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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

Petirrojo (2 page)

BOOK: Petirrojo
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Un nuevo carraspeo: «Punto veintiocho, sobrepasado».

—Ése es el penúltimo punto del distrito policial de Romeriket —observó Harry—. El siguiente punto de paso es Karihaugen y, después, son nuestros.

—¿Por qué no pueden hacer como hemos hecho siempre, simplemente decir por dónde está pasando el cortejo, en lugar de la pesadez de tanto número? —preguntó Ellen en tono quejumbroso.

—¡Adivínalo!

Ambos respondieron a coro: «¡Cosas del Servicio Secreto!». Y se echaron a reír.

—Punto veintinueve, sobrepasado.

Harry miró el reloj.

—Vale, los tendremos aquí dentro de tres minutos. Cambiaré la frecuencia del transmisor a la del distrito policial de Oslo. Haz el último control

Un sonido áspero y disonante surgió de la radio mientras Ellen cerraba los ojos para concentrarse en las confirmaciones que se sucedían. Finalmente, colgó el micrófono en su lugar.

—Todo el mundo listo y en su puesto.

—Gracias. Ponte el casco.

—¡¿Como?! De verdad, Harry…

—Ya me has oído. ¡Que te pongas el casco tú también!

—Es que me queda pequeño.

Otra voz se dejo oír: «Punto uno, superado».

—¡Joder! A veces eres tan… poco profesional.

Ellen se encajó el casco, ajustó la barbillera y cerró la hebilla.

—Yo también te quiero —declaró Harry mientras estudiaba con los prismáticos la carretera que tenían ante sí—. Ya los veo.

En la parte superior de la pendiente que conducía hacia Karihaugen se distinguían destellos de metal. Harry sólo veía de momento el primer coche de la fila, pero conocía bien la continuación: seis motocicletas conducidas por agentes especialmente entrenados de la sección de escoltas de la policía noruega, dos coches de escolta noruegos, un coche del Servicio Secreto, dos Cadillac Fleetwood idénticos, vehículos especiales del Servicio Secreto, traídos en avión desde Estados Unidos, en uno de los cuales viajaba el presidente, aunque se mantenía en secreto en cuál. O tal vez iba en los dos, se dijo Harry. Uno para Jekyll y otro para Hyde. A continuación iban los vehículos de mayor tamaño, el coche del Servicio Médico, el de comunicaciones y varios del Servicio Secreto.

—Todo parece tranquilo —concluyó Harry mientras movía los prismáticos despacio, de derecha a izquierda.

El aire reverberaba sobre el asfalto, pese a que hacía una fría mañana de noviembre.

Ellen vio la silueta del primer coche. Dentro de media hora habrían dejado atrás la estación de peaje y tendrían superada la mitad del trabajo. Y, dos días después, cuando los mismos coches pasaran ante la estación de peaje en sentido contrario, Harry y ella podrían volver a sus tareas policiales habituales. Ella prefería vérselas con cadáveres en el grupo de delitos violentos a tener que levantarse a las tres de la madrugada para sentarse en un frío Volvo junto con un irascible Harry, visiblemente presionado por la responsabilidad que había recaído sobre él.

A excepción de los resoplidos recurrentes de Harry, reinaba en el coche el silencio más absoluto. Ella comprobó que los indicadores de ambos aparatos de radio funcionaban perfectamente. La hilera de coches llegaba ya casi hasta el final. Decidió que, después del trabajo, se iría a Tørst y bebería hasta emborracharse. Había allí un tipo con el que había intercambiado alguna mirada, tenía el cabello negro y rizado y ojos castaños de mirada algo desafiante. Delgado. Con un aire un tanto bohemio, intelectual. Tal vez…

—¡¿Qué co…?!

Harry ya se había hecho con el micrófono: «Hay una persona en la tercera cabina desde la izquierda. ¿Alguien puede identificarla?».

La radio respondió con un silencio crepitante mientras la mirada de Ellen pasaba rápida por la hilera de cabinas. ¡Allí! Vio la espalda de un hombre tras el cristal marrón de la ventanilla, a tan sólo 45 metros de donde se encontraban. A contraluz, la sombra dibujaba una silueta muy clara. Al igual que la de la breve porción de un cañón que sobresalía por la espalda del individuo.

—¡Un arma! —gritó Ellen—. ¡Tiene una pistola automática!

—¡Mierda!

Harry abrió la puerta del coche de una patada, se agarró al marco con las dos manos y salió de un salto. Ellen miraba fijamente la columna de coches, que no podía estar a más de cien metros de allí. Harry asomó la cabeza al interior del coche.

—No es ninguno de los nuestros, pero puede ser alguien del Servicio Secreto —aseguró—. Llama al cuartel general —dijo con el revólver en la mano.

—Harry…

—¡Vamos! Y quédate donde estás hasta que el cuartel general te confirme que es uno de sus hombres.

Harry empezó a correr hacia la cabina y hacia aquella espalda cubierta por un traje. Parecía el cañón de una ametralladora Uzi. El frío aire de la mañana le hería los pulmones.

—¡Policía! —gritó—.
Police!

Ninguna reacción. Los gruesos cristales de las cabinas estaban pensados para aislar del ruido del tráfico. El hombre había girado la cabeza hacia la hilera de vehículos y Harry pudo ver los cristales oscuros de las gafas de sol Ray-Ban. El Servicio Secreto. O alguien que quería hacerse pasar por uno de ellos.

Estaba a veinte metros.

¿Cómo se habría metido en aquella cabina cerrada, si no era uno de ellos? ¡Demonios! Harry oyó que las motos se acercaban. No alcanzaría la cabina a tiempo.

Quitó el seguro y apuntó mientras rogaba que el claxon del coche quebrantase la calma de aquella extraña mañana en una autopista cortada en la que él, desde luego, en ningún momento había sentido el menor deseo de encontrarse. Las instrucciones eran claras, pero no conseguía dejar de pensar:

Chaleco ligero. Sin comunicación. Dispara, no es culpa tuya. ¿Tendrá familia?

El cortejo aparecía justo detrás de la cabina y se acercaba con rapidez. En dos segundos, los Cadillac estarían a su altura. Por el rabillo del ojo izquierdo vio el leve movimiento de un pajarillo que alzó el vuelo desde el tejado.

Apostar o no apostar…, ese tipo de dilemas eternos.

Pensó en el escaso espesor del chaleco, bajó el revólver un par de centímetros. El rugir de las motocicletas era ensordecedor.

Capítulo 2

OSLO

Martes, 5 de Octubre de 1999

—Ésa es, precisamente, la gran traición —afirmó el hombre bien afeitado mirando sus notas.

La cabeza, las cejas, los musculosos brazos, incluso las grandes manos que se aferraban a la tribuna: todo parecía recién afeitado y limpio. Se inclinó hacia el micrófono, antes de proseguir:

—Desde el año 1945, los enemigos del nacionalsocialismo han sentado las bases, han desarrollado y practicado sus principios democráticos y económicos. Como consecuencia de ello, el mundo no ha visto que el sol se ponga un solo día sin actos bélicos. Incluso en Europa hemos vivido guerras y genocidios. En el tercer mundo, millones de personas mueren de hambre; y Europa se ve invadida por la inmigración masiva con el consiguiente caos y la necesidad de luchar por la existencia.

En este punto se detuvo y echó una ojeada a su alrededor. En la sala reinaba un silencio sepulcral y tan sólo uno de los oyentes que ocupaban los bancos a su espalda aplaudió tímidamente. Cuando, reavivado su entusiasmo, decidió continuar, la señal luminosa que había bajo el micrófono parpadeó en rojo, claro anuncio de que las ondas llegaban distorsionadas al receptor.

—Por otro lado, no es muy grande la distancia que separa el despreocupado bienestar en que nos hallamos inmersos y el día en que nos veamos obligados a confiar en nosotros mismos y en la gente que nos rodea. Una guerra, una catástrofe económica o ecológica…, y toda esa red de leyes y reglas que nos han convertido a todos con tanta rapidez en clientes pasivos de los servicios sociales desaparecerá de un plumazo. La otra gran traición fue anterior, la del 9 de abril de 1940, cuando nuestros llamados dirigentes nacionales huyeron del enemigo para salvar su pellejo. Y se llevaron las reservas de oro, claro está, para así poder financiar la lujosa vida que pensaban llevar en Londres. Ahora volvemos a tener al enemigo en casa. Y aquellos que deberían defender nuestros intereses vuelven a traicionarnos. Permiten que el enemigo construya mezquitas entre nosotros, que robe a nuestros ancianos y que mezcle su sangre con la de nuestras mujeres. De modo que, simplemente, es nuestra obligación como noruegos defender nuestra raza y eliminar a nuestros traidores.

Dicho esto, pasó a la página siguiente, pero un carraspeo procedente del podio que tenía ante sí lo hizo detenerse y alzar la vista.

—Gracias, creo que hemos oído suficiente —aseguró el juez mirando por encima de las gafas—. ¿Tiene el fiscal más preguntas que hacerle al acusado?

El sol entraba en diagonal por la ventana e inundaba la sala de vistas número 17 del tribunal de primera instancia de Oslo formando un ilusorio halo luminoso sobre la calva del sujeto. Llevaba una camisa blanca y una corbata muy estrecha, probablemente por consejo de su defensor, Johan Krohn, que precisamente estaba repantigado en la silla jugueteando con un bolígrafo que sostenía entre los dedos índice y corazón. A Krohn le disgustaba casi todo en aquella situación. Le disgustaba el curso que habían tomado las preguntas del fiscal, las abiertas declaraciones programáticas de su cliente, Sverre Olsen, y el hecho de que a éste le hubiese parecido oportuno arremangarse la camisa permitiendo así que tanto el juez como los dos ayudantes pudiesen contemplar los tatuajes en forma de tela de araña que lucía en ambos codos y la serie de cruces gamadas plasmadas en el brazo izquierdo. En el derecho tenía tatuada una cadena de símbolos nórdicos y la palabra
VALKYRIA
en letras góticas de color negro. Valkyria era el nombre de una de las bandas que había formado parte del entorno neonazi de Sæterkrysset, en Nordstrand.

Pese a todo, lo que más irritaba a Johan Krohn era algo que no concordaba, algo que había caracterizado el curso de todo el juicio, sólo que no se le ocurría qué podía ser.

El fiscal, un hombre menudo llamado Herman Groth, inclinó hacia sí el micrófono con el dedo meñique en el que lucía el sello con el símbolo del colegio de abogados.

—Tan sólo un par de preguntas adicionales, señoría —dijo en tono suave y contenido.

El micrófono mostró luz verde.

—Cuando, el tres de enero, a las nueve de la noche, entraste en el establecimiento denominado Dennis Kebab, de la calle Dronningen, fue, pues, con la clara intención de cumplir con tu parte de ese deber que mencionas de defender, según dices, nuestra raza, ¿no es cierto?
1

Johan Krohn se lanzó sobre el micrófono:

—Mi cliente ya ha contestado a esa pregunta y ha aclarado que se produjo un altercado entre él y el dueño vietnamita del establecimiento. —Luz roja—. Lo provocaron —sostuvo Krohn—. No hay fundamento alguno que apoye la tesis de la premeditación.

Groth cerró los ojos.

—Si es cierto lo que dice tu defensor, Olsen, hemos de admitir que fue pura casualidad que llevases bajo el brazo un bate de béisbol, ¿cierto?

—Para defenderse —interrumpió Krohn mientras alzaba los brazos en gesto resignado—. Señoría, mi cliente ya ha respondido a esas preguntas.

El juez se acariciaba la barbilla en tanto que observaba al abogado defensor. Todos sabían que Johan Krohn hijo estaba destinado a ser una estrella como abogado defensor; todos, incluido Johan Krohn padre, y, con toda probabilidad, fue esto lo que movió al juez a admitir, con cierto enojo:

—Estoy de acuerdo con la defensa. Si el fiscal no tiene apreciaciones nuevas que hacer, he de pedirle que continúe.

Groth abrió los ojos de modo que quedase una delgada línea blanca en las partes superior e inferior del iris. Después asintió y, con gesto cansado, alzó una mano en la que sostenía un periódico.

—Esto es un ejemplar del diario
Dagbladet,
del día veinticinco de enero. En la entrevista publicada en la página ocho, uno de los correligionarios del acusado dice…

—¡Protesto! —comenzó Krohn.

Groth lanzó un suspiro.

—Bien, permítanme que lo modifique sustituyéndolo por un varón que expresa opiniones racistas.

El juez asintió al tiempo que lanzaba a Krohn una mirada de advertencia. Groth prosiguió:

—Este hombre asegura en un comentario al acto de vandalismo sufrido por el establecimiento Dennis Kebab que necesitamos más racistas como Sverre Olsen para recuperar Noruega. En la entrevista se utiliza el término «racista» como si de un calificativo honorable se tratase. ¿Se considera el acusado a sí mismo un racista?

—Así es, soy racista —sostuvo Olsen antes de que Krohn tuviese tiempo de intervenir—. En el sentido que yo le atribuyo a la palabra.

—Y ¿qué sentido es ése? —preguntó Groth con una sonrisa.

Krohn cerró los puños debajo de la mesa y miró hacia la tribuna, a las dos personas que constituían el jurado popular y que ocupaban sendos asientos a ambos lados del juez. Aquellas tres personas eran las que decidirían sobre el futuro de su cliente en los próximos años, así como sobre su propio estatus en el restaurante Tostrupkjelleren en los próximos meses. Dos representantes del pueblo llano, del sentido popular de la justicia. «Jueces legos», los llamaban, pero tal vez ellos considerasen que esa denominación recordaba demasiado a «jueces de juego». El jurado popular que estaba sentado a la derecha del juez era un joven que vestía un traje de chaqueta de aspecto barato y comedido, y que apenas se atrevía a alzar la mirada. La joven, algo entrada en carnes, que ocupaba el asiento de la izquierda, parecía fingir que seguía el juicio mientras aprovechaba para estirar el cuello de modo que su incipiente papada no se advirtiese desde las gradas de la sala. El noruego medio. ¿Qué sabían ellos de gente como Sverre Olsen? ¿Qué querían saber?

Ocho testigos habían visto a Sverre Olsen entrar en el restaurante con un bate de madera bajo el brazo y, tras un breve intercambio de improperios, golpear con él en la cabeza al propietario, Ho Dai, un vietnamita de cuarenta años que había llegado por mar a Noruega como refugiado allá por 1978. Y lo había golpeado con tal violencia que Ho Dai jamás pudo volver a caminar. Cuando Olsen empezó a hablar, Johan Krohn hijo había empezado a dar forma en su mente a la apelación en el tribunal de segunda instancia.


«Raz-ismo
—leyó Olsen una vez que hubo encontrado lo que quería en los documentos—. Es una lucha eterna contra las enfermedades graves, la degeneración y el exterminio, así como el sueño y la esperanza de una sociedad más sana con mejor calidad de vida. La mezcla de razas es una forma de genocidio bilateral. En un mundo en que se planifica la instauración de bancos de genes para conservar al más insignificante escarabajo, se acoge con general aceptación el que se mezclen y aniquilen razas humanas que llevan desarrollándose miles de años. En un artículo de 1971 publicado en la respetada revista
American Psychologist,
cincuenta científicos estadounidenses y europeos advertían del peligro de silenciar la argumentación de la teoría de la herencia genética.»

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