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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Nunca olvides que te quiero (7 page)

BOOK: Nunca olvides que te quiero
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El nacimiento de los mitos

Al salir del cine aquel sábado, al principio no reconocí nada, como si la sala de proyecciones se hubiera excavado en la pendiente de una falla espacio-temporal. Durante un segundo tuve la sensación de haber entrado en algún lugar dos horas antes y de haber sido arrojado a otro país mediante un complicado sistema de vórtices invisibles. Una mujer de espesa cabellera, con un abrigo acolchado y gorro de piel, me miró con insistencia al pasar a mi altura. Siguiéndola con la mirada, distinguí en el movimiento los tubos multicolores que surgían del blanco como enormes Legos, y la descomunal maceta dorada en lo alto de la columna: parecía aún más surrealista que de costumbre, aislada de esa forma en medio de la nieve en el perfecto desierto de la explanada del museo Beaubourg.

Nunca más he vuelto a ver un fenómeno como ese en París. Lo más curioso fue la rapidez con la que el polvo blanco se pegó al asfalto, como las limaduras a un electroimán. Las calles estaban desiertas, la gente, helada hasta los huesos, apelotonada en los bares de los alrededores frente a un ponche o a un batido de chocolate caliente. Levanté la cabeza: los copos, pesados, se deslizaban perezosamente desde un cielo deslumbrante. Respiré, mi aliento perforó el aire y empecé a andar. Puede parecer una tontería, pero sabía que pasaría algo. Sin duda, mi pensamiento no se dirigía a ella. Hacía seis meses del episodio del Luxembourg y había acabado con el luto de aquel no encuentro. De un tiempo a esta parte frecuentaba a Mathilde, o más precisamente el lecho que ocupaba ella en el edificio de sus padres, una maravilla arquitectónica situada en el distrito decimosexto, un barrio que por otro lado nunca he soportado, con sus elegantes charcuterías, sus centros de bronceado y sus aceras desiertas. No estaba enamorado de Mathilde, en parte a causa de Rusty, un perro estúpido y feo al que ella rendía un culto incondicional. Siguiendo una especie de efecto bumerán, no me sentía ni más ni menos deseable que aquel fox terrier de pelo rapado que hacía que el sótano apestara y, al ver que Mathilde le besuqueaba todo el tiempo como si se tratara del bebé más sublime que hubiera podido engendrar un ser humano, cada vez me costaba más besarla. Pero claro: tenía unos pechos preciosos.

Cuando me cansé de observar las suelas de mis zapatos marcadas en la nieve, entré en una librería que me había aconsejado Antoine. Se trataba de una tienda de estilo antiguo, con estanterías de madera encerada a lo largo de las que se deslizaban unas escaleras. En las mesas se alineaban las novedades y las obras que «despiertan pasiones» a modo de mil hojas, y el cuero antiguo de las cubiertas daba al local un aire apergaminado. Con su pinta de italiano degenerado, Antoine tenía gusto. Cuando mi mano se acercaba a una edición antigua del
Viaje al fin de la noche,
sonó el teléfono junto a la caja, al fondo de la tienda.

«Yo misma.»

El corazón se me contrajo como una anémona de mar a la que pinchas con la punta de un palo. Detrás de la imponente arca estilo Renacimiento con candelabros esculpidos que hacía las veces de mostrador, estaba ella inclinada, con el perfil sombreado por el pelo recién cortado en una melena corta. A juzgar por el movimiento de su hombro bajo la lanilla de un jersey de mohair rojo, estaba anotando algo.

—En cambio este… creo que no. Pero podría pedírselo… De acuerdo… ¿El jueves que viene?

Se puso a reír, una risa cortante y fría como una placa de cristal.

—Será un placer, señor Patouillet, ya lo sabe usted… Pues claro, ¡por supuesto! Que pase un buen fin de semana.

Colgó y levantó la vista hacia el cielo. En el gesto, su mirada se cruzó con la mía.

—¿Puedo ayudarle?

Su sonrisa, un claro en el bosque: me sentí preso en la trampa de los halógenos como una liebre ante los faros de un coche. Dio la vuelta al mostrador y se acercó a mí. Sin saber por qué, de repente le pedí una obra que ya tenía, y no una cualquiera, pero fue lo primero que me vino a la mente.

—Busco un libro… Un libro de fotos…

—Ahí tiene la sección, a su derecha, después de la de Teatro. ¿Qué está buscando? ¿Algún título en concreto?

—Un libro de Francis Capdevielle.

—¿Capdevielle? No me suena. Y la fotografía es mi especialidad.

Volvió detrás del mostrador para consultar el ordenador y me indicó que me acercara. El parquet sonaba como la hierba, suave, blando y crujiente. Me pidió que se lo deletreara. Se lo deletreé.

—¡Ah! Sí. Tengo cuatro títulos. Al parecer solo en blanco y negro…
Almas vacías, La decadencia de los sensatos,
otro, veamos, sobre… Tokio, y el último…


Twist.


Twist, doscientas veces ella,
eso es… —Levantó la vista—. ¿Este?

Asentí. Hizo clic sobre el ratón con una uña de un verde metalizado y sus cejas se fruncieron como dos animalitos.

—Curioso, está descatalogado. El libro no tiene ni tres años, son libros que en principio deberían estar disponibles. —Movió la cabeza—. No lo entiendo. Lo siento mucho.

—Da igual.

Se acercó un poco más a la pantalla.

—La niña de la portada —murmuró como para sus adentros—, diría que la he visto en alguna parte…

Desde donde me encontraba no podía ver la imagen, pero aun así la miraba, como hacía ella. Una extensión lacustre encajonada entre colinas negras. Un único punto de luz, un tronco de niña emergía del agua oscura en el centro del cliché, con un collar de lis alrededor del torso desnudo, pálido como una luna. En torno a ella, los círculos concéntricos de su movimiento, como aros, iban a quedar impresos en la superficie del agua para la eternidad. Me sabía aquella foto de memoria.

—Lo siento —repitió ella.

Parecía tan sincera que me entraron ganas de tranquilizarla.

—En realidad, ya lo tengo.

Una emoción fugaz cruzó su rostro.

—Vaya…

—Sí, conocía al fotógrafo. Pero lo quería para un regalo.

Una señora rellenita me empujó con fuerza con la cadera, se excusó, toda sonrisas, y preguntó por la sección de Bienestar. La que aún no tenía nombre recuperó su expresión normal, decidida y socarrona, luego pasó al otro lado del mostrador para acompañar a la señora. Sonó el teléfono, con contundencia. Pero antes de contestar, se volvió hacia mí.

—Puede que le parezca que tengo mucha cara, pero aprovechando la ocasión me gustaría verlo, el libro. Trabajo aquí sábados alternos. Si no le importara pasar un día…

—Lo intentaré…

Me sonrió y luego descolgó un viejo artefacto de baquelita naranja de los que ya solo se encuentran en los anticuarios. El sonoro «Yo misma» planeaba aún detrás de mí cuando la nieve me golpeó el rostro; ya de noche, la luz de las farolas daba un tono lechoso a la capa que cubría los capós de los coches y el asfalto brillaba como una pista de patinaje. Estuve a punto de resbalar y en el escaparate de la tienda de enfrente vi el reflejo de un hombre borroso, despeinado, con un abrigo de espiguilla y una nariz tan grande que desbordaba el encuadre como si fuera el pico de un cernícalo. Tuve que rendirme a la evidencia: aquel hombre era yo. Mi primer encuentro con «la chica de la camiseta demasiado grande», ¡y yo con aspecto de salir de un cubo de basura!

Me precipité hacia el Cavalier Bleu, pedí un whisky y llamé a Antoine.

—¿Qué pasa, Stan? ¡No me digas que vas a ir por el libro! ¡Te va a tomar por un calzonazos! Además —añadió en tono macabro—, no es la mejor época para liarse con una chica.

—Ah, ¿o sea que según tú hay buenas y malas épocas?

—¡Lo que yo te diga, tío! ¿Cuando faltan cuatro días para San Valentín? Todo lo que puedes sacar es invitarla al restaurante, pero de follar, nada de nada.

En la mesa de al lado, un bebé se puso a llorar con unos berridos tan regulares como los de una máquina. Colgué. Antoine tenía razón en algo: llevarle el libro habría sido el comportamiento típico de una babosa (precisamente el que iba a ser el mío durante el año que seguiría, aunque entonces aún no lo sabía). Por otro lado, eran las 18.30 y aunque echara a correr sería imposible llegar antes de que cerraran. Por primera vez eché en falta el scooter que tenía en el sudoeste. No sabía qué hacer, pues no podía esperar quince días para volver a verla. Eran 2.200.000 habitantes: ¡haberla encontrado de nuevo era como un milagro! Pero el llanto del bebé se hacía cada vez más insoportable y empecé a preguntarme qué cono hacía yo allí, cuando dos muslos conquistados de antemano me esperaban, abiertos y acogedores; en aquel preciso instante la madre sacó un seno de su pullover y el pequeño empezó a mamar: aquella calma, tan brusca, tenía algo de abisal. El poder femenino apareció ante mí sin duda bajo los rasgos de una madre, pues acto seguido decidí llamar a Coralie, una de mis pocas ex con las que conservaba la amistad. Le conté la situación por medio de una embrollada cronología, explicación incomprensible que ella fue punteando con algún «ah», «oh» y «comprendo», antes de proporcionarme un consejo que solo una mujer podía ser capaz de dar.

—Haz de hombre.

—¿Y eso?

—Buscas el número de la librería, la llamas y la citas en el bar donde estás ahora.

—Pero dirá que no, ¡ni siquiera me conoce! Además, no tengo el libro…

—Déjate de libros y de monsergas. Dirá que sí, ya verás, aunque solo sea por el efecto sorpresa. ¿Se cree muy lista? Tú, más. Y andas muy bien de olfato.

Coralie trataba a los hombres a baquetazos y estudiaba medicina, lo que a mis ojos le confería cierto prestigio. Mi padre siempre había soñado con acabar esa carrera, pero le echaron en segundo: así pues, se hizo veterinario, detalle que tiene algo que ver con mi odio a los animales domésticos. Luego esperó con fervor que sus hijos satisficieran su sueño en su lugar y no le daba ningún corte insistir en ello.

«¿Escritor? ¡Serás un muerto de hambre el resto de tus días, hijo mío!»

Mi hermana pequeña, más sensata y al tiempo más lanzada que yo, al final le obedeció: Mia, hoy alumna en prácticas en el hospital de Bayona, tiene intención de especializarse en dermatología. De modo que pasé oficialmente a ser el perro sarnoso de la familia; menos mal que el eccema recurrente que me martirizaba la palma de la mano desde lo de Louison parece erradicado… ¡La pequeña de la familia vale!

Aquella noche, motivado por Coralie, encontré pues el número de la librería por medio de una operadora de voz cascada como un rallador de queso, pero a partir de aquel momento paralicé la etapa siguiente. Fuera, por fin había dejado de nevar.

El bebé, ya harto, se había dormido en el fondo de su cochecito y poco a poco el bar se vació de familias congeladas. Mentalmente, fui repasando las distintas opciones fumando un cigarrillo tras otro: me parecía que aquellos diez números que brillaban en la pantalla del móvil tenían la categoría de un código secreto, algo así como la oscura combinación de una caja fuerte inviolable. De pronto me entraron ganas de ver a Mathilde, tal como habíamos quedado: una relación simple, insulsa y sin riesgo, con la cabeza entre dos airbags que esconderían mi nariz ante el mundo. Pero no me moví: cada tintineo de vasos me hablaba de una posibilidad, cada café que sacaba la ruidosa máquina contenía una esperanza, en el bar resonaban todas las conversaciones que no habíamos tenido todavía. Luego, alentado por el whisky y la desesperación, llamé.

Para mi sorpresa respondió:

—De acuerdo.

En vista de que nunca llegaría a ser obesa a causa de mi potencial, dejé de comer.

En los platos de plástico, la yema se ha secado, resquebrajándose estilo Sahel, y el moco blanco tiembla como la gelatina. En los cuencos para bebés, la leche se coagula y empieza a parecer queso fresco. R. no los retira, deja que se amontonen, como si eso fuera a hacerme cambiar de opinión. Claro que yo podría enjuagarlos en el lavabo, pero significaría decir: «Vale, has ganado», y eso NI EN SUEÑOS. Me he pasado horas ante la rejilla de ventilación porque en algún momento no puedo soportar el olor; apesta como un cubo de basura.

Y dentro de mi cabeza hay un pájaro carpintero.

Me he lavado porque se me ha ocurrido que tal vez me sentaría bien. Pero he vuelto a soñar con la bañera de casa y los azulejos azules, con todos los productos que convierten la espuma en algo tan gigantesco que puedes esconderte dentro como bajo un edredón, y ha sido aún peor. He observado cómo el agua circulaba por encima de mis excrecencias: parece que empiezan a convertirse en senos, pero si es así, serán microscópicos, lo que hunde mi moral hasta el fondo del fondo de las Converse (aunque a decir verdad ya no tengo Converse sino unas zapatillas de deporte imitación cuero especialmente horribles). Además, después de haber saltado tanto contra las paredes, tengo manchas amarillas por toda la piel, como si fuera un animal de la sabana (pero no uno simpático, ¡más bien tipo hiena!).

La ducha de mi cuarto es un cuadrado de plástico marrón con un tubo de plástico marrón y una cortina de plástico marrón que se pega a las piernas, algo realmente desagradable. Como el agua no cuela bien, a menudo se inunda y luego huele aún peor porque impregna el suelo y sale moho por todas partes, como en el queso azul de Causses. Me he quedado de pie en el plato de la ducha hasta que el agua ha salido helada, pero sigo teniendo el mismo dolor de cabeza. Me he secado, me he vestido. No tengo ni idea de dónde encuentra R. esa ropa tan cutre. El otro día volví a intentar explicarle que no se podía llevar una ropa tan espantosa, que yo tenía un estilo y cierta fama (mamá habla de «pingos», pero respecto a la moda su opinión no vale un pito) y que tenía que devolverme SIN FALTA mis cosas. R. se limitó a refunfuñar, como si estuviera hasta la coronilla de oír mis quejas, y dijo también que le «daba demasiado la vara». Resultado: unos vaqueros descoloridos con bordados de flores en el trasero y una blusa con flores aún peores estilo peonía y unas mangas abombadas espantosas.

MIERDA.

No sé por qué tiene esa perra con las flores; si no me dieran ganas de vomitar, sería como para partirse de risa… Él considera que soy bonita, «que estoy bien», y que con la ropa que llevaba parecía Punky Brewster. Al ver que no tenía ni idea de quién era esa, me contó que era la protagonista de una serie que él veía de niño, una huérfana con un perro extraordinario pero un
look
de espanto (o sea, de lo más molona, teniendo en cuenta el gusto de R., y cuando salga de aquí voy a picar «Punky Brewster» en Google). Pero de golpe y porrazo me di cuenta de que R. también había sido niño y eso me pareció rarísimo, pues ni se me había pasado por la cabeza. Aproveché la ocasión y pedí otra vez poder ver la tele, telefonear a mis padres, recuperar mi mochila de clase, pero por supuesto no quiso saber nada de ello.

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