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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (5 page)

BOOK: Naves del oeste
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Corfe miró al otro lado de los montículos estériles de los páramos. Dieciséis años atrás, aquella tranquila espesura había sido el epicentro de un terrible holocausto. Si lo intentaba, estaba seguro de que podría oír el estruendo de los cañones, resonando como siempre en los espacios oscuros y vacíos de su mente.

—La guerra es como atravesar el umbral del infierno —dijo al fin—. Rezo porque nunca tengas que experimentarla en persona.

—Pero tú fuiste un gran general. Comandabas a nuestros ejércitos, y fuiste un conquistador.

Corfe la miró fríamente.

—Luchaba por sobrevivir. Hay una diferencia.

Ella permaneció imperturbable.

—Y en esta próxima guerra… también lucharemos por sobrevivir, ¿no es así?

—Sí. Sí, así es. Nosotros no hemos buscado esta batalla; nos ha sido impuesta, recuérdalo. —Su voz era triste, como si estuviera de luto.

Pero la oscuridad y el vacío de su interior reían y aullaban de alegría.

Capítulo 3

—Los pájaros —dijo Abeleyn—. Siguen a los barcos.

Por encima de la escuadra flotaba una nube formada por miles de ruidosas gaviotas. Planeaban y revoloteaban frenéticamente, y sus gritos incesantes perforaban el aire, resonando por encima del crujir del maderamen, los golpes de las quillas al chocar con el agua y los gemidos de sogas y vergas.

—Aves carRoneras —dijo el almirante Rovero desde el alcázar—. Pero es extraño verlas tan lejos de tierra, ¿no es cierto?

—Nunca lo había visto antes. Unas cuantas gaviotas sueltas sí, pero no bandadas como ésas —dijo Hawkwood.

En los cuatro niveles de la cubierta superior (castillo de proa, combés, alcázar y toldilla), los soldados y marineros miraban hacia arriba, más allá de las velas hinchadas, las vergas tensas y las desconcertantes complejidades de los aparejos. Las gaviotas revoloteaban, chillando sin cesar.

Por debajo de ellas, el barco insignia apartaba el oleaje con movimientos fáciles y elegantes. El
Pontifidad
era un navío de guerra alto, de más de mil doscientas toneladas, con setecientos hombres a bordo y ochenta cañones largos que a la sazón estaban fijados contra las portas cerradas, como bestias capturadas luchando por su libertad. Una batería flotante de inmenso poder destructivo, era el barco de guerra más grande del mundo occidental, el orgullo de la armada hebrionesa.

«Y puede que no baste», pensó Abeleyn. «Ni mi barco ni sus poderosos compañeros, el poder reunido de cuatro naciones. ¿Qué son los hombres y los barcos en comparación con…?»

—¡Vela a la vista! —gritó el vigía desde la verga del juanete mayor—. Una carabela con el viento en la popa, por el costado de estribor.

—Nuestros exploradores regresan —dijo Hawkwood—. Me pregunto con qué noticias.

El grupo de hombres se encontraba en la toldilla del
Pontifidad
, aguardando con calma al barco que se aproximaba. Dos días atrás, habían enviado al oeste una pequeña escuadra en misión de reconocimiento mientras la flota rodeaba sin problemas el promontorio.

El almirante Rovero llamó al vigía desde el alcázar.

—¿Cuántas velas?

—Sólo una de momento, señor. Le falta un velacho, y veo algunas brazas volando sueltas.

Abeleyn y Hawkwood se miraron.

—¿Qué opináis, capitán? —preguntó Abeleyn.

Hawkwood se pasó una mano por la maraña rojiza de su barba.

—Creo que la escuadra puede haber encontrado lo que buscaba.

—Justo lo que yo pensaba.

El almirante Rovero ascendió por la escala hasta la toldilla y saludó a su monarca.

—Señor, no se ve a nadie en cubierta. Esto me huele mal. Permiso para llamar al acuartelamiento.

—Concedido, Rovero. Capitán Hawkwood, creo que deberíamos enviar una señal a los contingentes aliados. Enemigo al noroeste. Preparados para la acción.

—A la orden, señor.

Por encima de varias millas cuadradas de océano, la flota pareció cobrar vida de modo urgente y frenético. Cincuenta y tres grandes barcos y docenas de galeones y carabelas más pequeñas avanzaban hacia el nordeste con el viento en el lado de estribor. La carabela solitaria, un barco pequeño de no más de cien toneladas, corría con el viento en la popa hacia las portas abiertas de los cañones.

La flota avanzaba más o menos en formación de flecha. La punta estaba constituida por barcos hebrioneses, el contingente mayor. El lado izquierdo pertenecía a los gabrioneses, once navíos esbeltos y bien manejados por tripulaciones experimentadas. En el lado derecho estaban los astaranos; barcos mayores, pero con tripulaciones menos avezadas. Y el astil de la flecha estaba formado por los merduk marinos. Sus barcos eran más ligeros, igual que sus cañones, pero estaban abarrotados de arcabuceros y soldados armados con espadas y escudos.

En total, más de treinta mil hombres cabalgaban sobre las olas en aquella hermosa mañana de primavera, a cincuenta leguas de la costa oeste de Hebrion. Era la mayor concentración de poderío naval que el mundo hubiera visto, y su preparación había sido el fruto de un trabajo paciente de muchos años. Llevaban diez días navegando juntos hacia el oeste, tras reunirse frente a la costa hebrionesa dos semanas atrás. Todo ello pensado para aquel día, para aquel momento. Para aquella hermosa mañana de primavera sobre las olas del Océano Occidental.

El olor de las mechas lentas alcanzó a Abeleyn desde la batería, junto con el sudor de los marineros que arrastraban los grandes cañones hacia el exterior para que sus bocas asomaran por los costados del barco como estacas romas. Por encima de él, en las cofas, los soldados cargaban los pequeños pero temibles versos, introducían las cargas en los barriles de los arcabuces, e izaban cubos de agua para sofocar los inevitables incendios que prenderían en las velas.

La carabela estaba a menos de tres cables de distancia, y se dirigía directamente hacia el barco insignia. No había nadie al timón, pero su rumbo permanecía invariable.

—Esto no me gusta. Un barco muerto con el timón vivo —dijo Rovero—. Majestad, permiso para volarlo por los aires.

Abeleyn hizo una pausa, pensativo, y por un instante hubiera podido jurar que las miradas de los centenares de marineros, soldados e infantes de marina estaban fijas solamente en él. Finalmente dijo:

—Concedido, almirante.

Se izaron las banderas de señales, y momentos después el poder masivo de la flota empezó a atronar, sobrecogedor como la ira de Dios.

La carabela desapareció entre una terrible tormenta de agua espumeante. Hawkwood vio tablones que volaban por los aires, y un mástil que caía enredado en los aparejos. Algunos proyectiles quedaron cortos o pasaron de largo, pero otros dieron en el blanco, los suficientes para convertir en astillas el pequeño barco. Cuando reapareció, no era más que un casco sin mástiles, que navegaba bajo y rodeado de restos. Las gaviotas volvieron a chillar sobre su cabeza cuando el humo y el rugido de las andanadas se desvanecieron al fin.

—Espero que hayamos hecho lo correcto —murmuró el almirante Rovero.

—¡Mirad las cubiertas! —gritó alguien en el calcés.

Los hombres se apelotonaron en la barandilla del barco, aguardando con impaciencia a que el humo se disipara. Los oficiales de la toldilla se encontraban en una posición más alta, y por lo tanto lo vieron antes que los marineros del combés.

«¿Cucarachas?», pensó Hawkwood. «Dios mío».

Cuando la carabela se aposentó, pudieron ver unas cosas negras y relucientes que salían de las escotillas y se arrojaban al mar, como un enjambre de escarabajos acuáticos. Un murmullo horrorizado recorrió el barco cuando los hombres las vieron.

—¡Volved a vuestros puestos! —rugió Hawkwood—. Esto es un barco del rey, no un yate de placer. Contramaestre, que azoten a ese hombre junto a la serviola.

Los escarabajos trataban de agarrarse a los restos de la carabela, pero ésta estaba ya en la agonía, descendiendo hacia su tumba acuática con la popa por delante, y llevándose consigo a la mayor parte de los insectos. Pronto no quedaron más que unos cuantos restos del naufragio sobre la superficie del mar.

Se oyó un grito de dolor cuando el contramaestre golpeó la espalda de algún desdichado con una cuerda anudada. Los hombres volvieron a sus puestos de combate, pero sus susurros podían oírse desde la toldilla como el murmullo de las olas.

—Han capturado nuestra escuadra, y evidentemente saben dónde estamos —dijo el almirante Rovero.

«Sean lo que sean», pensó Abeleyn. Pero asintió con la cabeza.

—Es lo que queríamos, después de todo. No podemos navegar indefinidamente. El enemigo debe salir a nuestro encuentro. —Se volvió hacia Hawkwood y bajó la voz—. Capitán, las cosas que había en ese barco. ¿Habíais…?

—No, majestad. No vimos nada parecido en el oeste.

Mientras Hawkwood hablaba, se oyó un crujido repentino de la lona por encima de su cabeza. Levantaron la vista para ver cómo las velas quedaban inertes al morir el viento. Durante unos instantes, el silencio a bordo fue tan intenso que el único ruido pareció ser el del agua pasando junto al tajamar. Luego incluso aquel rumor cesó.

Las mismas olas quedaron en silencio. En el espacio de medio reloj de arena, toda la flota se sumió en un silencio total, y la formación se deshizo cuando los barcos empezaron a cuartear la aguja. El silencio era impresionante.

—¿Qué demonios…? —dijo el rey Abeleyn—. Capitán, esto no puede ser normal.

—No es natural —le dijo Hawkwood—. Esto es obra de la hechicería: magia del clima.

Sonó la campana del barco, y segundos después los demás navios la imitaron a medida que sus oficiales empezaban a reaccionar. El sonido pareció desolado en el medio de aquel océano vasto y muerto. Siete campanadas. Apenas era media tarde. El mar era un enorme espejo azul, tan liso e inamovible como el cielo inmaculado sobre su cabeza. La flota parecía una ciudad caótica e informe que flotara sobre el océano por alguna razón, y, pese a todo su poder, se veía reducida a la insignificancia por la inmensidad del elemento que la rodeaba. Las gaviotas habían desaparecido.

Aquella calma poco natural duró hasta el anochecer, cuando una neblina empezó a cubrir la flota desde el oeste. Débil como una telaraña al principio, se convirtió rápidamente en una densa niebla cargada de humedad, que ocultaba las estrellas y la luna creciente, incluso las linternas de todos los barcos excepto los más cercanos. Hasta bien entrada la noche, sonaron los cuernos, se dispararon los arcabuces a intervalos regulares, y los vigias apostados en proa y popa gritaron sus contraseñas hacia la informe muralla gris. Se consideró imprudente usar los botes en aquella niebla, de modo que la flota avanzaba a la deriva con las velas fláccidas, y las tripulaciones pasaron horas de ansiedad junto a las barandillas provistas de largos palos, por si necesitaban evitar una colisión. Se perdió el orden de formación; los barcos de Astarac se mezclaron con los de Gabrion, y los esbeltos navíos merduk fueron golpeados y sacudidos por los grandes galeones hebrioneses.

Los reyes de Hebrion y Astarac, junto con el almirante Rovero y el capitán Hawkwood, se reunieron en el camarote principal del
Pontifidad
justo después de que las ocho campanadas marcaran el fin de la última guardia corta. El rey Mark había embarcado rumbo al barco insignia para hablar con su real primo justo después del descenso de la niebla, y se había pasado varias horas en un cúter, remando de barco en barco hasta encontrar su objetivo. Su rostro estaba pálido y enfermizo pese a la inmovilidad del mar.

El entorno era magnífico, con los ventanales dorados y curvos reluciendo a la luz de las linternas que colgaban de los cardanes, y con las dos culebrinas de dieciocho libras bien fijadas a las portas. Sobre la larga mesa perpendicular al barco había innumerables cartas de navegación, vasos de vino y una botella, con el líquido de su interior tan plano como si estuviera en tierra firme.

—Los hombres se están cansando —dijo Hawkwood—. Los hemos tenido acuartelados durante casi seis horas; la última guardia se ha quedado sin su turno de descanso…

—El enemigo está muy cerca, en algún lugar de la niebla —dijo Rovero ásperamente—. Tienen que estar ahí. Nos atacarán al amanecer. Los hombres deben seguir en sus puestos.

Hubo un silencio momentáneo. Sorbieron su vino y escucharon las melancólicas llamadas de los vigías y el disparo lejano de un arcabuz. Hawkwood nunca había visto una tripulación tan silenciosa; normalmente era posible oír murmullos de conversaciones, alguna carcajada, obscenidades o insultos, incluso desde el camarote de popa; pero los hombres de aquel barco aguardaban sobre la cubierta en la húmeda oscuridad, sin apenas pronunciar una palabra y con los ojos muy abiertos mientras observaban el movimiento del muro de niebla que tenían delante.

—¿Y quién, o qué, es exactamente el enemigo? —preguntó el rey Mark—. Esas cosas de la carabela no eran humanas, o no lo parecían. Tampoco parecían cambiaformas como los que encontró el capitán en su expedición.

Toda la mesa miró a Hawkwood. Éste sólo pudo encogerse de hombros.

—Sé tan poco como cualquiera de los que estamos aquí, majestad. Han pasado muchos años desde aquel viaje. ¿Quién sabe lo que habrán estado haciendo allí en todo este tiempo, qué monstruosidades habrán creado?

Hubo una llamada a la puerta del camarote, y entró un infante de marina.

—Lord Murad, majestad. Desea una audiencia. —Su rostro estaba pálido de miedo.

Hawkwood y Rovero intercambiaron una rápida mirada, pero Murad estaba ya ante ellos, inclinándose elegantemente ante su rey.

—Espero que estéis bien, majestad. —Para sorpresa de todos, le temblaba la voz al hablar. Tenía el rostro cubierto de gotitas de agua.

—Lo estoy. ¿Cómo has llegado hasta el barco insignia, primo? La niebla es espesa como la sopa.

—Mi timonel ha llamado a todos los barcos que veíamos hasta encontrar el
Pontifidad
. Está ronco como un cuervo, y yo estoy empapado y cubierto de sal. Parece que veníamos justo detrás del rey Mark. Majestad, perdonadme. —La última frase iba dirigida a Mark de Astarac, que les observaba en silencio—. Me han dicho que el duque Frobishir de Gabrion también buscaba el barco insignia. Debe andar todavía por ahí fuera, entre la niebla. Un hombre podría remar en círculos y acabar justo donde empezó, en semejante oscuridad. Pero olvidaba mis modales. Almirante Rovero, mis respetos… Y, por supuesto, aquí está mi viejo camarada y compañero de viaje, el capitán Hawkwood. Ha pasado mucho tiempo, capitán, desde que intercambiamos más que un saludo de lejos en la corte.

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