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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Nunca olvides que te quiero (9 page)

BOOK: Nunca olvides que te quiero
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Twist

—¿Y pues?

En el Cavalier Bleu se había sentado frente a mí con la indolencia de alguien que te conoce desde hace mil años, luego llamó al camarero para pedir una copa de vino.

—¿Y pues qué? —pregunté, desconcertado por su desenvoltura.

—No sé, ¡eres tú quien me ha llamado!

—Sí, ¡pero tú me has pedido que pasara otra vez…! Vamos a ver, ¿cuál de los dos tiene derecho a decir «Y pues»?

Ella sonrió de aquella forma inimitable que a partir de entonces yo iba a odiar tantas veces, aquella sonrisa de «muy bien, jovencito, te lo tomas así pero no sabes con quién estás hablando». En efecto, no lo sabía.

—¿No me has traído el libro?

—No, no vivo cerca de aquí. Pero he pensado que si quedábamos sería más fácil que te lo pasara… ¡Me ha parecido que te intrigaba tanto…!

—La niña es aquella que desapareció hace un par de veranos, ¿verdad?

Era difícil no acordarse de ello, con el vapuleo mediático que provocó la desaparición de Madison. Durante más de seis meses fue la niña más buscada de Francia. Sus padres habían suplicado frente a las cámaras de televisión internacionales, su cara de muñeca acaparó parabrisas de coches, mostradores de bares, portadas de periódicos. Yo mismo había participado en muchas batidas, fijado carteles, investigado entre el vecindario. Se difundió su descripción en toda Europa vía Interpol, el informático de la editorial de su padre creó una web, se localizó a los pedófilos liberados recientemente, los vigilaron, los interrogaron; pero al cabo de tres semanas la esperanza de encontrarla viva les había abandonado a todos. La policía no tenía ninguna pista: nadie había visto nada, oído nada, el número gratuito acumulaba unos testimonios estrambóticos que, a pesar de que los revisaron todos, no llevaron a ninguna parte. La foto del cartelito de búsqueda, mil veces multicopiada, me atormentó durante años: con el tiempo, los colores perdieron intensidad, al igual que la esperanza, empalidecieron con el sol en los escaparates o en la corteza de los árboles, y las extrañas facciones del pecoso rostro por encima de una sudadera roja con la efigie de un grupo de rock se hacía cada día más espectral. Aquella niña a la que yo adoraba no era más que una idea, un dato abstracto, los restos descoloridos de una sublevación popular de gran envergadura. Su nombre se convirtió en una marca registrada, en el código de barras de siete letras de una sociedad desbaratada: por encima de la imagen de la cría se superponía la de un monstruo sin rostro del que se nutrían los fantasmas del mundo, aunque para mí ella siguió siendo la niñita de la falda rosa, atípica y claramente superdotada, a quien daba clases de tenis los sábados por la mañana en el Athletic Club de Biarritz. Entonces asentí.

—Madison. Madison Etchart.

—Ah, sí, el juego de palabras…
Twist…
¿Verdad que no la encontraron?

Negué con la cabeza y terminé la bebida: los cubitos tintinearon, pero aquel sonido cristalino me pareció un carillón fúnebre.

—Ahora entiendo mejor por qué el libro está descatalogado. Doscientas fotos de una niña que desapareció es algo un poco fuera de lugar, en plan comercial… ¿Has bailado alguna vez el madison? —preguntó en un intento súbito de distender la atmósfera.

—Hace mucho, en la boda de un primo. No te creas, no fue el momento más glorioso de mi existencia… En realidad, era un primo lejano. Alguien apenas conocido. Mejor dicho, un extraño.

Me sonrió, como por educación, luego su mirada caqui se perdió en la contemplación de lo que tenía en el vaso. Encendió un cigarrillo.

—Capdevielle, ¿así que le conoces?

Moví la cabeza soltando el humo, lo que le hizo arrugar los ojos.

—Es su abuelo. Éramos vecinos, él y yo. Soy de Anglet —me pareció oportuno añadir—. Está en el sudoeste, hacia Saint-Jean-de-Luz.

—Lo conozco. Tuve un novio surfista.

Un velo negro pasó por delante de mis ojos, como una nube que, surgida de la nada en un cielo límpido, apareciera bruscamente para ocultar el sol.

—Ya no aguanto esta zona —suspiró ella, llevándose a los labios la uña metalizada de su pulgar—. Me imagino que tú también haces surf.

—De vez en cuando… Pero no se me da muy bien.

Ella tomó un trago, yo masqué un cubito. Era un momento de lo más paradójico: en un estado de excitación pura, estaba por fin hablando con «la chica de la camiseta demasiado grande». Sin embargo, aunque aquella desconocida constituyera mi futuro, y yo esperaba aquello más que nada en el mundo, también estaba reabriendo el pasado con un escalpelo. El olor del Larrun después de la tormenta me angustiaba, me parecía tan real como si se tratara de aquella noche que pasé allí arriba buscando a Madison con una linterna en la mano, en medio de los ladridos de los perros, los
walkie-talkies
y el barro. A cada paso temíamos descubrirla en el fondo de una hondonada, víctima de un accidente; pero era una niña sin complicaciones, equilibrada y más bien sensata, a pesar de su temperamento enérgico: nadie imaginaba a qué habría ido allí sola, a trepar por el monte en lugar de volver a casa. Yo era el que mejor sabía que era una chica deportista, con resistencia, que nadaba bien, por lo que era poco probable que se hubiera ahogado en un mar cuyas trampas conocía al dedillo pues casi había nacido en su interior. En cuanto a la fuga, no me lo planteé ni por un segundo. La hipótesis que todo el mundo tenía en la cabeza, de la que nadie quería hablar, hacía más funesto el ambiente de las batidas: a pesar de nuestros gestos, no estábamos seguros de querer encontrarla, convencidos de que todos nuestros afanes solo nos llevarían a dar con el cadáver.

—Parece que está bien… Al libro, me refiero. Es difícil en una sola imagen, pero me recuerda el trabajo de Sally Mann. Más prosaico, más directo…
Inmediate Family,
¿lo conoces?

Probablemente porque me impresionaba, asentí. Las mentiras entre nosotros empezaron así a los once minutos de conversación, pues yo no tenía la menor idea de quién podía ser Sally Mann. Pedí un tercer whisky para despistar. Ella me imitó.

—¿Crees que tiene una relación…? —preguntó de golpe, como si se le acabara de ocurrir cuando nuestras consumiciones llegaban a la mesa—. ¿El libro del abuelo y la desaparición de la pequeña?

Aplasté, nervioso, la colilla en el cenicero.

—La policía lo pensó. Interrogaron a quienes lo habían comprado… Es decir, a aquellos a quienes pudieron seguir la pista, incluyéndome a mí, por cierto. Pero eso no llevó a ninguna parte. Además, el libro se había vendido poco, acababa de salir.

—Pero ¿tú qué opinas?

—¿Yo? Nunca he pensado que tuviera nada que ver —dije encendiendo otro cigarrillo en el acto—. Pero claro, había que probarlo… Se probó todo.

Tenía el vaso vacío y sus ojos brillaban, con una orla de carbón, animados por destellos. Me miró estilo bombilla de despacho de comisario.

—Fumas mucho —dijo, agitando la mano por delante de su rostro.

—¡Algunos tienen la potra de no haber empezado nunca!

Sonrió, levantó los brazos y entrelazó los dedos por encima de su cabeza. Doblada hacia atrás, como un muchacho, se desperezó. Sus hombros soltaron un crujido. Al arqueársele el pecho noté los latidos de una vena azul en su cuello. Mantuvo la postura unos instantes y luego fijó su mirada en la mía.

—Tengo un hambre…

—¿Prefieres quedarte aquí o que vayamos a otra parte? —pregunté, aprovechando la ocasión.

—¿Sabes cocinar?

Repasé la mañana de aquel día, visité mentalmente mi estudio para comprobar si podía llevar allí a la mujer de mi vida sin echar a pique lo que aún no existía, y no era el caso. Mi cerebro proyectó una serie de planos espectaculares de calzoncillos sucios, cama deshecha, ceniceros llenos, parquet poco presentable, calcetines agujereados colgados en los respaldos de las sillas, tapa del váter levantada y otras catástrofes importantes que aparecen cotidianamente en un piso de soltero. Sin embargo, siguiendo la incongruencia que me caracterizaba en presencia de Aquella que aún no tenía nombre, respondí:

—Por si puede tentarte, te diré que preparo la pasta como nadie.

—Mejor me lo pones, porque yo no he tocado un cacharro de cocina en mi vida.

Y no exageraba. Salimos al frío: la nieve se estaba helando y teníamos que mirarnos los pies para no perder el equilibrio. Hasta entonces no me había fijado en que llevaba unos increíbles botines rojos, abombados alrededor de los tobillos como globos hinchados con helio. Mal que me pese, me fijo siempre en ese tipo de detalles a causa de las mujeres con las que me he criado. Mia y mi madre han rivalizado eternamente en inventiva en este campo, una especie de juego estúpido que a veces llevan hasta el absurdo. Desde que mi hermana pequeña cumplió los quince, una competición feroz se desencadenó entre ellas, y a partir de entonces en nuestras comidas familiares no faltan nunca las referencias a tal o cual tienda, tal o cual tendencia, y la guinda de los postres suele ser algún ejemplar de
Vogue
que provoca, según la ocasión, gritos de histeria o resoplidos pecuniarios. En momentos así, mi padre adopta su típico aire cansado (a pesar de que no puede sentirse más satisfecho de tener la esposa y la hija que mejor visten de toda la zona) y me pide implícitamente que le eche una mano. Nos burlamos de ellas y las chanzas rituales constituyen los únicos momentos de complicidad entre él y yo; nuestras relaciones cotidianas son más bien tensas. De Madison me gustaba precisamente su libertad en cuanto a la ropa, una imagen muy alejada de la que establecen las revistas, algo tanto más sorprendente porque los crios cultivan una tendencia natural hacia el gregarismo. En cambio Louison era, igual que mi madre y mi hermana, una de las tantas víctimas de la sociedad de consumo; de ahí a decir que me enamoraba locamente por cuestiones de Edipo… no me atrevería.

—Bonitos zapatos —le dije señalando sus pies.

—¿Verdad? ¡Me han costado un riñón! ¿Dónde vives?

—Ledru-Rollin.

—Tengo que recoger la bici.

—No creo que con este tiempo sea aconsejable andar en bici.

—¡Huy, qué delicado! No estamos lejos. Te llevo en el portaequipajes…

Avanzábamos con prudencia, uno al lado del otro en la noche. Yo la imaginaba encaramada en una enorme bicicleta negra, su silueta a contraluz estilizada como una figurita de teatro chino y, por supuesto, no me atreví a contradecirla.

—Es una bici holandesa —siguió ella—, podría llevarla sobre un nevero. ¿No confías en mí?

Sonreí, aunque solo medio convencido, pensando en el periplo que nos aguardaba. Su sola presencia me electrificaba, notaba el roce de los faldones de nuestros abrigos que se bamboleaban al viento, y en mi interior aquello era tan intenso como si se tocaran nuestros brazos, nuestras manos, como si nuestras pieles se deslizaran en aquel roce. Mi neocórtex trazaba ya los planes más audaces cuando ella se detuvo bruscamente y me miró de hito en hito.

—Oye, ¿no esperarás que nos acostemos?

Me quedé boquiabierto, estupefacto ante aquello que de pronto tomé por un episodio de telepatía. Como mi respuesta lardaba en llegar, se puso de nuevo en marcha. Con las piernas temblorosas, conseguí alcanzarla y me hice el ofendido.

—¿Por quién me has tomado? —Luego, para perfeccionar mi defensa, añadí como por reflejo—: Salgo con alguien. Se llama Mathilde.

Me arrepentí en el acto de lo que acababa de decir, pero ella me sonrió entreabriendo el círculo rojo que le hacía las veces de boca.

—Mucho mejor. Porque no quisiera que te imaginaras algo.

—No me imagino nada.

—¿Y yo —preguntó—, cómo me llamo?

—¿Cómo voy a saberlo?

Esbozó una especie de mueca que parecía decir: «¡Sorpréndeme!»; reflexioné un instante.

—Te llamas Yo misma.

Se rió.

—¿Cómo?

—Te llamas Yo misma, y hace poco que te has cortado el pelo. Antes lo tenías muy largo. Casi hasta la cintura.

Aminoró el paso, frunció las cejas con la misma expresión que en la librería al reconocer a Madi en la portada de
Twist:
una sorpresa de inquietud mezclada con emoción. Mi móvil, en el bolsillo, empezó a sonar. Estrujé las teclas a ciegas con un gesto precipitado.

—¿No contestas?

No tenía necesidad de mirar la pantalla para saber quién llamaba: hacía más de dos horas que tenía que haber ido a casa de Mathilde y ella solo tenía paciencia con su perro. Moví la cabeza no sin pensar hasta qué punto el progreso era perjudicial para el amor.

—Oooh —saltó ella—. Comprendo. Pero oye, podía haberme tapado los oídos y así no habría oído tus maravillosas mentiras…

En el fondo de mi abrigo, el móvil soltó el pitido de un mensaje. Lo suprimí sin pesar, pero, asaltado por cierto sentimiento de culpabilidad, decidí mandar un mensaje amable en cuanto tuviera ocasión.

—Todos sois iguales —suspiró ella a modo de comentario—. ¡No tenéis huevos!

Atada a una señal de dirección prohibida en la esquina de la rué Vieille du Temple, nos esperaba la bici holandesa. Ella rebuscó en su bolso, sacó un manojo de llaves adornado con unos amuletos africanos y quitó la cadena de seguridad. Exactamente como la había imaginado, la bicicleta era demasiado grande para ella, y nada más ver el entrelazado de varillas metálicas que formaba el portaequipajes empezaron a dolerme aquellos huevos que se suponía que no tenía. Pero de la misma forma que a partir de entonces iba a actuar, sistemáticamente, contra el espíritu rebelde que me había caracterizado, renuncié. Ella arrojó su bolso tubular de cuero negro en la cesta de delante del manillar y empezó a pedalear. Me agarré como pude, sin saber dónde poner los pies, y aquel metro ochenta de ridiculez enfiló la rué des Francs Bourgeois. A causa de mi peso, estuvimos a punto de caernos en cada cambio de sentido y Aquella que seguía sin nombre, achispada por el vino, se fue saltando indefectiblemente todos los ceda el paso del camino. La máquina mortal nos abandonó por fin, hechos puré pero vivos, frente a mi edificio, no sin antes rasgar entre sus cadenas la poca dignidad que le quedaba a mi abrigo.

Cuando se volvió, después de sujetar la bici a un contenedor de basura, con las mejillas encendidas y los ojos enrojecidos, anunció:

—Yo misma se llama Louison.

En ningún momento me había parecido tan bonita.

Durante todo el trayecto de vuelta del colegio había estado reflexionando.

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