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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (9 page)

BOOK: Naves del oeste
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Hawkwood había sido alejado de la toldilla en llamas por la fuerza de las explosiones. Éstas le habían ensordecido, convirtiendo la escena de a bordo en una pesadilla irreal y silenciosa, un sueño que parecía pertenecer a otra persona. Se incorporó de entre una maraña de tablones rotos y cordaje amontonado. A su alrededor, los hombres combatían el fuego con patéticas cadenas de cubos de agua, o acuchillaban y disparaban contra las sombras de arriba, o arrastraban a sus camaradas heridos lejos de las llamas. La confusión era total, pero aún no había cundido el pánico, lo que era una suerte.

El rey. ¿Dónde estaba?

Rovero, con un lado de la cara convertido en una ruina quemada, le había agarrado un brazo y le estaba gritando algo, pero Hawkwood no logró entenderlo. Se agachó cuando otra de las monstruosidades aladas se echó sobre ellos, y sintió el tirón cuando Rovero fue levantado de la cubierta. Aferró la mano del almirante, pero cayó hacia atrás cuando ésta se separó del cuerpo. El torso decapitado de Rovero cayó como un harapo a través de la cubierta. Hawkwood lo contempló, horrorizado.

Los hombres eran levantados en el aire y dejados caer con la garganta desgarrada. Un sargento de marines se debatía a quince pies por encima de la cubierta, hundiendo los dedos en los ojos de su atacante, mientras las alas implumes batían furiosamente a su alrededor. Los marineros se agarraban a los rabos colgantes de sus torturadores y los arrastraban hacia abajo mientras sus compañeros los despedazaban a hachazos. Pero había centenares de bestias. Caían como moscas sobre muertos y vivos por igual, destrozándolos sin pensar en su propia preservación.

Hawkwood no sentía miedo, sólo una serie de decisiones que tomaban forma en su mente. Agarró un pasador de una batayola y golpeó con todas sus fuerzas a una de las criaturas aladas que se había posado en la destrozada cubierta, devorando a un vociferante soldado. La bestia cayó hacia atrás encima de él, batiendo las alas en un paroxismo de agonía. Hawkwood salió arrastrándose de debajo de la criatura y se arrodilló sobre ella, aprisionándole las alas. Un rostro humano levantó la vista hacia él, pero sus ojos eran amarillos como los de un gato, y sus colmillos largos como los dedos de Hawkwood. La repugnancia y la furia se apoderaron de él. Golpeó aquella cara con los puños desnudos hasta que sus nudillos se agrietaron y se rompieron, y los ojos abiertos de la bestia saltaron de sus órbitas.

Allí; allí estaba Abeleyn. Sus guardaespaldas estaban muertos o moribundos a su alrededor, y el rey de Hebrion luchaba solo, con una cortina de llamas detrás de él. Hawkwood avanzó hacia popa tambaleándose, sin ninguna idea clara de qué hacer a continuación, sabiendo sólo que tenía que llegar hasta el rey, ocurriera lo que ocurriera.

Una explosión silenciosa lo derribó; sintió el bofetón del aire caliente que le chamuscaba la piel. Se puso en pie. Empezaban a regresar algunos sonidos, junto con un agudo siseo que le llenaba la cabeza. El timón del barco estaba en llamas, y también la bitácora. La cadena humana había desaparecido.

No quedaba ningún tipo de orden a bordo. Los hombres libraban sus propias batallas privadas por sobrevivir, blandiendo cualquier cosa que tuvieran a mano para ahuyentar al enemigo. No había tiempo de recargar los arcabuces, y los soldados los usaban como porras. Por encima de la tormenta informe que resonaba en sus oídos, Hawkwood oyó algunos gritos de desesperación y vio hacia dónde señalaban los hombres. Se volvió.

Arrastrándose sobre las barandillas del barco había auténticas hordas de escarabajos guerreros como los que se habían hundido con la carabela. Sus pinzas destrozaron rápidamente las redes de abordaje, mientras trepaban por la borda con una velocidad inhumana gracias a los pinchos de sus pies. Hawkwood miró por encima de la barandilla y vio una masa de botes agrupados junto al barco, desde los que estaban arrojando docenas de ganchos contra el
Pontifidad
. El barco dio un bandazo hacia estribor que envió a Hawkwood al otro lado de la abarrotada cubierta. Una masa de humanidad sufriente resbaló junto a él, hombres que caían y se revolcaban sobre los restos de sus camaradas. Un marinero fue arrojado de la escotilla principal contra un trozo de tablón roto que lo atravesó. Permaneció retorciéndose, desconcertado, agarrando la estaca ensangrentada que surgía de su vientre, rodeado de entrañas azules.

—¡A mí! —gritó Abeleyn—. ¡A mí, todos vosotros! ¡Repeled el abordaje, maldita sea! ¡Aguantad!

Un grupo de hombres desesperados se reunieron en torno a Abeleyn cuando el rey tomó posiciones en la amurada, apoyando un pie sobre ella y lanzando estocadas contra el resplandor negro de los guerreros enemigos. Los hombres lucharon por ponerse en pie y se concentraron a lo largo del costado del barco, ignorando el fuego, sus propias heridas y la inevitable muerte del barco bajo sus pies. Durante unos momentos presentaron batalla, deteniendo la marea de enemigos, con el rostro transfigurado de Abeleyn entre ellos, como el de un santo guerrero de leyenda. Entonces el rey cayó.

Hawkwood no vio qué le sucedía; estaba demasiado lejos, en medio de aquella multitud enloquecida de hombres aterrados. La caída del rey acabó con el ánimo de la tripulación. La resistencia se redujo, convirtiéndose en un asunto de supervivencia individual, con todos los objetivos nobles olvidados. Su rey había caído, y con él la última de sus esperanzas.

Hordas de guerreros escarabajo se extendieron por todo el
Pontifidad
como cucarachas que se arrastraran sobre un gran cadáver putrefacto. No habría escapatoria para los supervivientes de la compañía del barco que continuaran en cubierta. Los hombres corrieron a las escotillas. Hawkwood se encontró en medio de una multitud que lo arrastraba hacia la escala del alcázar. Cayó de rodillas, golpeado por los frenéticos marineros, pero consiguió abrirse un espacio a codazos y ponerse en pie. Su mente aturdida los siguió por la escala, y al llegar abajo hizo una pausa y miró a su alrededor.

Las linternas de combate aún ardían en las cubiertas intermedias, aunque colgaban en ángulo debido a la inclinación del barco. El calor era sofocante, y el humo le cegó los ojos, arrancando toses de su torturado pecho. Abrió la puerta que conducía a los camarotes de los oficiales en la popa, y fue recibido por una hambrienta llamarada que le tensó la piel del rostro y le chamuscó las cejas. Nada podría vivir allí dentro. Cerró de golpe la puerta humeante, y se dirigió hacia delante sin otro pensamiento en su mente que el de escapar a las llamas de abajo y a la carnicería de arriba.

Pasó junto a grupos de heridos que se habían arrastrado hasta allí para morir, y resbaló en su sangre cuando el barco se inclinó aún más. Debían de haberlo agujereado de algún modo por debajo de la línea de flotación. Entonces el espacio entre las cubiertas dio paso a la batería inferior. Hawkwood se encontró en una oscura pesadilla iluminada por linternas de combate, llena de figuras presas del pánico que disparaban los grandes cañones en una andanada irregular. Tenían algo contra lo que disparar, pero su elevación era excesiva; los disparos pasaban por encima de los cascos de los botes enemigos pegados al costado. Hawkwood les gritó que bajaran las piezas, y cuando le miraron sin comprender, agarró él mismo un espeque y lo usó para fijar una cuña bajo la culebrina más cercana, haciendo que apuntara hacia abajo. La pieza estaba cargada, y Hawkwood aplicó la mecha encendida al oído del cañón con una alegría salvaje. El cañón retrocedió con un rugido y, al otro lado de la porta, pudo ver un surtidor de maderas rotas.

Pero a través de la porta empezó a entrar una masa centelleante de enemigos, con sus pinzas destrozando la madera. Hawkwood los hizo retroceder con el espeque, pero estaban entrando por todas las portas de la batería. Los hombres abandonaron los cañones y empezaron a luchar cuerpo a cuerpo, agazapados bajo las vigas. Parecía una batalla librada bajo tierra, en la cámara subterránea de una mina humeante.

Parte de la cubierta en torno a la escotilla principal sobre su cabeza se hundió en un cataclismo de tablones en llamas. Cayó sobre los artilleros como una avalancha de madera. Con la cubierta cayó una masa de enemigos. Los guerreros escarabajo rodaron como pelotas, se incorporaron y empezaron a acuchillar a su alrededor prácticamente sin pausa. Las temibles pinzas arrancaban extremidades, y la armadura negra era impenetrable excepto en las junturas. Los artilleros retrocedieron. Hawkwood trató de llamarlos, pero su voz se perdió en el tumulto. Inclinado bajo las vigas, volvió a dirigirse hacia delante. Otra escotilla conducía abajo. La siguió, arrastrado por un aterrado grupo de artilleros con el mismo objetivo en mente.

El sollado. Estaban bajo la línea de flotación, cerca de la bodega.

«Voy a morir aquí abajo», pensó Hawkwood. Cuando la tripulación de un barco era obligada a refugiarse por debajo de la batería inferior, el barco estaba acabado.

Había agua chapoteando en torno a sus tobillos. De algún modo, el enemigo había perforado el barco, atacando desde el mar y desde el aire. El
Pontifidad
estaba muriendo, y cuando abandonara su lucha contra las implacables olas se llevaría a cientos de hombres atrapados en su interior. Había sido el orgullo de Hebrion. Era difícil hacerse a la idea de que un navío tan grande pudiera ser destruido, y no por los cañones o las tormentas, sino por… ¿qué?

Sus manos eran una verdadera agonía. Hawkwood se apartó del camino de la multitud que descendía por la escotilla y cayó de lado. El agua salada le escaldó las quemaduras. Se arrastró tras una de las grandes curvas de madera del barco que soportaban las vigas, y allí se detuvo. El agua ascendía rápidamente.

El barco tembló con un estruendo sordo, y los hombres de abajo gritaron desesperados, comprendiendo que su fin estaba cerca. Hubo un rugido ensordecedor, y parte del casco cedió. Estalló hacia dentro, dejando entrar una explosión de espuma. Hawkwood creyó ver un enorme hocico negro en su centro durante un instante.

El agua subía a una velocidad increíble, entrando por una brecha de unos ocho pies de anchura. Los hombres luchaban por trepar por las escotillas por las que acababan de descender. El barco se inclinó aún más a estribor con un gemido de tablones torturados. Hawkwood se deslizó hacia la brecha y se encontró envuelto en espuma. El agua lo cubrió, arrastrándolo hacia un torbellino de agua de mar. Luchando por abrir los ojos, vio tablones rotos bajo su nariz, y, al otro lado, oscuridad. Se agarró a ellos con sus manos despellejadas y luchó contra el empuje del agua, trepando sobre la madera. Las astillas le arañaron el vientre y los muslos. Entonces se encontró girando libremente sobre el agua, arrastrado por una caótica turbulencia. Trató de nadar en dirección opuesta, sabiendo que el barco se estaba hundiendo y que pretendía arrastrarlo consigo hacia las profundidades. Algo le golpeó en la cabeza y se desorientó. Sus pulmones parecían bolsas llenas de ceniza a punto de estallar. Su torso se retorcía por la necesidad de absorber aire, agua, cualquier cosa, pero luchó contra el impulso, pateando hacia arriba. Su visión se volvió roja. Rechinó los dientes y sintió el sabor de la sangre en la boca, pero siguió luchando.

Finalmente su cabeza salió del agua durante un segundo. Hawkwood exhaló y tragó una bocanada de aire, y luego fue absorbido de nuevo por el agua.

La lucha contra la corriente fue más dura en aquella ocasión. Sus brazos y piernas eran cada vez más lentos. Miró hacia arriba y vio luz por encima de él, pero estaba demasiado lejos. Sus piernas se detuvieron. Se hundió lentamente, pero seguía sin querer rendirse, no respiraría aunque su cuerpo le pedía a gritos que lo hiciera.

«Maldita sea. ¡Maldita sea!»

Algo se le enredó en las piernas. Le atrapó y le hizo girar, y luego empezó a tirar de él hacia arriba. Una mancha oscura contra la luz, correas de cuero que le envolvía los tobillos. Estaba flotando hacia la superficie con los pies por delante. Miró más allá de sus dedos, hacia las profundidades de abajo, y vio algo que nunca olvidaría.

Docenas de hombres, docenas de rostros vueltos hacia la luz, algunos tranquilos y ultraterrenos, otros luchando todavía contra el mar igual que él. Estaban suspendidos en el agua transparente de abajo, atrapados y muriendo. Y tras ellos, la impresionante masa oscura del
Pontifidad
descendía hacia su lecho marino como un titán acuático fatigado que se dispusiera a descansar. Roto, sin mástiles, pero todavía con una o dos luces encendidas. El barco dio una vuelta y las últimas luces se apagaron. Su negra silueta se hundió en silencio en la negrura más profunda de más allá.

Hawkwood seguía ascendiendo. Llegó a la superficie y exhaló el veneno de sus pulmones. Liberó sus fatigadas piernas del objeto que lo había salvado, y descubrió que era un odre de vino con una correa de cuero, medio lleno de aire. Abrazándolo, tragó grandes bocanadas de aíre frío, sabiendo solamente que estaba vivo, que había escapado. Su barco había desaparecido, y la tripulación había viajado con él hasta las profundidades, pero el capitán había sobrevivido. Sintió un instante de vergüenza abrumadora.

El viento en su rostro. La niebla se estaba levantando, y el sol se alzaba en el cielo matutino. En el este se encendió un lejano jirón de nubes, convirtiéndose en una confusión de oro, escarlata y aguamarina pálido. Hawkwood levantó la cabeza. Había un leve oleaje, y cuando éste lo levantó, vio que estaba rodeado por un horrible cementerio de cuerpos y partes de cuerpos, perchas rotas, sogas inertes. Al oeste un banco de niebla continuaba obstinadamente encima del agua, pero se iba debilitando por momentos. A través de ella, pudo ver los barcos enemigos como un bosque de mástiles, y la primera luz de la mañana centelleó sobre las huestes de guerreros acorazados en sus cubiertas. Docenas de cascos grandes, que navegaban bajos y sólo con los muñones de las vergas inferiores, se movían a la deriva por todas partes, entrando y saliendo de la niebla, algunos ardiendo, otros aparentemente muertos e inertes. Y en la brillante bóveda azul del cielo una bandada de criaturas aladas volaba en una gran espiral. Hawkwood contempló cómo descendían para posarse sobre un galeón medio hundido. Por encima del agua le llegó el sonido de disparos.

Barcos por todas partes, surgiendo de la niebla como islas. Galeones hebrioneses construidos según sus propios diseños, carracas astaranas, jabeques merduk, carabelas gabrionesas. Pero todos ellos estaban destrozados, en llamas y hundiéndose. Las olas estaban llenas de restos y despojos, las ruinas del mayor conjunto naval de la historia. Había sido aniquilado en el espacio de una hora.

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