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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados (10 page)

BOOK: Predestinados
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Después de leer la tragedia de cabo a rabo, siguió sin tener ni la más remota idea de cómo relacionarla con sus propias circunstancias. Las furias deseaban que matara a Lucas, eso lo tenía claro, pero si lo hacía, ¿la perseguirían por haber cometido un asesinato? Le daba la sensación de que las furias no conocían el significado de «justicia», si rogaban que asesinaras a alguien para después castigarte por cometer tal crimen. Se trataba de un círculo vicioso sin fin, y Helena continuaba sin saber cómo había empezado todo. Las furias habían aparecido sin más en su vida, como si se hubieran trasladado a Nantucket junto con la familia Delos.

De repente, la adrenalina le empezó a correr por las venas. ¿Era posible que los Delos fueran unos asesinos? Había algo que la empujaba a no creérselo. Lucas había gozado de varias oportunidades para arrebatarle la vida y, sin embargo, no lo había hecho. Incluso se había enfrentado a una desconocida para salvarla. A Helena no le cabía ninguna duda de que él ansiaba matarla, pero el hecho era que jamás le había levantado la mano. Si en algún momento le había hecho daño, había sido en defensa propia. Helena apagó el ordenador y bajó al comedor en busca de su padre. Al no encontrarle en casa, corrió hacia el coche y cogió el teléfono móvil del asiento del copiloto. Jerry le había enviado un mensaje de texto diciendo que aún estaba en casa de Kate. Helena comprobó la hora, eran las tres de la tarde. ¿Qué demonios estaba haciendo aún allí? Se le ocurrió una idea fantástica, aunque le resultaba un poquito repugnante.

Tendría sentido que Jerry y Kate empezaran a salir. Se lo pasaban en grande en mutua compañía, trabajaban en armonía juntos y resultaba más que evidente que se preocupaban el uno por el otro. Kate era más joven que su padre y, sin duda alguna, podría conseguir a cualquier chico que se propusiera, pero no creía que pudiera encontrar a un hombre más bueno que su padre. Y, definitivamente, Jerry se merecía empezar de nuevo y pasar página. La madre de Helena le había tratado como a un perro y él jamás lo había superado, lo cual hacía que se sintiera mal.

Acarició el colgante de su collar favorito. Por enésima vez en su vida estaba considerando seriamente quitárselo, pero sabía que no lo haría. Cada vez que había intentado salir a la calle sin el collar, no podía evitar obsesionarse con él, imaginándoselo sin parar. Al final siempre acababa rindiéndose y volvía a atárselo alrededor del cuello para recuperar su paz y tranquilidad mental. Helena se dio cuenta de que a lo mejor eso significaba que quizá sufría algún trastorno maternal grave, pero comparado con el resto de las cosas que no acababan de encajar, aquel era el menor de sus problemas. De repente, emergió una imagen en su cabeza: el rostro de Lucas a menos de un palmo del suyo, con los ojos cerrados y ambos rodeados de una oscuridad absoluta. Tenía que inventarse algo que hacer para distraerse antes de empezar a arrojar objetos al suelo, así que decidió que iría al supermercado.

El término oficial de «esclavo de la cocina», acuñado por la propia Helena, consistía en un sistema de semanas alternas que empezó en cuanto ella cumplió la edad mínima para cocinar y, aunque su turno comenzaba el domingo por la mañana, la nevera estaba vacía. Confeccionó una lista, cogió el dinero destinado a los gastos de la casa del bote de galletas y condujo hasta el supermercado en el coche de Kate. Le llamó la atención el gigantesco y lujoso todoterreno del aparcamiento y meneó la cabeza con desaprobación. La isla estaba repleta de personas que se paseaban con vehículos que ni tan siquiera cabían por los antiguos callejones de adoquines, pero, por alguna razón que desconocía, aquel vehículo le provocaba aún más fastidio. A pesar de ser un coche híbrido y a sabiendas de que no contaminaba en exceso el medioambiente, se sentía irritada.

Cogió un carrito de la compra y lo empujó hacia el interior de la tienda. En cuanto saludó con la mano a unos compañeros del instituto que se ganaban un dinero extra trabajando como cajeros del supermercado, empezó a oír los murmullos de las tres hermanas. Se planteó la opción de salir corriendo de allí, pero, a estas alturas, todo el instituto creía que estaba como una cabra. Si desaparecía del supermercado como si hubiera visto un fantasma, los rumores sobre ella jamás cesarían.

De modo que continuó empujando el carrito sin alzar la mirada, evitando así observar a las furias, aunque nada pudo hacer para impedir escuchar sollozos. Debía moverse con velocidad y comprar las cosas que necesitaba lo más rápido posible. Dedicó un solo instante a compadecerse por lo injusta que era su situación. No se merecía que alguien la atormentara de tal manera. No era justo. Se deslizó con brío por el supermercado, cogiendo tan solo alimentos que necesitaba para un par de días. De repente, el frenesí de pensamientos fue interrumpido por voces, voces humanas, que provenían del pasillo lateral.

—Ella no debería estar aquí —dijo una voz joven aunque muy seria.

Helena supuso que era Casandra.

—Lo sé —respondió una voz masculina que Helena adivinó que pertenecía a Jasón—. Tenemos que encontrar el modo de llegar a ella. No creo que Lucas pueda soportarlo mucho más tiempo.

Helena se quedó paralizada. ¿Qué quería decir con lo de «llegar a ella»? Permaneció inmóvil en mitad del pasillo, pensando a cámara lenta, hasta que se dio cuenta de ambos estaban doblando la esquina, adentrándose en su pasillo. En un intento de pasar desapercibida, Helena se escondió detrás de un hombre que estaba justo a su lado. El llanto de las furias era tan atronador que incluso resultaba doloroso.

Dio media vuelta y, tras echar la cabeza hacia atrás para no colisionar con ese muro de musculatura, se dio cuenta que estaba frente a un descomunal pecho masculino. Bajo unos rizos dorados, una mirada azul brillante taladró la de Helena. A la jovencita se le antojó que aquel extraño fácilmente podía confundirse con la versión rubia del
Adán
de Miguel Ángel, que hasta entonces había decorado la cúpula de la Capilla Sixtina y que ahora merodeaba en tres dimensiones por el mundo. Jamás le había tenido tanto pavor a nadie en su vida.

De manera automática, dio un paso atrás y salió escopeteada sin dejar de empujar el carrito de la compra. El aire apenas le llegaba a los pulmones y, casi sin aliento, dio un traspié; el miedo había entorpecido todos sus movimientos. Entonces se produjo un destello momentáneo de luz trémula y el joven se alejó de ella a toda prisa mientras su cuerpo se convulsionaba con espasmos.

Helena olisqueó la combinación repugnante de cabello quemado y ozono que siempre le hacía pensar que había actuado mal. Mientras escudriñaba al monstruo rubio que se erguía ante ella, se le pasó por la mente la imagen del transbordador de Nantucket e intentó recuperar del olvido qué había sucedido aquel día exactamente. Tras unos instantes de aturdimiento, el extraño se recuperó y se inclinó hacia Helena esbozando una sonrisa maligna y demoniaca en su rostro angelical. Estaban tan cerca que incluso notó el calor que desprendía su cuerpo.

—¡Héctor! —ordenó una voz familiar.

Helena solo contó un segundo para certificar que se trataba de Lucas, quien, de inmediato, la agarró por el hombro para arrastrarla lejos del Goliat que estaba hecho su primo. De forma instantánea, el miedo se convirtió en ira. Helena rodeó a Lucas y sacudió el brazo hasta soltarse.

—No me toques —bufó, algo mareada—. ¿Se puede saber por qué no puedes mantenerte alejado de mí?

—¿Se puede saber por qué no puedes quedarte en casa? —le contestó—. ¿No te divertiste suficiente en el callejón anoche?

—¡Tengo que hacer recados! No creerás que voy a quedarme escondida en mi habitación el resto de mi vida mientras unas mujeres… —En ese instante, Helena se dio cuenta de que había empezado a chillar, así que hizo una breve pausa y bajó el tono de voz antes de continuar—. ¿Todavía me persigues?

—Tienes suerte de que siga haciéndolo. Ahora, vete a casa —gruñó tras agarrarla por el brazo otra vez.

—Ten cuidado, Luke —advirtió Héctor, pero Lucas solo sonrió.

—Aún no puede controlarlo —contestó.

—¿Controlar el qué? —escupió Helena, furiosa; estaba llegando al límite de su paciencia.

—Ahora no es el momento. Ni el lugar —susurró Jasón con voz entrecortada.

Lucas asintió, demostrándole así que estaba de acuerdo, y empujó a Helena hacia la puerta. La chica volvió a liberarse con violencia de Lucas. Sin inmutarse, el joven la cogió de la mano y la sujetó con fuerza. Helena tenía dos opciones. Podía iniciar otra pelea delante de toda la tienda, y de sus clientes y trabajadores, o podía salir tranquilamente de allí cogida de la mano del chico más despreciable y vil del mundo libre. Se sentía tan frustrada que le daba la sensación de que un grito reprimido le retorcía los pulmones, pero no tenía elección.

Lucas arrastró a la fuerza a la joven por toda la tienda, pasando por delante de una belleza con cabello castaño que Helena suponía era su otra prima, Ariadna, quien, al verla, le dedicó una sonrisa de compasión. A ella las furias también le ponían los pelos de punta, de eso Helena no tenía la menor duda. Durante un instante, pensó en responderle con el mismo gesto, pero no gozaba del mismo autocontrol que Ariadna. Estaba demasiado enfadada como para manejar aquella situación. Si aquella chica era capaz de ser amable en un momento tan crítico, sin duda alguna debía de ser la persona más agradable del mundo.

—Ni te atrevas a mirar a mi hermana —rugió Lucas apretando los dientes mientras jalaba con brutalidad la mano de Helena al pasar junto a la pequeña Casandra.

La niña abrió la boca para decirle algo a su hermano, pero rápidamente la cerró y se dio media vuelta.

—No tengo comida en casa. ¿Qué se supone que tengo que hacer para cenar? —gruñó Helena con la garganta reseca.

—¿Acaso te parece que me importa? —respondió mientras la sacaba a rastras de la tienda.

—No puedes tratarme así —dijo Helena mientras avanzaban por el aparcamiento—. Nos odiamos. De acuerdo. Entonces, ¿por qué no nos mantenemos alejados y punto?

—¿Y cómo es que eso no ha funcionado hasta ahora? —preguntó Lucas con frustración en vez de sarcasmo—. ¿Acaso siempre vienes a este supermercado a la misma hora todo los sábados o, sencillamente, hoy te has acercado porque se te ha antojado?

—Nunca vengo el sábado porque hay demasiada gente. Pero necesitaba comprar comida —se justificó Helena.

Lucas, incrédulo, soltó unas carcajadas y apretó el brazo de la chica con más fuerza todavía.

De repente, ella reparó en la cantidad de acontecimientos casuales y de impulsos que habían marcado sus decisiones en los últimos días. Al pensar sobre ello sintió que hacía días que no pensaba por sí misma, como si alguien estuviera eligiendo por ella.

—Las furias no permiten que nos rehuyamos —confesó Lucas con voz adormecida.

—Entonces podemos elaborar una especie de horario o algo parecido… —empezó Helena. Pero enseguida advirtió que era una sugerencia poco convincente, así que prefirió callarse antes de que él aprovechara la oportunidad de humillarla.

Una fuerza ancestral y sobrenatural la empujaba a matar a Lucas. Lo más probable era que algo tan prosaico como un horario no disuadiera ese impulso.

—Mi familia todavía no ha tomado una decisión respecto a esto, respecto a ti. Pero estaremos en contacto —informó Lucas.

Cuando llegaron al coche, Lucas arrojó a Helena contra la puerta del conductor, como si no pudiera evitar hacerle daño una última vez.

—Ahora vete a casa y quédate allí —le ordenó. El chico no se movió hasta que Helena encontró las llaves del vehículo.

Durante un momento, mientras echaba marcha atrás con el coche de Kate, consideró la idea de acelerar el motor y atropellar a Lucas, pero lo último que quería era echar a perder la capa nueva de pintura del coche de Kate. En cuanto abandonó el aparcamiento, unas lágrimas de ira le brotaron de los ojos y no dejó de llorar durante todo el trayecto. Cuando al fin llegó a casa, fue directo a la cocina y se refrescó la cara.

Se sentía completamente avergonzada. Parte de esa humillación se la había causado ella misma, al atacar a Lucas en la escuela, aunque, por lo visto, él estaba decidido a denigrarla todavía más. Ni siquiera podía ir al supermercado de la isla a comprar comida. ¿Cómo iba a explicárselo a su padre?

Pensó en largarse de allí, pero al pensar en Jerry… Era evidente que sus enemigos la superaban en número y, a no ser que estuviera dispuesta a renunciar a su padre y a abandonarle por el resto de sus días, tenía que esperar a que los chicos Delos decidieran qué hacer con ella. Se inclinó sobre el fregadero de la cocina y miró fijamente los cuchillos que estaban sobre la encimera. Si tuviera a Lucas acorralado, tal y como él había apabullado, seguramente ya habría escogido con qué cuchillo le atravesaría el corazón. Seguía sin conocer por qué sentía ese irreprimible impulso por asesinarlo. ¿Por qué se odiaban de tal manera? ¿Qué propósito podía tener esa ira?

De repente se acordó de Héctor, de su sonrisa, y se le puso la piel de gallina. Si alguna vez se encontraban a solas, él no dudaría un segundo en quitarle la vida. No solo la acosaría, como había hecho hasta ahora su primo, sino que la mataría con regocijo.

Media hora más tarde, cuando su padre llegó a casa, Helena seguía frente al fregadero. Se quedó inmóvil en la entrada de la cocina mientras echaba una rápida ojeada a su alrededor.

—¿He vuelto a hacer algo mal? —preguntó con los ojos como platos.

—¿Por qué me preguntas eso continuamente? —resopló Helena.

—Porque desde hace días cuando llego a casa me miras como si hubiera olvidado tu cumpleaños o hubiera hecho algo igual de imperdonable.

—Bueno, ¿lo has hecho?

—¡No! ¡No he hecho nada! Nada malo, me refiero —reafirmó con el rostro serio, aunque el rubor que enrojecía las mejillas le delataba.

—¿Debería preguntarte qué hay entre Kate y tú o sería demasiado grosera?

—Eh. No hay nada entre nosotros. Solo somos buenos amigos —contestó con gestos adusto.

Helena sabía que había algo detrás de esas palabras, pero en aquel momento no le interesaba seguir por ese camino.

—Allá tú —dijo Helena mientras se encogía de hombros para demostrar su falta de interés.

Jerry alzó la cabeza enseguida, algo asombrado por el resentimiento que destilaba la voz de su hija. —Antes no eras tan mezquina, Helena.

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