Paz interminable (21 page)

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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Paz interminable
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Amelia olió la orina cuando abrió la puerta ocho horas más tarde. Corrió de una habitación a otra y finalmente lo encontró en la alcoba de lectura, derrumbado de lado en su silla favorita, con el último montoncito de pildoras delante junto al frasco vacío y una gran jarra de vodka aguado.

Sollozando, le buscó el pulso en el cuello y creyó notar un leve hilito. Lo abofeteó dos veces, con histérica fuerza, y él no respondió.

Llamó al 911 y le dijeron que todas las unidades estaban fuera; podrían tardar una hora. Así que pasó a la sala de emergencia del campus y describió la situación y dijo que iba a llevarlo. Luego llamó a un taxi.

Lo levantó de la silla y trató de cogerlo por debajo de los brazos, para sacarlo de la alcoba. Pero no era lo suficientemente fuerte para llevarlo de esa forma, y acabó arrastrándolo ignominiosamente por los pies por todo el apartamento. Al salir por la puerta, casi chocó con un fornido estudiante, que la ayudó a llevarlo hasta el taxi y la acompañó al hospital, formulando preguntas que ella respondía con monosílabos.

Resultó que ya no lo necesitaban más: había dos enfermeros y un doctor esperando en la entrada de emergencias. Lo subieron a una camilla y el doctor le puso dos inyecciones, una en el brazo y otra en el pecho. Cuando recibió la del pecho, Julián gimió y tembló, y sus ojos se abrieron pero sólo mostraron el blanco. El doctor dijo que era una buena respuesta.

Quizá pasara un día antes de que supieran si iba a recuperarse; ella podía esperar allí o marcharse a casa.

Hizo ambas cosas. Cogió un taxi con el solícito estudiante hasta el apartamento, recogió las notas y papeles para su siguiente clase y regresó al hospital.

No había nadie más en la sala de espera. Compró una taza de café en la máquina y se sentó en el extremo de un sofá.

Los papeles estaban todos clasificados. Miró las notas de su disertación pero no pudo concentrarse en ellas. Habría sido difícil seguir la rutina normal de la docencia aunque hubiera encontrado en casa a un Julián normal. Si Peter tenía razón, y estaba segura de que así era, el proyecto Júpiter se había acabado. Tenía que ser cancelado. Once años, la mayor parte de su carrera como físico de partículas, por el desagüe.

Y ahora esto, esta extraña crisis recíproca. Unos meses antes él la había velado de igual modo. Pero ella era la causante de ambas situaciones. Si hubiera podido hacer a un lado su trabajo con Peter, su carrera, y le hubiera dado el tipo de apoyo que necesitaba para superar su culpa y su angustia, no habría terminado allí. O quizá sí. Pero no habría sido por su culpa.

Un hombre negro con uniforme de coronel se sentó junto a ella. Su colonia de lima se superponía al olor del hospital. Tras un momento, dijo:

—Usted es Amelia.

—La gente me llama Blaze. O profesora Harding.

Él asintió y le tendió la mano.

—Soy el consejero de Julián, Zamat Jefferson.

—Tengo noticias para usted. Sus consejos no sirvieron de nada.

El asintió de nuevo.

—Bueno, sabía que tenía tendencias suicidas. Conecté con él. Por eso le di esas pildoras.

—¿Qué? —Amelia se le quedó mirando boquiabierta—. No comprendo.

—Podría haberse tomado el frasco entero de golpe y sobrevivir. Comatoso, pero respirando.

—¿Así que no corre peligro?

El coronel sacó un impreso de laboratorio rosa de la mesa situada entre ellos y lo alisó con ambas manos.

—Mire donde dice «ALC». La concentración de alcohol en su sangre era del 0,35%. Eso es más de la mitad del camino hacia el suicidio, por sí solo.

—Sabía usted que bebía. Estuvo conectado con él.

—No es un bebedor empedernido. Y en el plan de suicidio que tenía… bueno, no entraban el alcohol ni las pildoras.

—¿De verdad? ¿Qué era?

—No puedo decirlo. Implicaba quebrantar la ley. —Recogió el impreso y lo dobló cuidadosamente—. Una cosa… una cosa con la que podría usted ser de ayuda.

—¿A él o al Ejército?

—A ambos. Si sale de ésta, y estoy casi seguro que lo hará, nunca volverá a ser mecánico. Usted podría ayudarle a superarlo.

El rostro de Amelia se ensombreció.

—¿Qué quiere decir? Él odia ser soldado.

—Tal vez, pero no odia estar conectado con su pelotón. Más bien al contrario; como la mayoría de la gente, se ha vuelto más o menos adicto a ello, a la intimidad. Quizá sea usted capaz de distraerlo de esa pérdida.

—Con intimidad. Sexo.

—Eso es. —Dobló de nuevo el papel dos veces, alisándolo con la uña de su pulgar—. Amelia, Blaze, no estoy seguro de que sepa cuánto la ama, cuánto depende de usted.

—Claro que sí. El sentimiento es mutuo.

—Bueno, nunca he estado dentro de su cabeza. Desde el punto de vista de Julián, hay cierto desequilibrio, asimetría.

Amelia se echó hacia atrás en el sofá.

—¿Qué quiere de mí entonces? —dijo, envarada—. Sabe que tengo el tiempo justo. Sólo tengo una vida.

—Sabe que está usted casada con su trabajo. Que lo que hace es más importante que lo que es.

—Es bastante desagradable. —Los dos dieron un respingo cuando alguien dejó caer una bandeja de instrumentos en otra habitación—. Pero es cierto en el caso de la mayoría de la gente que conocemos. El mundo está lleno de proles y lacios. Si Julián fuera uno de ellos, nunca lo habría conocido.

—No es exactamente eso. Obviamente, también yo estoy en su grupo. Sentarnos y perder el tiempo nos volvería locos. —Contempló la pared, buscando las palabras—. Supongo que lo que le estoy pidiendo es que tome un trabajo a tiempo parcial, como terapeuta, aparte de ser físico a tiempo completo. Hasta que él mejore.

Ella le miró de la misma forma en que a veces miraba a algún estudiante.

—Gracias por no señalar que él ha hecho lo mismo por mí.

Se levantó de pronto y se acercó a la máquina de café.

—¿Quiere una taza?

—No, gracias.

Cuando regresó, le dio la vuelta a una silla para que la mesa quedara entre ellos.

—Hace una semana, lo habría dejado todo para ser su terapeuta. Lo amo más de lo que usted, o él, parecen pensar, y por supuesto también se lo debo.

Hizo una pausa y se inclinó hacia delante.

—Pero el mundo se ha vuelto mucho más complicado en los últimos días. ¿Sabía usted que fue a Washington?

—No. ¿Asuntos del gobierno?

—No exactamente. Pero allí estaba yo, trabajando. Vino a mí con lo que ahora veo claramente que era un grito de ayuda.

—¿Por la muerte del chico?

—Y por todas las otras muertes, los aplastamientos. Me quedé horrorizada, incluso antes de ver las noticias. Pero yo… yo…

Empezó a beber un sorbo de café, pero soltó la taza y sollozó, un sonido entrecortado, sorprendente. Reprimió las lágrimas.

—Está bien.

—No está bien. Pero nos supera a él y a mí. Supera incluso el hecho de que vivamos o muramos.

—Espere, espere. ¿Su trabajo?

—He dicho demasiado. Pero sí.

—¿Qué es, algún tipo de aplicación para defensa?

—Podríamos decir que sí. Sí.

Él se echó hacia atrás y se apretó la barba, como si fuera postiza.

—Defensa. Blaze, doctora Hardmg… me paso todo el día viendo gente que me miente. No soy experto en gran cosa, pero sí en eso.

—¿Y bien?

—Y bien nada. Su trabajo es su trabajo, y mi interés en él empieza y termina en cómo afecta a mi paciente. No me importa si es salvar el país, o salvar el mundo. Todo lo que pido es que cuando no esté trabajando en eso, trabaje con él.

—Lo haré, por supuesto.

—Se lo debe.

—Doctor Jefferson. Ya tengo una madre judía. No necesito una con barba y traje.

—Tomo nota. No pretendía insultarla. —Se levantó—. Estoy descargando en usted mi propio sentido de la responsabilidad. No tendría que haberlo dejado marchar después de que conectáramos. Si lo hubiera ingresado y puesto bajo observación, esto no habría sucedido.

Amelia estrechó la mano que le ofrecía.

—Muy bien. Usted déle fuerte por su parte, yo le daré por la mía, y nuestro paciente tendrá que mejorar, por osmosis.

—Tenga cuidado —sonrió él—. Este tipo de cosa produce una tensión terrible.

¡Este tipo de cosa! Ella le vio marchar y oyó cerrarse la puerta externa. Notó que se ruborizaba y combatió las lágrimas que pugnaban por salir; luego las dejó ganar.

Cuando empecé a morir sentí como si flotara por un pasillo de luz blanca. Acabé en una gran habitación con Amelia y mis padres y una docena de amigos y parientes. Mi padre era como yo lo recordaba del instituto, delgado y sin barba. Nan Li, la primera chica con la que fui en serio, estaba de pie junto a mí con la mano en mi bolsillo, acariciándome. Amelia nos contemplaba sonriendo de un modo absurdo.

Nadie decía nada. Sólo nos mirábamos. Luego todo se difuminó y me desperté en el hospital con una máscara de oxígeno sobre el rostro y el olor de vómito dentro de la nariz. Me dolía la mandíbula, como si alguien me hubiera golpeado.

Sentía el brazo como si le perteneciera a otra persona, pero conseguí arrastrar la mano y bajarme la máscara. Había alguien en la habitación, fuera de foco; le pedí un pañuelo y me lo tendió. Traté de sonarme la nariz pero eso me provocó una arcada. Ella me levantó y colocó un cuenco de metal bajo mi barbilla mientras yo tosía y babeaba de un modo de lo más agradable. Luego me ofreció un vaso de agua y me dijo que me lavara; advertí que era Amelia, no una enfermera. Dije algo romántico como oh, mierda, y empecé a perder el sentido otra vez, y ella me acomodó en la almohada y me colocó la máscara. La oí llamar a una enfermera y me desmayé.

Es extraño cuántos detalles se recuerdan de algunas partes de una experiencia como ésta, y qué pocos de otras. Me dijeron más tarde que dormí quince horas de un tirón después del episodio del vómito. No me habían parecido más de quince segundos. Me desperté como si me hubieran abofeteado; el doctor Jefferson retiraba una hipodérmica de mi brazo.

Ya no llevaba puesta la máscara de oxígeno.

—No trate de sentarse —dijo Jefferson—. Acostúmbrese a lo que le rodea.

—Vale. —Apenas podía enfocar la vista—. Punto número uno: no estoy muerto, ¿verdad? No tomé suficientes pildoras.

—Amelia lo encontró y lo salvó.

—Tendré que darle las gracias.

—¿Con eso quiere decir que va a intentarlo otra vez?

—¿Cuánta gente no lo hace?

—Mucha. —Me tendió un vaso de agua con una pajita de plástico—. La gente intenta suicidarse por diversas razones.

Di un frío sorbo.

—No cree usted que iba en serio.

—Lo creo. Es usted bastante competente en todo lo que hace. Estaría muerto si Amelia no hubiera vuelto a casa.

—Le daré las gracias —repetí.

—Ahora está durmiendo. Ha permanecido a su lado mientras pudo mantener los ojos abiertos.

—Y luego ha venido usted.

—Ella me ha llamado. No quería que se despertara solo. —Sopesó la pistola hipodérmica en su mano—. Decidí ayudarle con un estimulante leve.

Asentí y me senté a medias.

—La verdad es que me siento muy bien. ¿Contrarrestó la droga? El veneno.

—No, ya se han ocupado de eso. ¿Quiere hablar del tema?

—No. —Extendí la mano hacia el vaso de agua y él me ayudó—. No con usted.

—¿Con Amelia?

—Ahora no. —Bebí y pude colocar el vaso en su sitio yo solo—. Supongo que primero quiero conectar con mi pelotón. Ellos comprenderán.

Hubo un largo silencio.

—No va a poder hacer eso.

No comprendí.

—Claro que sí. Es automático.

—Está usted fuera, Julián. Ya no puede ser mecánico.

—Espere. ¿Cree que los miembros de mi pelotón se sorprenderían por esto? ¿Cree que son tan tontos?

—Esa no es la cuestión. ¡Es simplemente que no se les puede obligar a pasar por eso! A mí me han entrenado para ello, y no estoy precisamente ansioso por conectar con usted. ¿Quiere matar a sus amigos?

—Matarlos.

—¡Sí! Exactamente. ¿No cree que es posible que impulse a alguno de ellos a hacer lo mismo? A Candi, por ejemplo. Está al borde de la depresión clínica, en todo caso.

Comprendí que aquello tenía sentido.

—¿Y cuando me cure?

—No. Nunca volverá a ser mecánico. Se le asignará a algún…

—¿Un zapato? ¿Seré un zapato?

—No lo querrán en infantería. Aprovecharán su educación, y le pondrán en un puesto técnico en alguna parte.

—¿En Portobello?

—Probablemente no —dijo—. Conectaría socialmente con los miembros de su pelotón, su ex-pelotón. —Sacudió lentamente la cabeza—. ¿No lo ve? No sería bueno para usted ni para ellos.

—Oh, lo veo, lo veo. Desde su punto de vista, al menos.

—Yo soy el experto —dijo con cuidado—. No quiero que resulte perjudicado y le hagan un consejo de guerra por negligencia… que es lo que sucedería si le dejo volver a su pelotón y algunos de ellos no pueden manejar el hecho de compartir sus recuerdos.

—Hemos compartido los sentimientos de la gente al morir, a veces con gran dolor.

—Pero no volvieron de entre los muertos. No volvieron y discutieron lo deseable que podría ser.

—Puede que esté curado de eso.

Incluso al decirlo, supe lo falso que sonaba.

—Un día, estoy seguro de que lo estará.

Tampoco eso sonaba demasiado convincente.

5

Julián soportó un día más de descanso en cama y luego fue transferido a una «unidad de observación», que era como una habitación de hotel pero que sólo se abría desde fuera, y estaba siempre cerrada. El doctor Jefferson lo visitó día sí día no durante una semana, y una joven y amable terapeuta civil, Mona Pierce, hablaba con él a diario. Al cabo de una semana (para entonces, Julián estaba convencido de que iba a volverse loco) Jefferson conectó con él, y al día siguiente fue dado de alta.

El apartamento estaba demasiado ordenado. Julián fue de una habitación a otra tratando de comprender qué iba mal, y entonces se dio cuenta: Amelia debía de haber contratado a alguien para que fuera a limpiar. Ninguno de los dos tenía talento o instinto para eso. Ella debía de haber averiguado cuándo iban a darlo de alta y gastado unos cuantos pavos en el tema. La cama estaba hecha con precisión militar (un regalo inútil), y sobre ella había una nota con la fecha de aquel día dentro de un corazón.

Hizo café (derramó agua y granitos que limpió luego escrupulosamente) y se sentó ante la consola. Había un montón de correo acumulado, la mayoría embarazoso. Una carta del Ejército dándole un mes de permiso con paga reducida seguido de un destino en el campus, que no estaba ni a un kilómetro de donde vivía.

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