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Authors: Marcela Paz

Tags: #infantil

Papelucho en la clínica (8 page)

BOOK: Papelucho en la clínica
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Faltaban como veinte pasos y yo quise correr, pero en ese momento apareció otra sombra más. Dos contra uno ya era un poco mucho. ¿Qué habría hecho Adán en mi caso? Quise rezar y se me enredaba todo. Quería pedirle ayuda a alguna ánima conocida, pero no conocía a ningún muerto. Mala suerte ser puros vivos en una casa; uno debe tener su ánima pariente.

—¡Dios mío, que no se salgan del purgatorio esas pícaras! —recé—.

Cada uno en su lugar y el que debe pagar, que pague. —y apenas dije esto se desaparecieron las sombras malignas y hasta la mía también.

La puerta del teléfono estaba abierta y aunque apenas podía doblar las coyunturas, entré.

—¡Papelucho, a estas horas! —me dijo la señorita Eliana—. ¿Lo han mandado a usted por el recado? Es cierto que están todos agripados allá y con el teléfono descompuesto. Ahora le comunico.

Metía y sacaba pitutos, marcaba y marcaba diciendo con su voz suave: Concón... Concón... hasta que al fin alguien le contestó porque puso cara de «escucha» y después de dos cuartos de hora dijo «bien», y se sacó las orejeras.

—Avisan del hospital de Valparaíso que murió el señor Adalberto Rubilar hoy a las 8. Que esperan de su papá las órdenes pertinentes. ¿Es alguien de su familia?

—Sí y no —ni supe lo que decía. ¡El profeta muerto! Era entonces su ánima la que me acompañaba. Y yo que le pedí a Dios que lo devolviera al Purgatorio. ¡Qué pensaría de mí, mi mejor amigo! Y yo que le había prometido acompañarlo siempre. A lo mejor por eso se había muerto. De pura soledad... —me dije con voz áspera.

—Papelucho, perdón por darle así la noticia. No pensé que usted lo quería tanto. Nunca oí hablar de ese señor. ¿Estaba enfermo hace tiempo?

La señorita Eliana me dio agua, pero yo seguía pensando en el pobre profeta ardiendo en el Purgatorio por culpa mía.

—Lo acompañaré a su casa y dejo encargado el teléfono —dijo ella amarrándose un pañuelo en la cabeza—. Vamos que se hace tarde.

Salimos a la noche. Yo tenía congoja y otra cosa rara y rezaba confundido por el ánima amiga, cuando de repente veo que ella nos acompaña otra vez. Fue un gusto tremendo saber que Dios me había oído y la había soltado de nuevo. Caminaba adelante de nosotros, junto con otras sombras de ánima... y se veía muy feliz. Yo miraba con fijeza a mi alrededor.

La señorita Eliana me dejó cerca de la casa y yo me fui corriendo mirando hacia adelante.

—Papá, era para avisar que se murió el profeta —le dije con violencia—.

Pero esta muy contento...

—¿Quién está contento?

—El profeta.

—Explícate. Repite palabra por palabra el recado.

—Espere un poco... —(Creen que uno tiene grabadora en la cabeza) Y empecé a tratar de recordar. ¡Nada! Sólo la cuestión ánima y sombras.

Cuando de repente, me viene clarito:

—Avisaron del hospital de Valparaíso que murió el señor Adalberto Rubilar hoy a las ocho y que esperan que usted dé órdenes impertinentes — dije de un vuelo y sin resuello antes que me contradijere persona alguna.

—¿Murió el pobre viejo? —dijo mi papá con voz de sabiduría—. ¿Y por qué me avisan a mí? ¿Y por qué he de dar yo las órdenes?

—¿Y a quién quiere usted que le avisasen si él no tiene a nadie en el mundo más que a mí?

—¿A ti?

La cara de mi papá era bien rara. Como de injerto.

—Bien —dijo después de un rato—. No hay que hacerse ilusiones. Ahora a dormir y mañana veremos todo eso... —y paró para dar un bostezo.

—Recemos un Padrenuestro por el señor Rubilar —dijo mi mamá y empezamos a rezarlo y yo ni supe más. Parece que me quedé perpetuamente dormido encima de su cama y amanecí tapado con la bata del papá.

XV

Cuando llegamos a la clínica en nuestra regia Lunik, papá me dejó cuidándola y se bajó solo a hablar con el Dr. Soto.

Me parece que se demoró demasiado, porque yo ya había pensado todo lo que tenía que pensar, había rezado todo lo que se puede rezar por un amigo muerto y había esperado todo lo que se puede esperar sentado en un auto aunque sea Lunik 2000. Había mirado todo con los puros ojos y sin tocar nada, había adivinado como se van haciendo los contactos y los motores y una sola cuestioncita no la entendía bien.

Y apenas la toqué con violencia, echó a andar el motor con ruido de satélite y mientras más yo le apretaba botones, más ruidos interplanetarios. Al principio me asusté, y eso fue lo malo porque con el susto apreté y tiré de todos los botoncitos. Entonces me di cuenta que le subía la presión, igual que los Jet, parecía un auto a chorro, listo para elevarse o reventar. Era o una fatalidad o una gran suerte, porque a lo mejor el auto y yo nos elevábamos, y cerrando bien los vidrios tal vez nos desprenderíamos de la tierra. La cuestión era que le subiera más el impulso para que se elevara directo, o sea derechito hacia arriba, porque si no era seguro que nos estrellaríamos con los techos de la clínica.

Por si acaso, apreté otro botón más (uno medio escondido), en la esperanza de la elevación o del silencio y pasó un ruido catastrófico, un calor de los supersónicos y una explosión verdaderamente esquizofónica.

En ese momento llegó mi papá con el Dr. Soto; por suerte sonaban las sirenas de incendio y ni oyó lo del auto.

—Bájate un momento, Papelucho, a rezar un Padrenuestro por tu amigo.

Me bajé. La Capilla era de esas raras, y daba no sé qué pensar que en ese cajón largo estaba metido el profeta muerto desconsoladamente. ¿Estaría en el Limbo su alma? Le recé un Padrenuestro y me acordé de su historia y que se habría encontrado con el Chuzo en otros mundos. A lo mejor en la luna, porque me tinca que el limbo está en la luna. ¿Qué hacer para ayudarlos a entrar al cielo? Porque se veía que esos dos no sabían nada de nada ni serían siquiera bautizados.

—Mañana habrá misa aquí —dijo mi papá—. Después será el entierro. He dispuesto en tu nombre todas las cosas.

—¿En mi nombre? ¿Por qué en mi nombre? —pregunté.

—Porque tú eres su heredero.

—¿Y qué tiene que ver eso?

—Eres dueño de sus bienes —dijo mi papá y se miró los pies con lentitud.

—Eso quiere decir que sus bienes son míos —razoné yo sin entender mucho.

—Exactamente.

—Entonces el profeta no tiene bienes, y tiene puros males. Eso no es justo. No quiero sus bienes, pobre abuelo. Le harán falta.

—Ya no le hacen falta —dijo mi papá con cara de evaporado.

—A mí tampoco. Cada uno con lo suyo. Yo con mis bienes y mis males y él con los suyos.

—Escucha, Papelucho, sus bienes son las cosas que él tenía. Como era solo te los dejó de recuerdo a ti... porque te llamaba su nieto.

—¿Y qué voy a hacer yo con su silla, su bata y sus cheques?

Mi papá tiene la manía de hacer que uno se sienta tonto. Se complica porque él no sabe explicar.

—Por ahora, yo seré tu curador y firmaré por ti. Es una tremenda responsabilidad.

—¿Qué firmará usted por mí?

—Todo, hijo mío.

Mi papá nunca me dice hijo mío, de modo que esta cuestión debe ser grave.

—Supongo que estarás conforme con que yo sea tu curador —me dijo.

—Depende —le contesté, porque no entiendo ni palabra y sé que en esos casos hay que decir siempre «depende»

Subimos al auto, mi papá se sentó con violencia y nos despedimos del Dr. Soto, que es muy amable. Yo ni me había fijado en lo amable que es, pero cuando papá trató de hacer partir el auto, fue una plancha: ¡nada!

Me acordé entonces de su propulsión a chorro, de su fuerza atómica, del fracasado intento de volar. Pero estaba tan preocupado con lo de los bienes y el curador, que dejé al papá registrando el motor hasta que lo hizo andar. Se ve que es curador de autos, por lo menos.

Y partimos con violencia.

Iba muy callado, pero contento, porque a ratos silbaba y sonreía misterioso. Yo pensaba en el profeta y su famoso entierro y el Limbo y el Chuzo. Total que el viaje se hizo corto, porque cuando uno tiene una preocupación de sacar un alma del Limbo y cosas por el estilo y ni sabe cómo hacerlo, es bastante tremendo.

—Papá —le dije al llegar—. «curador», ¿quiere decir alguien que cura todo?

Parece que la pregunta le dio rabia:

—Trata de comprender —me dijo—. Desde ahora es como si tú fueras el señor Rubilar. Mientras seas menor de edad, seré yo tu consejero, tu «curador», si tú me eliges como tal. ¿Entendiste, por fin?

Yo me quedé perpetuo, pero dije:

—De entender, ya entendí. Lo único, ¿por qué lo elijo a usted curador?

—Porque soy tu padre.

—Por eso mismo, ya es bastante...

—¡Qué ideas tienes! En fin, discutiremos eso después. —bostezó.

—¿Ve usted? discutiremos. ¿A usted le gusta discutir?

No contestó. Ya quería mi papá discutir de nuevo. El no se da cuenta de lo muy dominador que es. Y yo quiero un curador choriflai que piense igual que yo, o que no piense nada mejor. Si uno tiene un curador, es peor que ser guagua con niñera.

Recé un Ave María por mi amigo el profeta ¿Para qué me dejaría sus famosos bienes? ¿Para qué se moriría? Era flor tener abuelo... Si él no tenía amigos en el Limbo, en la tierra al menos tenía un nieto.

—Lo enterraremos en Concón, ¿no? Cerca de nosotros —dije.

—Dejamos todo dispuesto con el Dr. Soto de otro modo. Pero si tú quieres...

En ese momento se atravesó un perrito en el camino y mi papá no lo vio. Le habíamos quebrado una pata y chillaba de dolor. Lo recogí y le enchufé su patita negra hasta que se le pegó de nuevo. Llegó a la casa durmiendo.

Es un quilterrier muy inteligente y lo bauticé el “profeta”. Con su pata amarrada cojea un poco, pero al menos camina. A la Jimena del Carmen no sé por qué le da risa. Creo que los que no hablan se entienden a su modo y mejor que los que hablan.

XVI

Yo debería empezar contando todo lo que pasó, pero no quiero que se me olvide decir que mi papá ha cambiado tanto conmigo que es como otro. Más bien me hace sentir que yo soy otro, uno que no me gusta ser. Y a cualquiera le pasa si de repente su papá en vez de tratarlo como a hijo le habla como si fuera un patrón de oficina. Uno siente que no tiene papá, porque:

  1. No me reta ni me corrige.
  2. No me manda.
  3. A todo lo que digo, contesta «tienes razón, hijo», y
  4. Se preocupa de uno a cada rato. Total que ahora no tengo ni abuelo ni padre y soy como mayor y no me acostumbro.

Esta mañana fuimos a la clínica al entierro de mi abuelo y es una cuestión de la que prefiero no hablar. En todo caso, una de las muchas cosas raras que pasan en un entierro es que en el Cementerio los doctores le dan la mano a uno como diciendo «Adiós», igual que si uno fuera el muerto. Y las enfermeras también se despiden de uno. Y estaba toda la gente de la huelga y los jefes, practicantes y demás.

Pero cuando íbamos saliendo de la Capilla con el abuelo encajonado, se me acercó la Berenice y me dijo:

—Ayudándolo a sentir, Papelucho... y manda decir su amigo el Casi que, cuando se desocupe del sepelio, suba al cuarto piso, al 15...

—¿Porqué? —pregunté.

—Porque ahora está él ahí operado de apendicitis...

¡El Casi operado de mi apéndice!

Ahora me daba cuenta por qué no me molestaba mi hoyo. Casi y yo éramos exactamente iguales. ¡Pobre Casi!

Total que al volver del cementerio, le dije a papá que me iba donde él con el Dr. Soto, y ni le pedí permiso siquiera, porque sabía que me iba a decir «tienes razón»

—¿A qué hora paso a buscarte?

—En una hora más —dije y me subí a la motoneta del Dr. Soto.

Lo malo era que la chaqueta del Dr. Soto le quedaba tan apretada que no había de donde pescarse, porque ni siquiera tenía una sola arruga, y tampoco he visto nunca un doctor de carne más dura.

En fin, que llegamos al hospital en el preciso momento en que había: ¡INCENDIO! Tres autobombas estaban en la puerta, una de puras escaleras, otra de puras mangueras y otra de puros asientos. Todas rojas, todas lindas. Y la calle llena de agua, de bomberos, de mirones, de órdenes y gritos. Y dentro del hospital un volcán de humo y gente mojada que corría...

El Dr. Soto apuntó los codos hacia afuera y se largó a codazos hasta entrar. A mí me tiraron lejos y quedé sentado en una poza de agua.

Disparaban los chorros más lindos contra el humo; corrían con mangueras hacia dentro y todo quedaba envuelto en la humareda que ni le importaba el agua, aunque viniera en grifos.

Sacaban muebles, ropas, colchones... Un bombero cargante me tiraba lejos cada vez que yo lograba acercarme al humo o a la bomba. La gente se había apilado afuera y las mujeres lloraban y chillaban... Hasta que por fin apareció un bombero mojado y con una corneta de juicio final dijo:

—¡Calma! ¡Calma! Se ha sofocado el fuego. No hay desgracias. Ha sido un simple amago de incendio y los enfermos están todos bien, tranquilos y a salvo en sus camas. Se ruega a los espectadores retirarse...

Nadie se movió. Se ve que no había espectadores, y yo aproveché de nuevo para tratar de entrar a ver al Casi. Pero el bombero cargante me pilló, me tiró las orejas y me disparó al montón de mirones.

Yo me acordaba del pobre Casi operado y se me confundía conmigo y mi peritonitis... A lo peor le iba a dar también a él. Había que salvarlo...

Me enredé bien en una manguera y conseguí llegar hasta la puerta. Hasta ahí no más. Entonces se me ocurrió otra idea. La seguí enrollando con todas mis fuerzas y se le cortó el agua. Apenas se cortó, de un brinco me senté en el pituto del chorro, y junto con soltar el nudo, saltó el agua y yo salí disparado por el aire como un cohete. Y de un repente me encontré en el patio del hospital.

Había humo y más agua, pero ya estaba dentro, y detrás de ese humo la cosa no era para tanto. El fuego se había apagado y solamente las oficinas con sus dichosos papeles habían armado esa rosca. Los enfermos estaban calladitos.

Subí al cuarto piso y entré al 15. Ahí en mi misma cama, con la misma campanilla desconectada y la misma araña muerta en el techo, estaba el pobre Casi con su cara de ciruela. Parecía tan asustado que apenas se atrevía a mover los ojos.

—Me operaron —dijo en secreto— no me toques la cama...

—¿Sabías que había incendio en el hospital? —le dije para animarlo. —Me da lo mismo —contestó. —¿No te da miedo morir achicharrado?

Menos mal que lo apagaron.

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