de vinagre y simpatía. Miss Marple es la más peligrosa de ambas.

—Estábamos hablando del doctor Stone y miss Cram —dijo Griselda con voz melosa.

«A miss Cram le importa un pepino», hubiese dicho Dennis. Estuve tentado de repetir aquéllas palabras, pero afortunadamente, me contuve.

—Ninguna muchacha decente lo haría —observó secamente miss Wetherby, apretando los labios con desaprobación.

—¿Qué es lo que no haría? —pregunté.

—Ser secretaria de un hombre soltero —repuso miss Wetherby, horrorizada.

—¡Oh querida! —exclamó miss Marple—. Yo creo que los casados son los peores. Acuérdate de la pobre Mollie Carter.

—Los hombres casados y separados de sus esposas, naturalmente —apostilló miss Wetherby.

—E incluso algunos de los que viven con sus esposas —murmuró miss Marple—. Recuerdo que…

Interrumpí tan desagradables reminiscencias.

—Pero en estos días una muchacha puede trabajar de la misma manera que lo hacen los hombres —dije.

—¿Y venir al campo y alojarse en el mismo hotel que el jefe? —observó mistress Price Ridley con voz severa.

—Y todos los dormitorios están en el mismo piso —susurró mis Wetherby a miss Marple.

Cambiaron miradas de inteligencia.

Miss Hartnell, mujer alegre y muy temida por los pobres, observó con voz fuerte:

—Ese pobre hombre morderá el anzuelo sin darse cuenta. Es tan inocente como un niño aún no nacido.

Es curioso observar las frases que empleamos. Ninguna de las señoras allí presentes se hubieran atrevido a hablar de un verdadero niño hasta que estuviera ya en la cama, visible para todos.

—Es desagradable —prosiguió miss Hartnell, con su habitual falta de tacto—. Ese hombre debe de tener por lo menos veinticinco años más que ella.

Tres voces femeninas se alzaron inmediatamente haciendo observaciones fuera de lugar acerca del paseo de los muchachos del coro, el desagradable incidente en la última reunión de madres de familia y las corrientes de aire en la iglesia. Miss Marple guiñó un ojo a Griselda.

—¿No creen ustedes —dijo mi esposa— que miss Cram puede sólo pensar en su trabajo y no ver en el doctor Stone sino a su jefe?

Se produjo un silencio. Se veía claramente que ninguna de las cuatro señoras estaba de acuerdo con aquellas palabras. Miss Marple quebró el silencio golpeando amistosamente a Griselda en el brazo.

—Es usted muy joven, querida —repuso—. La juventud es muy inocente.

Griselda se indignó y dijo que no era inocente en absoluto.

—Desde luego —observó miss Marple, sin hacer caso de la protesta—, usted siempre piensa lo mejor de las personas.

—¿Cree usted realmente que ella quiere casarse con ese hombre calvo y aburrido?

—Tengo entendido que goza de muy buena posición —repuso miss Marple—. Temo que su carácter sea algo violento. Hace pocos días tuvo un disgusto bastante serio con el coronel Protheroe.

Todas prestaron intensa atención.

—El coronel Protheroe le dijo que era un ignorante.

—Es muy absurdo y muy propio del coronel —dijo mistress Price Ridley.

—Es ciertamente propio del coronel Protheroe, pero no sé si será realmente absurdo —observó miss Marple—. Recuerden a aquella mujer que vino diciendo que pertenecía a la Beneficencia y que después de recoger bastante dinero desapareció sin que jamás hayamos vuelto a saber de ella ni de su beneficencia. Siempre nos sentimos inclinadas a confiar en las personas y a creer que son realmente lo que dicen ser.

Jamás me hubiera atrevido a pensar en miss Marple como en una persona confiada.

—Creo que ha sucedido algo con ese joven artista míster Redding, ¿no es verdad? —preguntó miss Wetherby.

Miss Marple asintió.

—El coronel Protheroe le echó de su casa. Parece que estaba pintando a Lettice en traje de baño.

—¡Qué sensación!

—Siempre pensé que había algo entre ellos —aseguró mistress Price Ridley—. Ese muchacho no deja de rondar por allí. Lástima que ella no tenga madre. Las madrastras no se preocupan como las propias madres.

—Me atrevo a decir que mistress Protheroe hace cuanto puede —dijo miss Hartnell.

—Las muchachas son tan astutas —deploró mistress Price Ridley.

—Es muy romántico, ¿verdad? —dijo miss Wetherby—. Es un joven muy guapo.

—Pero disoluto —repuso miss Hartnell—. Tiene que serlo. ¡Un artista! ¡París! ¡Modelos!

—No es muy propio retratarla en traje de baño —observó mistress Price Ridley.

—También a mí me está retratando —dijo Griselda.

—Pero no en traje de baño, querida —repuso miss Marple.

—Pudiera ser algo peor —dijo Griselda con solemnidad.

—¡Picarona! —exclamó miss Hartnell bromeando.

Todas parecieron ligeramente sorprendidas.

—¿Le habló Lettice de lo sucedido? —me preguntó miss Marple.

—¿A mí?

—Sí. La vi pasar por el jardín y entrar por la puerta ventana del gabinete.

Miss Marple siempre lo ve todo. Cuidar del jardín es un buen pretexto tras el que ampararse, y también la costumbre de observar a los pájaros con unos prismáticos.

—Sí, algo de ello mencionó —admití.

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