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Authors: Laura Gallego García

Panteón

BOOK: Panteón
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¡La exitosa trilogía de Memorias de Idhún llega a su final! Con más de 200 000 ejemplares vendidos de sus dos primeras partes, aparece ahora el libro que cierra la trilogía más vendida de los últimos tiempos en literatura fantástica en España.

Tras la última batalla contra Ashran y los sheks, muchas cosas parecen haber cambiado en Idhún. Sin embargo, los Oráculos hablan de nuevo, y sus voces no son, ni mucho menos, tranquilizadoras. Algo está a punto de suceder, algo que puede cambiar para siempre el destino de dos mundos... algo que, tal vez, ni siquiera los héroes de la profecía sean capaces de afrontar...

Laura Gallego García

Panteón

Memorias de Idhun III

ePUB v1.0

Echelon
22.09.11

Libro V

Convulsión

I

Piedra y hielo

La magia no era suficiente.

Se había dado cuenta muchos días atrás, pero simplemente no había querido creerlo. Por pura obstinación había seguido su marcha hacia el norte, siempre hacia el norte, aun cuando ni todos los hechizos térmicos eran ya capaces de mantener su cuerpo caliente, aun cuando hacía ya días que su montura había caído sobre la nieve, abatida por el frío y la inanición.

Pero él había continuado su viaje a pie, cojeando. Y ahora sabía que estaba muy cerca: los conjuros localizadores no podían haberse equivocado.

Y, no obstante...

Se detuvo un momento, tiritando. Se pasó la lengua por los labios amoratados y miró en torno a sí, desorientado. La ventisca confundía sus sentidos; la cortina de nieve le impedía ver qué había más adelante, y el sordo sonido del viento lo aturdía sin piedad. Buscó algún punto de referencia, pero ni siquiera fue capaz de distinguir los picos de las montañas en la oscuridad.

Ya no tenía fuerzas para abrir un túnel seco entre la tormenta de nieve. La magia lo abandonaba poco a poco, y apenas conseguía mantener su cuerpo caliente.

Cuando fue consciente de que sentía el frío, comprendió de pronto que, si el hechizo térmico ya no funcionaba, ningún otro lo haría tampoco. Tenía que detenerse, descansar en algún sitio, buscar un refugio. Se volvió hacia todos lados, pero solo el viento y la nieve respondieron a su muda petición de auxilio. Se echó sobre las manos el poco aliento que le restaba y siguió caminando, abriéndose paso a duras penas por la helada tierra de Nanhai.

Volvió a detenerse unos metros más allá, sin embargo. Sus sentidos de mago le alertaban de un peligro indefinido, oculto en algún lugar de la tormenta. O tal vez su intuición, al igual que su magia, le estaba fallando también.

No tuvo tiempo de preparar un hechizo de protección antes de que la bestia se le echara encima.

El mago ahogó una exclamación y pronunció instintivamente las palabras de un conjuro defensivo; pero nada sucedió: la chispa de su magia no prendió, su poder no acudió a su llamada.

Tuvo apenas un instante para echarse a un lado y rodar sobre la nieve, tratando de alejarse del animal, pese a que sabía que, una vez en el suelo, ya no tendría escapatoria. Se arrastró como pudo, pero la bestia ya cargaba de nuevo contra él. El mago dio media vuelta y alzó los brazos, para protegerse, en un movimiento instintivo completamente inútil.

Y, cuando las garras de la bestia se hundieron en su carne, el joven hechicero gritó de dolor y de terror, y se preguntó con incredulidad cómo era posible que hubiera llegado tan lejos para acabar de aquella manera.

La bestia coreó su grito con un gruñido. Pero, inesperadamente, dio un respingo, y emitió un lastimero aullido de dolor. Hizo un esfuerzo por alejarse de su víctima, pero las patas no le obedecieron. El mago lo vio echar la cabeza hacia atrás, abrir las fauces en un grito silencioso, poner los ojos en blanco... y después, la enorme bestia cayó pesadamente sobre él: muerta.

Tardó un poco en asimilar la idea de que, de alguna milagrosa manera, se había salvado. Se arrastró como pudo desde debajo del voluminoso cuerpo del animal, jadeando y sujetándose el vientre ensangrentado, dejando un rastro carmesí sobre la nieve. No quiso pensar en que, aun con la bestia muerta, en su estado sería muy difícil salir vivo de allí. Sin embargo, inmediatamente otro asunto vino a reclamar su atención.

Ante él se alzaba una figura alta y esbelta, ataviada con una capa de pieles blancas que la ventisca sacudía furiosamente. Sostenía en la mano derecha una espada cuyo filo irradiaba un suave brillo glacial. El mago levantó la cabeza hacia él, y el recién llegado le devolvió una mirada indiferente e inhumana que lo atemorizó aún más que la bestia que había estado a punto de quitarle la vida. Con todo, conocía aquellos ojos azules demasiado bien.

Intentó levantarse, pero no fue capaz. Se le nubló la vista y cayó cuan largo era sobre la nieve, a los pies de su salvador.

Despertó en un lugar cálido y acogedor. No obstante, seguía teniendo frío, mucho frío, sobre todo en el estómago. Abrió los ojos con esfuerzo, pero no pudo hacer nada más. Se sentía demasiado débil.

De pronto, un rostro de piedra apareció en su campo de visión. Lanzó una breve exclamación de sorpresa; enfocó mejor la mirada, y pudo decir, con un hilo de voz:

—¿Yber?

El gigante gruñó algo y se retiró un poco. Fue otra voz, serena e impasible, la que respondió a su pregunta.

—Se llama Ydeon.

Giró la cabeza y descubrió entonces a una silueta vestida de negro, sentada cerca de él, que lo observaba con seriedad. Parpadeó un par de veces y frunció el ceño.

—¿Kirtash? ¿Qué haces aquí?

—Salvarte la vida una vez más —respondió el joven con cierta dureza—. Algo que se está convirtiendo en una costumbre, por lo que veo. También podría preguntarte yo qué haces

;aquí, Shail. ¿Acaso me buscabas?

Shail empezaba ya a pensar con claridad.

—No eres tan importante —murmuró, molesto—. No, no te buscaba a ti. ¿Qué te hace pensar eso?

—Entonces, ¿cómo has llegado hasta aquí? Ydeon podrá decirte que no son muchos los que vienen a visitarle.

—No me metas en esto —rechinó el gigante—. Es amigo tuyo, ¿no?

—No somos amigos —replicaron los dos a la vez. En seguida guardaron silencio, percatándose de lo absurdo de la situación.

—No me metáis en esto —repitió Ydeon—. Me voy: tengo cosas que hacer.

Se levantó para marcharse; se detuvo un momento junto a Shail.

—Toma —le dijo, tendiéndole un cuenco de sopa—. Te sentará bien.

Shail alzó la cabeza y lo miró, agradecido. Esbozó un gesto de dolor al alargar la mano hacia su bastón. Ydeon se inclinó para acercarle el cuenco.

—Fea herida, mago —comentó.

—Se curará, supongo... —empezó Shail, pero se interrumpió, al darse cuenta de que el gigante no se refería a la lesión de su estómago—. Ah, eso —dijo entonces, echando un vistazo mohíno a su pierna lisiada—. No, eso no se curará, me temo. No puede crecer de nuevo.

—Humm —masculló Ydeon, pensativo—. Nunca se sabe. Pudiera ser.

Shail no replicó. No le gustaba hablar del tema, y menos con un desconocido. Tomó el cuenco con ambas manos, porque era tan grande como un balde, y se concentró en el caldo que humeaba en su interior.

El gigante inclinó la cabeza, todavía meditabundo, y abandonó la estancia sin una palabra.

Ninguno de los dos jóvenes habló durante un rato. Sentado en un rincón, Christian contemplaba, absorto, el reflejo de las luces de la caldera de lava que calentaba la habitación, con ese aire aparentemente relajado que era propio de él. Shail terminó la sopa y trató de dejar el cuenco en una repisa, pero la herida no se lo permitió. Conteniendo un grito de dolor, se arriesgó a mirar hacia abajo. Le sorprendió ver que el frío que sentía no era solo una impresión suya: tenía el vientre cubierto de escarcha.

—¿Qué me has hecho? —pudo articular, con una nota de temor en su voz.

Christian no se volvió para mirarlo.

—Es una técnica shek de curación —repuso, lacónico—. La herida sanará más deprisa.

Shail tardó un poco en responder.

—Supongo que debo darte las gracias —admitió, de mala gana.

—No te molestes. No lo he hecho por ti.

—Ya lo suponía. ¿Qué era esa bestia de la que me has rescatado?

—Un barjab. Salen a cazar por la noche, pero son lentos y pesados. No son difíciles de matar..., en condiciones normales.

—El Anillo de Hielo por poco acaba conmigo —admitió el mago tras un momento de silencio—. Mi magia ya había dejado de funcionar cuando ese animal me atacó. Si no llegas a aparecer...

—Ya te he dicho que no lo he hecho por ti —cortó Christian con sequedad—. No vuelvas a mencionarlo.

Shail lo miró, conteniendo la ira.

—Si tanto te importa Victoria, ¿por qué la abandonaste? —le reprochó.

Christian no alzó la voz, pero su tono era peligrosamente gélido cuando dijo:

—Piensa lo que quieras, mago. No voy a perder el tiempo dándote explicaciones y, además, no tengo por qué hacerlo.

—Tal vez no tengas que dármelas a mí —replicó Shail, con más suavidad—, sino a ella. ¿Qué pasará si despierta y no estás allí?

O, peor aún... ¿qué pasará si no sobrevive? Si tanto la quieres, ¿por qué no estás a su lado ahora?

Christian no respondió. Shail suspiró, inquieto. Aquel joven le inspiraba sentimientos encontrados. Por un lado, había luchado a su lado en la Resistencia, había contribuido a la caída de Ashran, había arriesgado su vida por Victoria. Pero antes de eso había sido su enemigo en la Tierra durante cinco años, a lo largo de los cuales la Resistencia había tratado, sin éxito, de salvar las vidas que él iba arrebatando sin la menor compasión. Además, ya los había traicionado en una ocasión, y el propio Shail había sido testigo de cómo asesinaba a Jack en los Picos de Fuego. El milagroso e inexplicable retorno del dragón al mundo de los vivos no podía borrar el hecho de que el shek lo había matado.

—He venido hasta aquí siguiendo la pista de Alexander —dijo entonces, cambiando de tema—. ¿Has sabido algo de él?

Christian tardó un poco en responder.

—No —dijo finalmente—. Pero si está en Nanhai, los gigantes lo encontrarán.

Shail asintió y se tendió de nuevo sobre el jergón. Se sentía débil todavía; aún necesitaría mucho reposo para restablecerse por completo. Christian se levantó, con intención de salir de la estancia. Pero se detuvo en la entrada y se volvió hacia el mago.

—Ella está bien —dijo a media voz.

Shail abrió los ojos.

—¿Cómo dices?

—Que ella está bien. Estable, quiero decir. Sigue inconsciente, pero su corazón todavía late. Sigue ahí, a pesar de todo el tiempo que ha pasado. Creo que eso es una buena señal.

—¿Cómo... cómo sabes todo eso?

—Porque todavía lleva puesto mi anillo.

El anillo... Shail recordó aquella joya, que tan siniestra le resultaba. La piedra, engarzada en una serpiente de plata, parecía un ojo que espiara a todo el que posaba su mirada en ella. El mago había supuesto desde el principio que aquel no era un anillo cualquiera. Siempre había sospechado que el shek controlaba a Victoria de alguna manera a través de él. Había tardado en aceptar el hecho de que la voluntad de Victoria, incluso con la sortija puesta, seguía perteneciéndole a ella. Lo que la joya les proporcionaba a ambos era una suerte de comunicación sin palabras que los mantenía unidos incluso en la distancia. «Es un amuleto poderoso», se dijo Shail. Ciertamente, lo era; pero también se trataba de una prueba de afecto, de un vínculo que simbolizaba el sentimiento que, contra todo pronóstico, había enlazado los destinos de un unicornio y un shek en algún punto intermedio entre dos mundos sumidos en el caos.

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