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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (6 page)

BOOK: Naves del oeste
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Hawkwood asintió, con el rostro inexpresivo.

Murad había ganado algo de peso desde su regreso de la malhadada expedición al Continente Occidental. Nunca sería un hombre grueso, pero Hawkwood vio en él cierta suavidad de formas que volvía bastante menos siniestro su rostro triangular y lleno de cicatrices. Tampoco sería nunca un hombre atractivo en el sentido convencional del término, pero sus ojos eran como profundos destellos de carbón que no pasaban nada por alto, y que, según se decía, contemplaban a menudo los cuerpos desnudos de las esposas de otros hombres. Y ello pese a su matrimonio con la famosa beldad que era lady Jemilla. Hawkwood miró aquellos ojos de obsidiana y percibió el desafío burlón que había en ellos. Los dos hombres eran enemigos acérrimos; el ascenso del navegante en los últimos años parecía haber exacerbado más aún el odio de Murad, pero mantenían la apariencia de civilización delante del rey.

La incomodidad inicial de Murad había desaparecido.

—Os he traído un regalo, majestad, algo que creo que nos resultará intrigante a todos, y, si puedo decirlo así, también educativo. Con vuestro permiso… —Levantó la voz—. ¡Varian! ¡Que lo traigan aquí!

Hubo una conmoción en la escalera al otro lado del camarote, y el sonido de hombres que blasfemaban y chocaban con las paredes. La puerta se abrió para admitir a cuatro corpulentos marineros que arrastraban un saco enorme y muy abultado. Lo dejaron caer sobre el suelo del gran camarote, saludaron a la estupefacta compañía de su interior y salieron con una extraña precipitación.

El objeto apestaba a agua de mar estancada y algún otro hedor innombrable que Hawkwood no pudo identificar, aunque le resultaba inquietantemente familiar. Los hombres del camarote se pusieron en pie para observar mientras Murad abría la boca del saco.

En su interior había un ser encogido, negro y reluciente.

El noble tomó su puñal y rasgó el saco con un movimiento elegante. Derramado sobre el suelo de la cabina había algo que a primera vista parecía un montón de piezas de armadura negra. Pero el hedor que emanaba les obligó a toser y a buscar sus pañuelos.

—Dios todopoderoso —exclamó Abeleyn.

—Nada de Dios, majestad —dijo Murad, muy serio—. Esto no tiene nada que ver con Dios.

—¿Cómo lo habéis capturado? —preguntó Hawkwood.

—Lo hemos pescado con una red que llevaba un miembro de mi tripulación, después del hundimiento de la carabela. Hemos sacado a otros (todos muertos, igual que éste), pero los hemos devuelto al agua y conservado éste, que era el mejor ejemplar. —Había cierto tono de triunfo en la voz de Murad.

—Por lo menos se ahogan, como las bestias normales —dijo Rovero—. En el nombre del Santo, ¿de qué está hecho? No es de metal.

—Está hecho de cuerno. —Abeleyn, menos cauteloso que el resto, se había arrodillado junto al cadáver y lo estaba estudiando de cerca, golpeándolo ligeramente con la empuñadura de su daga—. Pero muy pesado. Demasiado pesado para flotar. ¡Mirad las pinzas al extremo de los brazos! Como una langosta gigantesca. Y esos pinchos de los pies perforarían la madera. Capitán, ayudadme.

El navegante y el rey agarraron juntos un segmento de placa que parecía el yelmo de la criatura. Tiraron y gruñeron, y se oyó un fuerte crujido, seguido por un repugnante sonido de succión. La parte que parecía un yelmo se soltó, y el hedor que emanó les hizo toser a todos. Hawkwood fue el primero en controlar sus arcadas.

—Era un hombre, después de todo.

Un rostro contorsionado y pálido con unos dientes amarillos y amenazadores, los labios fruncidos y los ojos de un tono ámbar pálido. Era un estudio de huesos, músculos y tendones, el modelo de un anatomista.

—Un hombre —dijo con tono dubitativo el rey Mark de Astarac.

—Si son hombres, pueden ser derrotados por otros hombres —dijo Abeleyn—. Ánimo, amigos míos. Rovero, quiero que la tripulación lo sepa de inmediato: nos enfrentamos a hombres ordinarios vestidos con extrañas armaduras, no a demonios sin alma.

—Sí, majestad. —Rovero dirigió al cadáver una última mirada dubitativa y salió del camarote.

Hawkwood, Abeleyn, Murad y Mark continuaron contemplando la carroña empapada a sus pies.

—No se parece a ningún otro hombre que yo haya visto hasta ahora —dijo Hawkwood—. Ni siquiera en Punt tienen la piel tan negra. Y fijaos en los colmillos. Puntiagudos como los de un perro. Creo que han sido afilados. Algunos corsarios también lo hacen, para tener un aspecto más aterrador.

—Esos ojos —murmuró Abeleyn—. Este tipo está ardiendo en el infierno ahora mismo. Se le nota en los ojos. Sabía dónde terminaría.

Se hizo un silencio incómodo, mientras la agonía del rostro del hombre muerto los mantenía a todos hipnotizados.

—Puede que fuera un hombre, pero le han hecho algo terrible —dijo Mark, casi en un susurro—. Esos hechiceros… ¿Creéis que su señor, Aruan, estará aquí en persona?

Abeleyn negó con la cabeza.

—Golophin dice que está aún en Charibon, reuniendo a sus fuerzas.

—Esa flota suya…

—Está ya muy cerca. Es posible que sólo haya sido avistada una o dos veces durante los diez últimos años, pero existe. Se dice que son barcos pequeños, de aparejo latino y proa redonda. Docenas de ellos. Aparecen de repente de entre la niebla. Han estado atacando las islas Brenn durante estos dos últimos años, llevándose a los niños y desapareciendo al instante. Barcos de aspecto extraño, con castillos altos en la proa y la popa.

—Como los antiguos barcos de guerra —intervino Hawkwood.

—Sí, supongo que sí. Pero lo que quiero decir es que están diseñados para el abordaje. Nuestros cañones largos pueden…, pueden mantenerlos a raya… —La voz del rey decayó, y todos se miraron unos a otros cuando se les ocurrió la misma idea. En aquella niebla, los cañones largos eran prácticamente inútiles, y un barco enemigo podría acercarse lo suficiente para abordarlos antes de que nadie se diera cuenta.

—Si nuestras velas están vacías, las suyas también —dijo Hawkwood—. Nadie ha dicho que tuvieran galeras, e incluso los magos del clima más hábiles pueden afectar solamente a una zona del océano; no pueden impulsar barcos individuales. Están cuarteando la aguja igual que nosotros… Y estas cosas —tocó el cadáver con un pie— parece que no saben nadar, lo que también es una suerte.

Abeleyn le palmeó un hombro.

—Me animáis, capitán. Lo que nos hace falta ahora es el sentido común de los navegantes, no la paranoia de los políticos. Podéis regresar a cubierta con el almirante. Subiremos enseguida.

Invitado a marcharse, Hawkwood salió del camarote, pero no sin antes intercambiar una mirada gélida con Murad.

Abeleyn cubrió con la arpillera el rostro muerto del suelo y se sirvió un buen vaso de vino.

—Me gustaría conservar esta cosa para que la examinara Golophin cuando vuelva a visitarnos, pero me temo que a la tripulación no le parecería una buena idea. ¡Y el olor! —Vació el vaso de golpe—. Atiende, Murad, nada de formalidades ahora. Como comandante supremo de esta expedición —levantó su vaso irónicamente—, quiero que me aconsejes. Tenemos provisiones suficientes para otro mes de navegación, y luego debemos poner rumbo a Abrusio. Si no nos atacan esta noche…

—No iremos a ninguna parte mientras dure esta calma chicha —le interrumpió bruscamente Murad—. Majestad, mientras nosotros estamos impotentes y ciegos en esta niebla sin viento, es posible que el enemigo esté navegando junto a nosotros bajo un cielo despejado, con la intención de invadir un reino privado de sus mejores defensores.

—Golophin tiene una guarnición de seis mil hombres en Abrusio, y otros diez mil diseminados por la costa —espetó Abeleyn.

—Pero no son nuestros mejores hombres, y él no es ningún soldado, sino un mago. ¿Quién sabe dónde estará su lealtad si decide que vamos a perder esta guerra?

—No dudes de la lealtad de Golophin delante de mí, primo. Sin él, esta alianza nunca hubiera sido posible.

—De todos modos, majestad —replicó Murad, imperturbable—, preferiría que hubiera un soldado al mando en Hebrion. El general Mercado…

—Lleva diez años muerto. Veo Adónde quieres ir a parar, primo, y la respuesta es no. Debes quedarte con la flota. Te necesito aquí.

—Perdonadme, primo —dijo Murad, inclinándose.

—No hay nada que perdonar. Y no creo que el enemigo vaya a pasar junto a nosotros.

—¿Por qué no, majestad?

El rey Mark de Astarac tomó la palabra mientras llenaba su propio vaso. Su rostro había recuperado parte de su color.

—Porque hay demasiadas manzanas reales en esta cesta para dejarlas sin recolectar. ¿No es así, Abeleyn? Estamos aquí colgados como el gusano al extremo de un anzuelo.

—Algo parecido, primo.

—De ahí la pompa que rodeó nuestra partida —dijo irónicamente Mark—. Menos enviarle una invitación oficial, hemos hecho todo lo posible para persuadir al enemigo de acudir a su cita con nosotros. Abeleyn, me inclino ante tu astucia. Sólo espero que no nos hayamos pasado de listos. ¿Cuándo volverá Golophin?

—Por la mañana.

—¿No puedes llamarle de ningún modo?

—No. Su familiar está con Corfe, en el este.

—Una lástima. Pese a todas tus dudas, Murad, yo me sentiría mucho más tranquilo si el mago estuviera aquí. Aunque sólo fuera eso, podría dispersar esta maldita niebla, o llamar al viento.

—Majestad, lo que decís tiene sentido —dijo Murad, con lo que en él pasaba por humildad—. Si el enemigo tiene información sobre nuestras idas y venidas, atacará esta noche, mientras los elementos trabajan a su favor. Debo regresar a mi barco.

—No choques en la oscuridad —dijo Abeleyn, estrechándole la mano.

—Si tropiezo con algo, espero que le siente bien mi acero. Majestades, excusadme, y que Dios os acompañe.

—Dios —dijo Abeleyn en cuanto el noble hubo salido—. ¿Qué tiene ya que ver Dios con esto? —Volvió a llenar los vasos de vino, y vació el suyo de un solo trago.

Transcurría la noche, mientras las estrellas invisibles giraban indiferentes al otro lado de la mortaja de niebla que aprisionaba a la flota.

De modo imperdonable, Hawkwood se había dormido. Despertó con un sobresalto, con la sensación de que un pensamiento urgente ardía en su mente. Cuando sus ojos pudieron concentrarse, captó el brillo constante de la lámpara, inmóvil en su cardán, la visión borrosa de la carta de navegación sobre la mesa frente a él convirtiéndose en el contorno familiar de la costa de Hebrion, y el reluciente compás tumbado donde sus dedos inertes lo habían dejado caer. Había dormitado sólo unos minutos, no más, pero algo había ocurrido en aquel intervalo. Podía sentirlo.

Y levantó la vista para ver que no estaba solo en su camarote.

Había una oscuridad en un rincón, más allá de donde alcanzaba la luz. Parecía encogida bajo las vigas bajas del techo. Por un instante le pareció ver el parpadeo de dos luces, y luego la oscuridad se convirtió en la silueta de un hombre. Por encima de su cabeza sonaron ocho campanadas, anunciando el final de la guardia media. Pasaban cuatro horas de la medianoche, y la aurora corría hacia ellos desde las montañas Hebros, muy al este. Les alcanzaría en el espacio de media guardia. Pero allí, en el Océano Occidental, todavía reinaba la noche.

—Richard. Me alegro de verte de nuevo.

Hawkwood inclinó la lámpara y vio, en pie en un rincón del camarote, la figura de Bardolin, cubierta con una túnica. Se levantó de golpe, dejando que la lámpara se balanceara libremente adelante y atrás para convertir el camarote en un caos de sombras. Saltó hacia delante, y en un instante hubo agarrado los poderosos hombros de Bardolin, magullando la carne bajo la túnica negra. Una gran sonrisa le dividía el rostro, y el mago le correspondió. Se abrazaron riendo… y al momento siguiente, Hawkwood retrocedió como si le hubiera atacado una serpiente. La sonrisa desapareció.

—¿Para qué has venido? —Se llevó la mano a la cadera, pero se había quitado el cinturón, y el machete colgaba del respaldo de su silla.

—Ha pasado mucho tiempo, capitán —dijo Bardolin. Cuando éste avanzó hacia la luz, Hawkwood retrocedió. El mago levantó una mano—. Por favor, Richard, concédeme un momento. No des la alarma ni hagas ninguna estupidez. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Quince años?

—Algo parecido.

—Recuerdo cómo Griella y yo recorrimos los muelles de la vieja Abrusio buscando al
Águila
aquella mañana… —un espasmo de dolor le recorrió el rostro— y el brandy que compartí con Billerand.

—¿Qué te sucedió, Bardolin? ¿Qué te hicieron?

El mago sonrió.

—Cómo ha cambiado el mundo bajo nuestros pies. Nunca debí embarcar al oeste contigo, Hawkwood. Hubiera sido mejor arder en Hebrion. Pero todo eso son lamentaciones absurdas ahora. No podemos deshacer el pasado, y no podemos desear ser nada más que lo que somos.

El corazón acelerado de Hawkwood se tranquilizó un poco. Su mano se movió hacia la empuñadura de su machete.

—Vale más que lo hagas y termines de una vez, entonces.

—No he venido a matarte, maldito idiota. He venido para ofrecerte la vida. —De repente volvió a ser el Bardolin de antes; aquella amenaza soñadora desapareció—. Te debo eso, por lo menos. Entre todos ellos, fuiste el único que se comportó como un verdadero amigo.

—Y Golophin.

—Sí; él también. Pero ésa es otra historia totalmente distinta. Hawkwood, toma una barcaza o un bote de remos o cualquier barca insignificante que tengas, y monta en ella. Aléjate de esta ruina flotante y sus compañeras, y navega hacia mar abierto si deseas ver amanecer.

—¿Qué va a ocurrir?

—Todos sois hombres muertos, y vuestros barcos están ya hundidos. Créeme, por el amor de Dios. Tienes que alejarte de esta flota.

—Cuéntamelo, Bardolin.

Pero el extraño distanciamiento había regresado. A Hawkwood le pareció que ya no era realmente Bardolin el que le sonreía.

—¿Qué quieres que te cuente? En recuerdo de nuestra antigua amistad, he hecho lo posible por advertirte. Siempre fuiste un maldito testarudo, capitán. Te deseo suerte, o, a falta de ella, un final rápido y sin dolor.

Se desvaneció como la luz de una vela apagada por el amanecer, pero Hawkwood vio la agonía en sus ojos al desaparecer. Entonces se encontró a solas en el camarote, con el sudor corriéndole a chorros por la espalda.

Oyó los cañones y los gritos en la cubierta, y supo que había empezado el horror sobre el que Bardolin había tratado de advertirle.

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