Prométeme que serás libre (68 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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Joan no la escuchaba, tenía en sus retinas la mirada de Ricardo cuando le propinó la estocada en el cuello. Un torbellino de emociones le embargaba, eran de odio y rabia, eran de celos de un muerto a la vez que de remordimiento por su crimen y su mentira. Una mentira que le torturaba. No pudo aguantar más.

—Fui yo quien le mató —dijo al fin arrastrando las palabras.

—¿Qué?

—Nos encontramos en el asalto de la carabela, luchamos y le maté —confirmó Joan.

—¡Pero me dijisteis que no fuisteis vos!

—Mentí por temor a perderos.

Se miraron en silencio, la cara de Anna dibujó una expresión de dolor y sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas. Un abismo se abría a sus pies. Era la confirmación de una sospecha que la había torturado manteniéndola insomne hasta la extenuación mientras rogaba a Dios para que no fuera cierta. Joan mató a Ricardo y si lo hizo fue por ella, por su culpa. Si a pesar del amor que sentía por Joan se hubiera mantenido apartada de él, si hubiera cumplido como una esposa honesta, el joven no habría creído tener derechos sobre ella y Ricardo estaría aún vivo. A la traición a su esposo debía sumar ahora la culpa de su muerte. Era casi seguro que el hijo que esperaba era de Ricardo. Se alegraba; no hubiera podido soportar llevar en su vientre el fruto de una traición.

—¡Dios mío! —sollozó ella al fin. Y dando media vuelta se dirigió a la puerta.

—Esperad, por favor. —Joan quiso detenerla, pero ella, con rabia, se deshizo de él.

—¡Dejadme! ¡Lo sospechaba! ¡Había rezado tanto para que no fuera cierto!

—¡Pero me amáis! —exclamó él. Trataba de retenerla.

—¡Ya no! —Se libró otra vez de Joan y antes de salir apresurada por la puerta le miró fijamente a los ojos y añadió—: ¿No comprendéis que estamos malditos? ¡No os quiero ver más!

Joan se quedó solo en aquel despacho testigo de sus amores clandestinos, hundido, sin terminar de creer lo que acababa de ocurrir, no era capaz de reaccionar. ¿Cómo pudo ir todo tan mal? Unos minutos antes anticipaba un encuentro feliz con su amada en el que hablarían de un hermoso futuro entre libros. Ahora todos sus sueños se hacían añicos y solo le quedaba, en prueba de su fracaso, un anillo en la mano.

Los días siguientes fueron angustiosos. Joan trató de hablar con Anna, pero tropezaba una y otra vez con la barrera infranqueable de sus padres. Ni siquiera se dejaba ver en la tienda. Ya no había sonrisas.

Le escribió proclamando su amor desesperado. Lamentaba la muerte de Ricardo y le decía que fue en una lucha noble. Pero no hubo respuesta.

Después de unos días lúgubres, desmoralizado, se dijo que seguramente Anna amara más a Ricardo que a él y que nada le retenía ya en Nápoles. Quiso dejar atrás su pena para empezar cuanto antes una nueva vida en Roma. Escribió en su libro: «Siempre os amaré, Anna. Vuestra sonrisa era luz de amanecer y ahora vivo en la oscuridad».

108

A
finales de septiembre Joan partió hacia Roma con todos sus bártulos y una buena provisión de libros. Trataba de olvidar a Anna y pensaba en una nueva vida al tiempo que esperaba impaciente noticias de Génova. Le pidió a Antonello que escribiera otra vez a su amigo librero y este lo hizo repitiéndole que Fabrizio Colombo era muy meticuloso y que si se demoraba en su respuesta no sería por olvido, sino porque aún indagaba.

Se unió a una caravana de mercaderes que seguía una ruta en la que no esperaban encontrar actividad bélica. El grupo iba fuertemente armado, y llegaron a Roma sin que los bandoleros los molestaran.

Al igual que en su viaje anterior, Joan se hospedó en la posada de El Toro, recomendada por Miquel Corella. Estaba ubicada en el Campo de' Fiori, una zona en la que la poderosa familia de los Orsini acababa de reconstruir su residencia y en la que Raffaele Riario, sobrino del papa Sixto IV y cardenal desde los diecisiete años, comenzó a edificar dos lustros antes un gigantesco palacio. Era el primero en Roma de estilo renacentista y se rumoreaba que el joven cardenal lo pagó gracias a las ganancias obtenidas en una noche de juego. Los mármoles del palacio provenían del cercano teatro de Pompeyo, pues, a pesar de la admiración que los romanos sentían por la antigüedad, esta era fuente de excelentes materiales de construcción. No en vano Roma era el hogar de más de un millón de habitantes en la época clásica y de apenas treinta mil a la llegada de Joan: la Roma antigua era una gigantesca cantera para la moderna, que crecía sin parar.

Lo que cincuenta años antes era un prado en uno de los meandros del Tíber, donde el verdor y las flores cubrían ruinas de más de mil años, se había convertido desde el regreso del papado de Aviñón a Roma en uno de los centros más activos de la ciudad renacentista. El lugar era de bulliciosa actividad y acogía distintos mercados, entre los que destacaba el de caballos, pero también era escenario de ejecuciones, incluso en la hoguera, o de duelos a espada.

Las telas de los tenderetes lo llenaban de colorido, la carne asada al mediodía y los excrementos del ganado le conferían un olor especial y los gritos de vendedores anunciando sus mercancías se mezclaban con las charlas, las risas y las tonadas de los músicos ambulantes. Había un buen número de posadas y algunas, como la de El Toro, pertenecían a Vannozza dei Cattanei.

Cuando Joan coincidió por primera vez con ella, la mujer le dedicó una encantadora sonrisa.

—Viniendo de parte de Miquelet Corella, os trataremos como a un príncipe —le dijo—. Me contó cómo ayudasteis a mi hijo Juan en Barcelona cuando unos bandidos le querían asaltar y os estoy muy agradecida.

—¿El duque de Gandía es vuestro hijo?

La mujer afirmó con una sonrisa, orgullosa de su vástago, y Joan, prudente, evitó aclarar que sus atacantes no eran bandidos y que Juan Borgia provocaba continuos altercados.

Vannozza había superado la cincuentena y mostraba un aspecto sano y hasta voluptuoso, a pesar de estar algo entrada en carnes. Debió ser una belleza y mantenía su encanto con una sonrisa coqueta y con un pelo sin cubrir, recogido en un elaborado moño del que se escapaban unos bucles teñidos de rubio a la moda. Su vestir era el de una dama y sus maneras, las de una noble. Se interesó por el negocio que le traía a Roma:

—¡Un librero! Me encanta la lectura, seré vuestra mejor cliente. —Y añadió—: Tengo algunas casas en el Borgo, en Trastévere y aquí en el Campo de' Fiori que debéis ver. Alguna os puede servir para instalar vuestra librería.

E hizo honor a su palabra brindándole una cena principesca, a pesar de la escasez que sufría Roma a causa del bloqueo del puerto de Ostia por parte de los franceses. Las criadas le sirvieron una sopa de caldo con verduras y garbanzos, un estofado de toro especialidad de la casa, y unos dulces de miel y almendras. Todo acompañado de un excelente pan de trigo y cebada, bien horneado, y un buen vino del Lazio.

Aquello mejoró el ánimo a un Joan fatigado por el largo viaje. Continuaba sufriendo el rechazo de Anna y cualquier cosa se la recordaba, pero se repetía que su prioridad era encontrar a su madre y a su hermana.

«Roma», escribió en su libro. «Ojalá el renacimiento entre en mi corazón.»

—Dicen que el nombre a la posada de El Toro lo puso Vannozza en honor de nuestro papa Alejandro VI —le confió Miquel Corella mientras cruzaban a caballo el puente Sisto sobre un caudaloso Tíber, hacia el Trastévere, en busca de un lugar apropiado para la librería—. Como sabrás, el blasón de los Borgia es un toro rodeado de unas cenefas de llamas, y por mi fe que define bien a nuestro Papa. Es poderoso físicamente, apasionado, lleno de fuego, y tiene un magnetismo especial.

Joan recordó que, en efecto, el cartel de la posada mostraba un hermoso toro colorado, castaño rojizo, aunque sin llamas.

—Vannozza es una bella matrona y muy amable —comentó Joan—. De joven debió de ser espectacular. No sabía que era la madre de Juan Borgia.

Miquel Corella se echó a reír.

—Debías de ser el único en Roma que lo ignoraba —dijo—. Fueron amantes casi veinte años cuando él era el cardenal Rodrigo de Borgia y su relación terminó un poco antes de su elección como Papa. Tuvieron cuatro hijos. Ya conoces a Juan y a César, los mayores; los otros dos son Lucrecia y Jofré.

Joan recordó a Juan Borgia, aquel muchacho fanfarrón un par de años más joven que él que se emborrachaba, insultaba a la gente y ensartaba gatos y perros con su espada por las calles de Barcelona. Contrastaba con la gravedad y contención que mostraba su hermano menor, César, cardenal de Valencia, cuando se lo presentó Miquel.

—Vannozza es hija de un conde y ya va por su cuarto matrimonio —continuó Miquel sonriente—. Ha estado casada a pesar de su relación con el Papa.

—Pero ¿no se supone que los eclesiásticos deben ser célibes? —interrumpió Joan con malicia.

—Solteros, querrás decir —le cortó Miquel con sequedad. La sonrisa abandonó su faz—. Porque aquí en Roma hay pocos que tengan poder y guarden el celibato. Solo los pobres se quedan sin mujer.

Joan no estaba de acuerdo, recordaba al ermitaño de San Sebastián, o al suprior fray Antoni. Eran hombres que tuvieron poder, lo abandonaron para servir mejor a Dios y respetaban el celibato. En todo caso, no quiso entrar en polémicas con el valenciano. Le necesitaba y percibía que cualquier censura al Papa la tomaría como una traición.

Continuaron su paseo por las abigarradas callejuelas del Trastévere, que, llenas de talleres de artesanos y tiendas, bullían de actividad comercial. Los olores a comida que salían de las casas, el aspecto y el lenguaje de las gentes le resultaban muy familiares a Joan y por un momento se sintió en Barcelona.

—Son conversos y judíos que llegaron huyendo de España —le aclaró Miquel—. Ya sabes que el Papa los protege.

—Pues aquí es donde debo instalar mi librería —dijo Joan—. Al principio la mayoría de mis libros serán españoles.

Miquel negó con la cabeza.

—No —dijo—. Hay españoles en toda Roma. Y no te conviene estar junto a los refugiados, sino con los poderosos. Hazme caso, la zona de Campo de' Fiori está en auge. Allí es donde debe instalarse uno de los nuestros.

Joan se preguntó qué implicaba que Miquel le considerara uno de los suyos.

—¿Cómo es que, aparte de los refugiados, hay tantos españoles en Roma? —quiso saber cuando ya regresaban al Campo de' Fiori.

—Esta ciudad siempre ha estado controlada por poderosas familias, entre las que destacan los Colonna y los Orsini, que poseen casas fortificadas en Roma y grandes propiedades y castillos fuera de ella. Hace cuarenta años esas familias se mataban por las calles tratando cada uno de hacer Papa a su candidato; los cardenales, asustados, se reunieron por la noche en las letrinas para huir de presiones y eligieron a un cardenal neutral con el fin de acabar con el conflicto. Subió al solio como Calixto III, era extranjero, tenía setenta y siete años, estaba muy enfermo y esperaban que muriera a los pocos días. Querían ganar tiempo. Pero una vez nombrado, Alfonso de Borgia recuperó milagrosamente la salud y se rodeó de paisanos valencianos, aragoneses, catalanes, mallorquines, sicilianos, sardos y napolitanos. En aquella época el rey de Aragón lo era también de Nápoles.

»Los romanos les llamaban a todos sin distinción
catalani
y esos "catalanes" permitieron al Papa librarse de la coacción constante de los Colonna, de los Orsini y de una lista interminable de familias y clanes que pretenden controlar el papado. Un Papa extranjero lo tiene muy difícil en Roma. No basta con ser bueno, hay que ser poderoso.

»Pero tres años después, cuando ese primer papa Borgia estaba en su lecho de muerte, el populacho se lanzó a la calle a cazarnos instigado por los Colonna y los Orsini, al grito de "muerte a los
catalani
". Mataron a los que pudieron y asaltaron nuestras casas. Muchos huyeron, pero otros, como Rodrigo de Borgia, nuestro Papa actual, se quedaron desafiando a la muerte.

—¿Tanto mal hicieron los
catalani
para ser tan odiados?

Miquel Corella volvió a reír entre dientes y le lanzó una mirada torva que hizo pensar a Joan que no le gustaría tenerlo como enemigo.

—Nuestro crimen fue incomodar a las poderosas familias romanas acostumbradas a que el Papa fuera uno de los suyos o a manejarle como a una marioneta. ¿Cómo puede un Papa cumplir su divina misión si siempre tiene una espada pinchándole en la garganta diciéndole lo que debe hacer? Nuestro Papa estableció un poder vaticano independiente a base de fuerza militar, el único argumento que esa gente entiende. —El valenciano soltó una risa siniestra.

—No deja de ser curioso que nos atacaran con tanta saña —razonó Joan.

Miquel se detuvo para taladrar al joven con una mirada oscura y penetrante que junto a su nariz aplastada le daba un aspecto peligroso. Había determinación y rabia en ella, Joan se repitió que aquel hombre debía de ser temible.

—No —dijo—. La cosa no va solo contra nosotros, se trata de una costumbre en Roma. Cuando murió Pío II, que era sienés, el populacho se lanzó a la calle gritando «mueran los sieneses» y mataron a todos los que pillaron. Cuando murió Paulo II, los saqueos y matanzas fueron contra los venecianos, y al morir Sixto IV les tocó el turno a los genoveses. Y otra de las tradiciones romanas es asaltar y saquear el palacio del cardenal que ha sido elegido como nuevo Papa, es la forma que tienen los romanos pobres de participar en las riquezas del papado.

—Así que es peligroso ser extranjero en Roma —concluyó Joan.

—Lo es cuando el Papa es de tu misma nacionalidad y se está muriendo —le confirmó Miquel—. Pero no te preocupes, nuestro papa Borgia goza de una excelente salud, está hecho un toro. Además, ahora nos llaman
catalani
a todos los que venimos de la península Ibérica, también a los castellanos, a los vizcaínos, a los portugueses y a los italianos del sur al servicio del Papa. Somos más poderosos que con el anterior papa Borgia. Esta vez lo tendrán mucho más difícil.

Continuaron su camino mientras Joan meditaba en silencio.

—Te esperan unos cuantos años de prosperidad en Roma —continuó Miquel al rato, al percibir el estado de ánimo del joven—. Disfrútala, es una hermosa ciudad, atrae a los mejores artistas del mundo y sabe gozar de la vida.

—Pero llegará un día en que sea peligrosa —repuso Joan.

Miquel resopló sonriendo.

—Es peligrosa cada día —dijo—. No hay mañana en la que no aparezcan varios cadáveres flotando en el Tíber, que es donde se echa aquí la basura. Pero cuando muera nuestro papa Borgia, será una trampa mortal para ti y para tu familia. Entonces tendrás que luchar. A no ser que quieras huir como una rata.

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