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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Nunca olvides que te quiero (2 page)

BOOK: Nunca olvides que te quiero
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En el otro extremo de la terraza, la Pelirroja recogía sus cosas. Echó el libro de Baudrillard, el boli y la agenda en su cesto de paja y se fue del bar, no sin antes hacer un gesto con la mano a Marco. Me pregunté si había que registrarla en su palmares, pero, en consideración a mi salud mental, decidí que no. El viento se metía en su vestido y conseguía que se hinchara como una Granny Smith y, sin duda porque el Edén ya no quedaba muy lejos, me acordé de las palabras de Juan: «Y al principio fue el Verbo». En medio de aquellas palabras sagradas, pagué la cuenta.

Pasé por el quiosco; por supuesto, el suceso era motivo de grandes titulares. Compré una nutrida selección de diarios, sin ser plenamente consciente de que todo aquello era verdad.

De nuevo arriba, abrí la carta.

La leí.

Siempre quise ser escritor, pero después de Louison no he vuelto a escribir una línea. Escribir habría significado para mí hablar de ella, y en aquella época era incapaz de hacerlo. De todas formas, a través de la sutil trama de las existencias, alguien parecía querer que ejecutara mis sueños. No estaba seguro de querer revivir aquel año terrible durante el que me mantuve vivo bajo la forma de un felpudo, pero no podría escuchar los demonios de otro sin afrontar los míos: la extraña misiva apareció, pues, para reabrir la caja de Pandora. No estaba mal, ya que llegaban vacaciones. Las de Semana Santa.

La resurrección.

La primera vez que vi a Louison fue tres años antes, en el Jardin de Luxembourg. Estaba tumbada en la hierba, boca abajo, con el móvil adherido a la oreja. Sus piernas batían el aire, ahora una, ahora otra, con la regularidad de un metrónomo, y me distraían momentáneamente de la culpable contemplación de la parte posterior de su cuerpo. Llevaba unas sandalias blancas tan finas que parecía tener los pies encerrados en una caja torácica, unos vaqueros ceñidos y una camiseta beis excesivamente grande, tanto que a cada momento se le resbalaba del hombro y ponía al descubierto la parte de arriba del sostén, un triángulo de blonda negra que más tarde yo conocí al dedillo. La primera vez que oí su voz, vino a ser básicamente: «Vale. Pues que te den». Acababa de colgar. Supongo que se dio cuenta de que yo la observaba con la tenacidad de una cámara de vigilancia, porque torció el gesto. Seguro que no era más que una reacción malhumorada contra su ex interlocutor, pero fuera como fuese, yo me había apoderado de ella: según mi colega Antoine, siempre he sido un poco erotómano.

Sonó otra vez su móvil. Pareció dudar, pero por fin respondió: «¿Sí? Yo misma». Acto seguido unos niños lanzaron una pelota y ya no oí más. Los huesos de los extremos de sus pies reiniciaron su danza hipnótica, yo intenté sumergirme de nuevo en la lectura de
Crónica del pájaro que da cuerda al mundo,
en vano. Es uno de los mejores libros que he leído, pero ella era capaz de eclipsar a Murakami. En realidad, era capaz de eclipsarlo casi todo.

Al acabar la conversación, dejó el teléfono sobre la hierba y se puso boca arriba. La camiseta, con el movimiento, aún se abrió más. Con dos dedos se colocó bien la manga en el hombro antes de tumbarse. Se quedó inmóvil, con los ojos fijos en el cielo, de un azul impecable; yo me quedé inmóvil, con los ojos fijos en sus labios rosa entreabiertos ante el verano. Imaginaba la textura de su piel, el olor de sus rizos rubio glaciar que, como un sol, se desparramaban por el césped, pero se levantó bruscamente. Se quitó las briznas de hierba del pelo, se frotó la espalda con la palma de la mano. Llevaba en el cuello una larga cadena de la que colgaba un dije con forma de manzana y empezó a toquetearlo con gesto nervioso cuando sonó de nuevo el móvil. Recogió el bolso de cuero negro y, mientras respondía a la llamada, se alejó por la avenida del jardín:

«¿Sí? Yo misma.»

En aquel instante, lo que más deseaba en el mundo era saber su nombre. Me enteré de él más tarde, y también de que posaba para pintores y fotógrafos para pagar el alquiler de su habitación en la rue des Canettes, lo que explicaba en parte la avalancha de llamadas que aquel día habían echado por tierra todos mis anhelos de seducción (aparte de que llevaba bermudas y no conozco a nadie que sea capaz de seducir llevando bermudas). Era de provincias; su padre era carpintero, su madre no trabajaba. Nunca tuve el placer de conocerlos pero —evidentemente— vi fotos de ellos. Viven en una casa de pueblo hecha de piedra dorada, cerca de Villefranche-sur-Saône y, a pesar de que es de propiedad, sus modestos ingresos y los dos niños a los que tienen que mantener no les permiten financiar los estudios de su única hija, y menos los descalabros presupuestarios en la sección de zapatos de mujer de Bon Marché. Menos mal que tenía una beca.

Y lo más importante, era guapa.

Estudiante de Bellas Artes, 22 años, se ofrece como

modelo para artistas.

Llamar a Louison, 06 23 12 XX XX.

PD: No me desplazo por menos de 50 euros

por hora.

Condición de musa a convenir.

Naturalmente, recibía gran cantidad de llamadas. Un sesenta por ciento procedía de hombres que la tomaban por puta, y un veinticinco por ciento, ante el tono descarado del anuncio, optaban por probar suerte sin meterse la mano en el bolsillo, pero los quince restantes eran efectivamente artistas interesados en lo que podía ofrecerles, y algunos habituales incluso le pagaban muy bien. A fuerza de oírle responder «¿Sí? Yo misma», decidí que tenía el alma desdoblada y con el tiempo aquello se convirtió en una broma particular entre nosotros. Decía: «Yo misma se ha comprado unos zapatos nuevos», o «No cuelgues, Yo misma está agobiada con el cartón de la leche y la harina para tus putas crepés», o bien «Yo misma te quiere mucho, ¿sabes?». Me moría de celos de todos aquellos hombres que no eran yo en sus inmensos estudios con cristalera, por no hablar de aquella exposición en la rué de Seine titulada
Un elfe à ma porte,
en cuya inauguración aprendí que, en la jerga de los fotógrafos célebres,
elfe
significa «en cueros»
y à ma porte,
«en mi catre». Mi carácter pacífico me obligó a abandonar la galería antes de terminar las noventa y dos botellas de champán y los setenta y cinco litros de Campari; la desaparición, aunque saludable, dio pie a una escena espantosa según la cual yo era un repugnante anormal sin el mínimo respeto por el trabajo de los artistas, ni el mínimo respeto por el susodicho
elfe,
ni el mínimo respeto por nada en el mundo que no fuera mi propio ombligo, y Louison me castigó sin ella durante casi tres semanas a base de «Yo misma no puede, tiene un compromiso». Imagino que era mejor eso que la ocurrencia de un fotógrafo célebre salpicando con sangre fresca sus senos en 30 X 40.

Pero aquella tarde, mientras observaba cómo se alejaba por la avenida, tan frágil entre los árboles excesivamente grandes, no tenía idea de lo que me esperaba. La camiseta demoníaca resbaló por última vez de su hombro mientras cruzaba la verja por el lado de Guynemer y yo… yo pensaba que era tan bonita que los alisos tenían que haberse inclinado a su paso, como en un cuento. Digamos que menudo efecto me había hecho. En los días que siguieron, abandoné la cuestión de aprobar el examen como si se tratara de una antigua amante de la que uno se ha cansado, y vagué por el Luxembourg con la esperanza de volver a verla. A pesar de todo, mi tesina estaba consagrada al marqués de Sade, y mi exposición, cual una guillotina, caía en 13 de septiembre. Estábamos a mediados de agosto y no había redactado ni una sola línea de la tercera parte. Pero… el eclipse había empezado.

Volví a diario durante diez días, en los que me mordieron la piel todo tipo de insectos en celo, pero ella no apareció. Con el alma destrozada, acepté pues la semana en Bandol que me proponía Antoine para terminar entre el olor de la madreselva el estudio de
Los ciento veinte días de Sodoma;
tampoco era cuestión de echar por la borda el resto de mi carrera.

Mi carrera… Cumpliré veintiséis años en mayo y actualmente soy profesor de francés, un destino banal, la seguridad del empleo, todo lo que Louison odiaba. Trabajo hace casi dos años en un colegio de Meaux, «Zona de Educación Prioritaria». Los niños llegan a mí sin saber escribir, y la semana pasada, Cathy, compañera de artes plásticas, recibió un par de bofetones de tres chicas de 5.° B que alegaban que era lesbiana. El último tema de redacción que propuse a mis alumnos estaba planteado así: «Inventad un mundo en el que lodo sea posible». En la mayoría de los casos leí el guión de
God of War
II
con muchas faltas de ortografía y pocos cambios de ritmo. Cultivo a pesar de todo la esperanza de llegar a ser un mecanismo favorable en la formación de las generaciones futuras y, a pesar de mis numerosas desilusiones, cada alumno que consigue gracias a mí amar los libros constituye mi pequeña victoria personal. Digamos que en la gran inutilidad del mundo me siento útil. Sin embargo alguien está avivando para mi futuro próximo algunas modificaciones, por las buenas o por las malas. Una mujer joven me robó la vida; una niña parece querer devolvérmela.

ME LLAMO MADISON ETCHART

ME LLAMO MADISON ETCHART

ME LLAMO MADISON ETCHART

ME LLAMO MADISON ETCHART

ME LLAMO MADISON ETCHART

Hoy es un día especialmente especial.

Hoy R. me ha traído un cuaderno.

He ido detrás de ti durante mucho tiempo y hoy te tengo. En tu interior tienes líneas de un azul que parece diluido en agua y unos márgenes rosa fluorescente, exactamente igual que la falda que seguía poniéndome para jugar al tenis, que se había quedado demasiado corta y me obligaba a llevar un short debajo, todo por culpa de Stanislas. Mides 21 x 30 centímetros y en la tapa llevas a Dora la Exploradora. Escribo estas palabras gracias a un bolígrafo retráctil con una mochilita que se balancea en su extremo sujeta por una especie de escubidú verde (cada vez que R. me trae algo, cualquiera diría que cree que tengo cuatro años y medio, pero vamos a dejarlo). Dice que tú eres para mí y solo para mí, que te puedo garabatear y hacerte lo que me dé la gana, que nunca vendrá a mirar qué tienes dentro. Da igual. Voy a buscarte un escondrijo.

No hay muchos escondrijos por aquí. O al menos no hay ninguno lo suficientemente grande para que se meta una chica. Pero un cuaderno, aunque sea de tu tamaño, podría caber.

He pensado mucho antes de estrenarte: mi cerebro tenía que configurarse de nuevo como un ordenador que ha estado demasiado tiempo desconectado. Desde luego, he escrito mucho en mi cabeza porque no puedo evitarlo (además, antes de ti no te creas que ha sido pan comido todos los días). Lo que pasa es que en la cabeza es distinto: se puede corregir, y a ti no voy a hacerte tachones, ya que R. olvidó comprarme corrector blanco. Si estuviera aquí, mamá repetiría constantemente que tengo el «Síndrome de la vuelta al cole». ¡Siempre lo mismo! Estoy tan emocionada con las nuevas provisiones que duermo con ellas, pero en realidad no duermo por el miedo que me da que se estropeen o que al darme la vuelta pueda doblar las hojas o que los cartuchos de tinta se despachurren y hagan unos estragos bestiales. La última vez que tuve el síndrome, hice compras de adulto, me refiero a cosas serias del tipo:

—una pluma con plumilla metálica plateada

—cuadernos Clairefontaine

—una agenda con tapas de plástico imitación cuero

—notas de quita y pon aunque no con forma de corazón

y nada de las cosas que me gustaban cuando estaba en primaria, más o menos del estilo de:

—rotuladores con brillos

—carpetas con estrellas

—lápiz de dibujo Hello Kitty

—gomas con forma de cosas (sobre todo de nube)

No quería que los demás se pitorrearan de mí, y más cuando voy un año adelantada y soy bajita para mi edad. De todos modos, luego lloré mucho por haber obligado a mamá a comprar todas esas mierdas para mayores (¡además, las otras niñas de la clase tenían notas adhesivas con forma de corazón!)… Eso sí, había dormido con la pluma de plumilla plateada y mi agenda de plástico de imitación que apestaba como las muñecas Barbie cuando son nuevas, preguntándome si mis senos empezarían a crecer un día y se parecerían a los de mamá, que son los más bonitos que he visto en mi vida, incluso en la tele. No voy a mentirte: pensaba en cualquier cosa para no pensar en el mañana, porque me entraba un canguelo… Nos habían enseñado el colegio en CM 2. Y me pareció feo y enrevesado, tipo laberinto, con paredes verde oliva agrietadas e hileras de puertas amarillas, rojas y azules marcadas con números absurdos del tipo «224». Me preguntaba cómo se podía sobrevivir en un lugar donde había más clases que fotografías mías en el libro que Papy me dedicó, me refiero a que a eso se le llama VERTIGINOSO, y me había hundido la moral hasta el fondo de mis Converse. Pero finalmente la cosa funcionó. Encontré a Sabrina a los cinco minutos ante el tablón de anuncios y a partir de ahí todo fue fácil, porque con Sabrina siempre todo era fácil, especialmente perderse y reencontrarse en los lavabos de chicas para untarse «cosmic blue» en los ojos, algo que está ESPECÍFICAMENTE prohibido por todas las madres del mundo (excepto por la madre de Sabrina) cuando se acaba de entrar en sexto. Vamos, que me dejaría cortar un brazo si alguien pudiera asegurarme que una vez manca sería teletransportada a su lado en la clase 224.

Evidentemente: IMPOSIBLE.

ME LLAMO MADISON ETCHART

Me comía el coco pensando que ya no sabría escribir, pero como dice papá, es mi «fuerte» (sobre todo cuando aún lloraba a causa de un cero en cálculo mental). Después de reflexionar, todavía sé escribir si se considera la cosa desde un punto de vista técnico, pero tengo un problema en el hombro como cuando forzaba demasiado el revés para impresionar a Stanislas. Así que quizá espere a que me salga de nuevo una ampolla en el dedo medio, así dejaré de preguntarme si estoy a seis pies bajo tierra con los otros muertos de mi familia desde el más predecesor de mis predecesores, que era sombrerero en Ruán en 1750 y que medía el mundo en contornos de cabeza, si Papy sigue en la superficie de la tierra fotografiando la vida en blanco y negro, dejaré de dar vueltas sobre mí misma hasta que ya no pueda tenerme en pie, recordaré el mar que golpea contra los acantilados sin tener ganas de gritar y también empezaré de nuevo a respirar sin pegar golpes contra las paredes. Mi cabeza es como un gigantesco juego de mikado y no sé por dónde empezar. En cualquier caso, mis senos han empezado a crecer.

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