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Authors: Marcela Paz

Tags: #infantil

Papelucho en la clínica (9 page)

BOOK: Papelucho en la clínica
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Al Casi no le interesaba el incendio; solamente su apendicitis.

—Oye —me dijo siempre en secreto—, después de la operación a ti te vino algo...

—Sí; peritonitis. Eso sí que es grave —le dije.

—No quiero que me venga... Quiero salir de aquí. Quiero que me lleves a mi casa antes que me secuestren como a ti.

—¿Tú crees que hay otro complot?

—No sé, pero quiero irme. Ayúdame a escapar.

—Ahora sería fácil porque está todo el mundo de bombero y no se darían cuenta, pero tú ni te atreves a moverte. Entonces ¿cómo?

Casi se volvió pensativo y creo que se quedó perpetuamente dormido.

Yo aceleré a fondo mi cabeza y encontré la solución.

—Están sacando ropa y cosas con el incendio —le dije—. Te hago un atado y te saco.

Lo eché al suelo con frazadas y almohada, lo amarré bien en la sábana y lo arrastré al ascensor. Iba calladito. Al salir del ascensor, la buena suerte fue que pasaba un mozo con otro atado.

—¿Me ayuda a llevar éste? —le pregunté y con su otra mano lo pescó y entre los dos lo llevamos a la lavandería, porque para allá iba él con su atado.

—Oiga —le dije—, este atado lo esperan afuera, ¿me ayudaría?

Eso es lo bueno de cuando hay incendio, todo el mundo quiere ayudar y nadie hace más preguntas. El mozo se echó al hombro el atado con Casi y todo y lo llevó a la puerta, hasta la misma Lunik que esperaba. Tocó la buena suerte que mi papá tenía mucho que hacer en el puerto y me mandó a buscar con un chofer de la refinería para que me llevara a casa.

Menos preguntas y todo salió perfecto.

Al llegar a Concón le pedí que dejara el atado en el garaje antes de volverse a buscar al papá, y ahí quedó instalado el Casi como un rey entre almohadas y frazadas y encima de dos neumáticos viejos que servían de cama.

Se había salvado de la peritonitis y del complot.

XVII

No fue fácil librarlo. Yo tuve que pasarme tres días enteros preocupado de él y ni siquiera tuve tiempo de escribir mi diario.

Porque en la noche había que convertirlo en atado hasta que mi papá guardara la Lunik en el garaje, y una vez guardada había que acomodarlo dentro de ella. Tenía que llevarle la comida y darle agua, y levantarme al alba para hacer otra vez el atado antes que mi papá sacara el auto.

Dos veces, no más, pasé susto. La primera fue cuando el papá preguntó en la mesa:

—¿Qué hace ese atado de ropa en el garaje?

Mi mamá explicó:

—Lo habrá dejado la lavandera para llevarlo más tarde —y la segunda fue cuando me quedé dormido una mañana y salió mi papá con la Lunik con atado y todo y con el Casi adentro.

Ahí sí que me sentí mal. No sabía qué hacer ni dónde ir, hasta que llegó papá a almorzar a pie y nos contó que había dejado el auto donde Freiré porque le iba a revisar los niveles.

Ni almorcé por irme donde Freiré. Ahí estaba el Casi tapadito y todavía sin desayuno. La gente del garaje estaba almorzando y pude darle al Casi una manzana y un pan.

—Vas a tener que levantarte —le dije—, porque si mi papá se da cuenta que está el atado de ropa aquí dentro lo va a pasar a dejar a la lavandera.

—¿Me trajiste ropa? —me preguntó el muy fresco.

Moví la cabeza y con el sacudón se me ocurrió una idea.

—Ponte la mía y yo voy a pescar en calzoncillos...

Me desvestí y tocó la mala suerte que no me había puesto calzoncillos.

Pero me hice un taparrabos con los trapos del Casi y nos fuimos caminando. —¿Qué haré yo ahora? —me preguntaba el Casi a cada rato.

El diarero se había quedado parado mirándonos y ahora nos seguía.

—Oiga, Papelucho —me dijo.

—¡Hola! —le contesté yo, muy inocente.

—¿No es este el niño que sale aquí? —me dijo mostrándome «La Estrella» en su primera página.

Era la cara del Casi y arriba con letras rojas decía: NIÑO DESAPARECIDO. Y abajo de la foto: «Ayer durante el amago de incendio en el hospital del puerto, desapareció misteriosamente el niño Casimiro Silva. Se gratificará a quien dé noticias suyas»

Me dio frío andar sólo con taparrabos. El Casi se puso pálido.

—Parece que te buscan —le dije—. Debe ser tu papá de Osorno.

—¿Es él, entonces? —preguntó el diarero. Dijimos que «sí» con la cabeza.

—¿Qué haremos ahora?

—Irse a su casa —propuso el diarero.

—Pueden llevarme otra vez al hospital... —dijo el Casi poniéndose turnio.

—Llamemos por teléfono para decir que estás bien y se queden tranquilos —propuse yo, pero el señor de los diarios le dio con que aquí y que allá y con el llamado de Concón vienen y lo ubican al tiro, etc. Y estábamos alegando cuando pasó el autopatrulla con su sirena y nos electrizó.

—Hay que hacer algo luego —dijo el Casi como resucitando.

—Vámonos a casa, o mejor al cementerio —dije yo—. Ahí estás seguro.

Y en esto estábamos cuando, de repente, aparece el autopatrulla de nuevo, frena, y antes que alegáramos nada nos hace subir a los tres. Yo ya lo conocía y me dio gusto de sentir otra vez su olor y ver sus ametralladoras y eso de partir a cien kilómetros y abrirse cancha a pura sirena, me gusta bastante. El único asustado era el pobre Casi.

Pero no le duró mucho el susto, porque a la segunda curva del camino nos pegamos el choque más macanudo y el flamante autopatrulla quedó más ñato que una liebre. Era bien raro chocar en el propio autopatrulla, ¿quién iba a hacer justicia?

Había un montón de vidrios rotos, de latones hundidos, de faroles reventados y muchos pañuelos con sangre de narices. Es raro ver a los policías defendiéndose y tratando de EXPLICAR. Y da como no sé qué ver un flamante autopatrulla con todos sus plateados faroles hechos culebra. Es como una pena equivocada.

En fin, que mientras alegaban y alegaban, se desapareció el Casi y de repente, cuando nos dimos cuenta, ya no había ni señas.

Fue entonces cuando todos se pusieron de acuerdo y los policías con sangre de narices y el chofer de la burrita con las patas abiertas y el vendedor de diarios salieron disparados a buscarlo y me dejaron a mí al cuidado de los autos chocados.

Ahí estaba yo solo en el camino con esas dos ametralladoras abandonadas en el asiento trasero. Nunca las había tenido tan cerca sin ojos mirones ni bocas mandonas que me dijeran: ¡No toques!

La tentación era tremenda. Tenía unas ganas de que apareciera un bandido o un animal feroz para aprovecharlas. Pero ¡nada! Y la tentación seguía y seguía... Hasta que me di cuenta que Lucifer me estaba tentando, entonces miré al Cielo para pedirle ayuda y vi pasar un satélite. Y me puse a pensar en él con todas mis fuerzas y sentí esa necesidad de ir a conocer la luna y los demás planetas y me olvidé de la tentación.

Ahora venían todos juntos trayendo a Casi de la mano que lloraba con hipo.

—Oye —le dije—. Acaba de pasar un satélite. Era uno de esos modernos, último modelo. Yo tengo un plan para conseguirnos uno. Deja que nos lleven a tu casa y que vean que estás sano de tu apéndice...

—¿Y mi peritonitis? —sollozaba el Casi.

—Ya no hay caso... Te libraste. Trata de pensar en el satélite.

Todos los hombres estaban enderezando fierros y cuestiones para poner en marcha el autopatrulla y allá dentro de mí me removía siempre la tentación de las metralletas que no había tocado y seguía pensando con violencia en el satélite para no remorderme.

XVIII

La casa del Casi era una RESIDENCIAL y su papá, que tiene un diario en Osorno estaba «decaído» en su cama. Pero al ver a su hijo toda esa carne gorda y suelta desparramada en la cama se armó y se juntó dentro de su terno y el caballero se enderezó con cara de júbilo.

—¡Hijo de mi alma! —clamó abrazándolo.

Los papas de Osorno no preguntan ni dónde uno estuvo ni qué pasó, ni amenazan ni hablan de castigos. Simplemente se alegran de verlo. Y después lo llenan de cariño y hasta les sobra para los amigos.

Me prestó ropa del Casi para vestirme, le regaló al diarero unos billetes que parecían boletos de lotería, nos invitó a tomar té al «Riqué» y, por fin, nos llevó al teatro. Fue una tarde perfecta porque a la salida del teatro nos llevó a una juguetería y nos compró dos ametralladoras americanas a fogueo que lanzan chispas calientes de verdad.

Por fin, me llevó a mi casa en un taxi y se quedó a comer con nosotros porque es lo más amigo que hay. Y dejamos planeado un paseo en lancha para mañana y el Casi va a entrar a mi colegio para que seamos más amigos y vamos a almorzar a bordo de la
Esmeralda
y en dos años más vamos a entrar en la Escuela Naval juntos y nos van a dar una beca para estudiar satélites.

Y se me había olvidado eso que le pasa al papá que a todo lo que yo digo contesta él «tienes razón» o «naturalmente» o «ya veremos» y total que la vida ha cambiado bastante.

Pero tengo un sueño tremendo porque se acaban de ir el Casi y su papá y no me voy a desvestir para estar listo mañana temprano para el paseo en lancha, y lo demás...

Esta mañana era domingo y se me había olvidado que me tocaba baño, lavado de cabeza y cortada de uñas y total que ni me sirvió acostarme vestido, porque doble trabajo.

A la salida de misa el diarero me regaló «La Unión» porque salimos retratados con el choque. No se me ve la cicatriz ni el taparrabos así que parezco desnudo, y al Casi no se le ven las lágrimas.

En un rato más va a venir a buscarnos el papá del Casi para el paseo en lancha y va a ir mi mamá, Javier, papá y yo. La Domi y la Jimena del Carmen se quedarán solas por la primera vez. Mi mamá no quería ir, pero el papá la obligó, porque dice que es la esclava de «esa criatura» Javier se siente Capitán de Yate con su pantalón largo gris y su chaqueta azul nueva y se pasó toda la misa despidiéndose de su polola porque no la verá esta tarde. ¡Pobre Javier! Debe ser tremendo dejar a la novia un domingo... Pero el papá dice que es «una oportunidad» ir a bordo con un periodista, que es el título del papá del Casi, así que Javier la va a aprovechar porque tiene que pensar en su futuro. Yo, por suerte, no tengo futuro, así que pienso sólo en el satélite.

Mientras escribo mamá le vuelve a repetir a la Domi lo que hay que hacer con la Jimena del Carmen y ya me lo sé de memoria...

Fue un día casi perfecto, y lo de casi, fue culpa de mi mamá. Porque se llevó en la cabeza la idea de la Jimena del Carmen y total que su alma nos penó de ida y de vuelta. Porque ella se lo pasaba pensando que «la niña» tenía hambre, que lloraba, que se caía del catre, que le picaba un zancudo, que había gatos y ratones y qué sé yo. ¡Y dale con suspirar porque el papá la retaba!

El señor Periodista nos vino a buscar en un auto negro que decía: «PRENSA» lo que quiere decir que puede entrar a todas partes donde hay cordón de policías, choques, crímenes, etc. Lástima que no había nada, pero en fin, llegamos al embarcadero y nos esperaba una lancha con bandera y todo y su motor de 1000 caballos de carrera que hacía tiras las olas y las mandaban molidas por los lados de la lancha. Era como ser piratas con viento norte, y la manejamos todos un rato. Hasta mi mamá, tratando de olvidar su Jimena.

La
Esmeralda
estaba enarbolada de banderines y se veía que la fiesta era para nosotros, aunque también estaba el Ministro de Guerra que es un hombre igual a todos, pero un poco más viejo.

El almuerzo de Primera, como nunca he almorzado y los dos con el Casi estamos rotundamente decididos a entrar en la Escuela Naval. Además, que en alta mar uno se siente casi tan libre como en un satélite. El mundo queda atrás con todas sus leyes, sus prohibiciones y su perpetuo silencio.

Javier estaba muy callado, tal vez pensando en su polola, pero comió por él y por ella y se repitió del guiso secundario y hasta se sirvió vino. Yo creo que no hablaba porque no le salieran gallos y cuando, por fin, quiso decir algo, le salió uno colosal y se puso más colorado que una jaiva.

A la vuelta, el Casi se quedó dormido y Javier se fue al cine y nos vinimos con el Periodista, mi mamá y papá conversando. Y mi papá le contaba al Periodista (que traía al Casi en sus brazos) toda su vida, que es bastante aburrida y también la cuestión del profeta en el hospital, su muerte y el cuento de que él es mi curador. Y ahora parece que a más de mi curador es mi apoderado, lo que quiere decir que se apoderó de mí.

Y parece que mi papá tiene tanto que hacer con esta cuestión de mi apoderadura que va tener que dejar su trabajo para dedicarse a eso. Resulta que soy heredero y eso me cae remal. Ser una cosa que uno ni sabe lo que es y a lo mejor es como cardíaco o diabético, o qué sé yo. A veces me dan unas puntadas en la herida, pero ni digo para ver si se les olvida que soy «heredero» ojalá que se pase cuando uno cumple los diez años.

XIX

Mi papá llegó tarde a almorzar y mi mamá estaba muy furiosa porque había tortilla y también le tocaba salida a la Domi. Y cuando ella está demasiado enojada no habla, así que se puso muda cuando llegó el papá. Y él daba como pena, porque dale que dale con explicar que se había atrasado en la reunión porque resulta que yo soy mucho, pero mucho más heredero de lo que él creía. Y me miraba a mí, todo el tiempo, y por fin le dijo un secreto a la mamá. Yo me sentí un poco mal, porque ahora me doy cuenta que la cosa es grave de verdad. Y se me quitaron todas las ganas de hacer cosas y programas, y más cuando uno ve que lo tratan con tanto respeto y cariño. ¿Cuántos días más tendré de vida? ¿Moriré de repente?

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