Paz interminable (36 page)

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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Paz interminable
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—¿Parece una agente del FBI que sale a discutir con los polis locales?

—Tal vez tendrías que haberlos llamado de verdad.

El sacudió la cabeza.

—Un derramamiento de sangre innecesario. ¿No la reconoces?

—Me temo que no.

Méndez me había llamado cuando le disparó a la puerta de entrada, por si la reconocía de Portobello.

Antes de salir del edificio, la mujer se metió la pistola en una funda en la cintura y se abrochó el botón superior de su traje, que así fue como una capa, que ocultaba sin coartar sus movimientos. Luego salió con aire inocente por la puerta.

—Muy lista —dije—. Tal vez no sea una oficial. Podría haberla contratado cualquiera.

—O podría ser una loca del Martillo de Dios. Siguieron a Blaze hasta la estación de Omaha.

Cambió a una cámara exterior.

—Ingram tenía autoridad del gobierno, además de ser un chalado. Supongo que ella también podría serlo.

—Estaba seguro de que el gobierno la perdió en Omaha. Si alguien hubiera seguido la limusina, San Bartolomé habría tenido visitas mucho antes que ahora.

La mujer salió y miró en derredor, con el rostro impasible, y caminó por la acera como una turista en una mañana normal, ni lento ni rápido. La cámara tenía un gran angular; se perdió de vista muy rápido.

—¿Deberíamos investigar en los hoteles y tratar de averiguar quién es? —pregunté.

—Quizá no. Aunque consiguiéramos un nombre, podría no servirnos para nada. Y no queremos que nadie relacione San Bartolomé con Guadalajara.

Señalé la pantalla.

—¿Nadie puede seguir esa señal hasta aquí?

—Las imágenes no. Es un servicio Iridium. Los descodifico pasivamente desde cualquier lugar del mundo. —Apagó la pantalla—. ¿Vas a asistir al acontecimiento? —Era el día en que Jefferson e Ingram iban a terminar el proceso de humanización.

—Blaze se preguntaba si debería ir. Mis sentimientos hacia Ingram siguen siendo bastante primitivos.

—No veo por qué. Sólo trató de asesinar a tu mujer y luego también a ti.

—Por no mencionar el insulto a mi masculinidad y su intento de destruir el universo. Pero tengo que pasarme por la clínica esta tarde, de todas formas, para que me jodan la memoria. Bien podría ver al Chico Maravillas en acción.

—Infórmame. Voy a quedarme ante la pantalla durante un par de días, por si la «agente Simone» intenta hacernos otra visita.

Naturalmente yo no podría darle informe alguno, porque el encuentro con Ingram estaba relacionado con todo el material que me iban a borrar, o al menos eso suponía: no podría recordar su ataque a Amelia sin recordar lo que ella había hecho para atraer su atención.

—Buena suerte. Quizá deberías hacer una comprobación con Marty. Su general tal vez tenga algún modo de acceder a los archivos de personal del FBI.

—Buena idea. —Se levantó—. ¿Una taza de café?

—No, gracias. Pasaré el resto de la mañana con Blaze. No sabemos quién voy a ser mañana.

—Aterradora perspectiva. Pero Marty jura que es totalmente reversible.

—Eso es verdad.

Pero Marty continuaría con el plan aunque eso significara correr el riesgo de que mil millones o más de personas murieran o perdieran la cordura. Tal vez el hecho de que yo perdiera o conservara mis recuerdos no puntuaba demasiado alto en su lista de prioridades.

La mujer que se llamaba a sí misma Audrey Simone, cuyo nombre de célula era Gavrila, nunca regresaría al monasterio. Había aprendido lo suficiente allí.

Tardó más de un día en montar un mosaico de imágenes Iridium de los dos vehículos azules avanzando desde Dakota del Norte hasta Guadalajara. Por gracia de Dios, la última imagen tenía una sincronización perfecta: el camión había desaparecido y el autobús hacía señales para girar a la izquierda y entrar en un aparcamiento subterráneo. Usó una parrilla para encontrar la dirección y no le sorprendió que resultara ser una clínica para instalar conectores. Esa práctica atea estaba en el meollo de todo, obviamente.

El general Blaisdell le consiguió transporte para Guadalajara, pero tuvo que esperar seis horas a que llegara un paquete expreso. No había tiendas de deportes en Dakota del Norte donde pudiera sustituir la munición que había gastado abriendo las puertas, balas dum-dum para Magnum que no disparan las alarmas de los detectores del aeropuerto. No quería quedarse sin ellas, si tenía que abrirse paso hasta la científico pelirroja. Y quizás hasta Ingram.

Ingram y Jefferson estaban sentados juntos, vestidos con el color azul del hospital, en sillas de respaldo recto de costosa teca o de caoba. Pero al principio no me fijé en la madera. Advertí que Jefferson tenía una expresión serena y relajada que me recordó la de los Veinte. La expresión de Ingram era literalmente ilegible, y tenía las dos muñecas esposadas a los brazos del asiento. Había un semicírculo de veinte sillas frente a ellos en la habitación blanca y redonda. Era un quirófano, con paredes luminosas para mirar placas de rayos X o transparencias de positrones.

Amelia y yo ocupamos los últimos sitios vacíos.

—¿Qué le pasa a Ingram? —pregunté—. ¿No ha funcionado?

—Simplemente se apagó —me dijo Jefferson—. Cuando se dio cuenta de que no podía resistirse al proceso, entró en una especie de estado catatónico. No salió de él cuando lo desconectamos.

—Tal vez esté fingiendo —dijo Amelia, probablemente recordando la sala de conferencias de San Bartolomé—, esperando una oportunidad para golpear.

—Por eso está esposado —contestó Marty—. Ahora es impredecible.

—No está aquí —dijo Jefferson—. He conectado con más gente que todos los de esta habitación juntos, y nunca ha pasado nada como esto. No te puedes desconectar mentalmente, pero eso es lo que ha hecho al parecer. Como si decidiera tirar del cordón.

—No habla precisamente a favor de la humanización —le dije a Marty—. ¿Funciona con todos menos con los psicópatas?

—Ésa es la palabra que utilizaban para describirme —dijo Ellie, santa y serena—. Y era adecuada. —Había asesinado a su marido y sus hijos rociándolos con gasolina—. Pero el proceso funcionó conmigo, y aún funciona después de todos estos años. Sin él, sé que me habría vuelto loca; habría seguido loca.

—El término «psicópata» abarca un campo muy extenso —repuso Jefferson—. Ingram es un moralista, a pesar de que haya hecho repetidamente cosas que todos nosotros consideramos escandalosamente inmorales.

—Cuando conecté con él, reaccionó a mi escándalo con una especie de imperturbable condescendencia —dije—. Yo era un caso sin esperanza que no podía entender la justicia de las cosas que había hecho. Eso fue el primer día.

—Lo aflojamos un poco los dos días siguientes —dijo Jefferson—. Pero no para desaprobarlo; tratando de comprender.

—¿Cómo se puede «comprender» a alguien capaz de obedecer la orden de violar a una mujer y luego mutilarla de una manera específica? La dejó atada y amordazada, para que muriera desangrándose. Ni siquiera es humano.

—Pero lo es, y por extraña que sea su conducta, sigue siendo una conducta humana. Creo que eso es lo que lo desconectó… nos negábamos a verlo como una especie de ángel vengador.

»Para nosotros era sólo un hombre profundamente enfermo al que tratábamos de ayudar. Podía reírse de nuestra condena, y no aceptó la caridad y el amor cristiano de Ellie. O, en ese aspecto, mi propio desapego profesional.

—Ya debería haber muerto —dijo la doctora Orr—. No ha tomado nada de comida ni de agua desde el tercer día. Lo mantenemos con intravenosas.

—Una pérdida de glucosa —comenté.

—Sabes que no. —Marty agitó los dedos ante la cara de Ingram, que no parpadeó siquiera—. Tenemos que averiguar por qué sucedió esto, y si va a ser muy común.

—Común no —dijo Jefferson—. Estuve con él antes, durante y después de su retiro o dondequiera que ahora esté. Desde el principio, fue como contactar con una especie de alien, o un animal.

—Éso lo acepto —dije.

—Pero sin embargo era muy analítico —respondió Jefferson—. Nos estudiaba intensamente desde el principio.

—Estudiaba lo que sabíamos de la conexión —dijo Ellie—. No le interesaba nadie como persona. Pero hasta entonces sólo había conectado de una forma limitada y comercial, y ansiaba absorber nuestra experiencia.

Jefferson asintió.

—Tenía una rica fantasía que extrapoló a partir de la conexión. Quería estar conectado con un hombre y matarlo.

—O con una mujer —dijo Amelia—, como yo, o esa pobre que violó e hizo pedazos.

—La fantasía era siempre masculina —dijo Ellie—. No ve a las mujeres como dignas oponentes. Y no tiene mucho impulso sexual… cuando violó a esa mujer, su pene era un arma más.

—Una extensión de su yo, como todas sus armas —dijo Jefferson—. Está más obsesionado con las armas que ningún otro soldado con el que haya conectado.

—Perdió su oportunidad. Conozco a algunos tipos con los que se habría llevado muy bien.

—No lo dudo —dijo Marty—. Lo cual le convierte en un objeto de estudio mucho más importante. Algunos miembros de los pelotones cazador-matador tienen similares tendencias de personalidad. Tenemos que encontrar un medio de impedir que esto suceda.

Buen provecho, pensé, pero no lo dije.

—¿Entonces no vas a venir conmigo mañana? ¿Te quedas aquí?

—No, iré a Portobello. El doctor Jefferson trabajará con Ingram para ver si puede hacerlo regresar con una combinación de drogas y terapia.

—No sé si desearte suerte. Realmente lo prefiero así.

Tal vez era sólo mi imaginación, pero me pareció que el hijo de puta recuperaba un destello de expresión al oír eso. Tal vez debiéramos de enviar a Marty solo a Portobello, y dejar que yo me quedara aquí para sacarlo de su catatonía.

Julián y Marty perdieron por sólo unos minutos la oportunidad de compartir el aeropuerto de Guadalajara con la mujer que había ido allí a matar a Amelia. Subieron a un vuelo militar con destino a Portobello mientras ella cogía un taxi que la llevó desde el aeropuerto al hotel situado frente a la clínica. Jefferson se alojaba allí, lo cual no era ninguna coincidencia, así como otros dos de los Veinte: Ellie y el antiguo soldado Cameron.

Jefferson y Cameron estaban desayunando en la cantina del hotel cuando ella entró a pedir una taza de café para llevársela a su habitación.

Los dos la miraron automáticamente, como hacen los hombres cuando una mujer hermosa hace su entrada, pero Cameron no apartó los ojos.

Jefferson se echó a reír e imitó la voz de un popular cómico.

—Jim… si no dejas de mirarla de esa forma, va a venir a darte una torta.

Los dos hombres se habían hecho amigos, pues ambos se habían abierto paso desde el mismo origen: los suburbios negros de clase baja de Los Angeles.

Cameron se dio la vuelta con expresión cuidadosa y dijo en voz baja:

—Zam, puede que haga más que darme una torta. Me matará sólo por practicar.

—¿Qué?

—Apuesto a que ha matado a más gente que yo. Tiene esa expresión de francotiradora: todo el mundo es un blanco potencial.

Jefferson echó una ojeada con disimulo.

—Se comporta como un soldado. O cierto tipo de paciente. Obsesivo-compulsivo.

—¿Qué tal si no le pedimos que se una a nosotros?

—Buena idea.

Pero cuando dejaron la cantina, unos minutos más tarde, volvieron a encontrarse con ella. Trataba de entenderse con la empleada de noche, una asustada adolescente cuyo inglés no era muy bueno. El español de Gavrila era aún peor.

Jefferson se acercó al rescate.

—¿Puedo servirle de ayuda? —preguntó en español.

—Usted es americano —dijo Gavrila—. ¿Quiere preguntarle si ha visto a esta mujer?

Era una foto de Blaze Harding.

—¿Entiende lo que le está preguntando? —le dijo a la encargada.

—Sí, claro. —La muchacha abrió ambas manos—. He visto a la mujer; ha venido a comer varias veces. Pero no se aloja aquí.

—Dice que no está segura —tradujo Jefferson—. La mayoría de los americanos le parecen iguales.

—¿La ha visto usted? —preguntó Gavrila.

Jefferson estudió la foto.

—No puedo decir que sí. ¿Jim?

Cameron se acercó.

—¿Has visto a esta mujer?

—No lo creo. Muchos americanos vienen y van.

—¿Es usted de la clínica?

—Estoy de visita. —Jefferson advirtió que había vacilado un instante demasiado largo—. ¿Es una paciente?

—No lo sé. Lo único que sé es que está aquí.

—¿Qué quiere de ella? —preguntó Cameron.

—Sólo hacerle unas preguntas. Asunto del gobierno.

—Bueno, estaremos ojo avizor. ¿Usted es…?

—Francine Games. Habitación 126. Agradecería mucho toda la ayuda que pudieran prestarme.

—Claro. —La vieron marcharse—. ¿Es esto una mierda completa o no? —susurró Cameron.

—Tenemos que conseguir una foto suya y enviársela al general de Marty. Si el Ejército va tras Blaze, probablemente pueda deshacerse de ella.

—Pero no crees que sea del Ejército.

—¿Tú sí?

Cameron vaciló.

—No lo sé. Cuando te ha mirado, y cuando me ha mirado a mí, lo ha hecho primero al centro del pecho y luego entre los ojos. Buscando un blanco. Yo no haría ningún movimiento brusco estando cerca de ella.

—Si es del Ejército, es una cazadora-matadora.

—No existía ese término cuando yo estaba en el servicio. Tengo experiencia, y sé que ha matado a un montón de gente.

—Una Ingram femenina.

—Podría ser aún más peligrosa que Ingram. Ingram parece lo que es. Ella parece…

—Sí. —Jefferson miró la puerta del ascensor que acababa de ser agraciado con su presencia—. Claro que sí.

Sacudió la cabeza.

—Tomémosle una foto para llevarla a la clínica cuando regrese Méndez. —Estaba en Ciudad de México, buscando materias primas para la nanofragua—. Una especie de loca irrumpió en San Bartolomé.

—No se le parece —dijo Cameron—. Era fea y tenía el pelo rojo y rizado.

En realidad, llevaba una peluca y una máscara de presión.

Entramos directamente en el Edificio 31, sin problemas. Para su ordenador, Marty era un general de brigada que había pasado la mayor parte de su carrera en puestos académicos. Más o menos como mi antiguo yo.

O no. La modificación de memoria era perfecta, pero creo que si hubiera conectado con alguien de mi antiguo pelotón (cosa que debía de haberse hecho como medida de seguridad; tuvimos suerte), ese alguien habría sabido inmediatamente que algo iba mal. Estaba demasiado sano. Todos habían sentido mi problema y, de un modo que no puede expresarse con palabras, siempre habían «estado allí»; siempre me habían ayudado a pasar de un día al siguiente. Sería tan evidente como si un viejo amigo apareciera sin la cojera que había tenido toda la vida.

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