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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (3 page)

BOOK: Serpientes en el paraíso
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Por fin, los restos del abogado quedaron tendidos sobre el poyete de la piscina. Quise verlo antes de que el forense iniciara su inspección. Me acerqué con temor, todavía era un muerto, cuando se determinara que había sido asesinado pasaría a convertirse en «la víctima», un ente abstracto sobre el que podría trabajar con frialdad profesional. De momento aún veía el terrible y a la vez fascinante armazón humano del que la vida no hacía mucho que había escapado.

Lo observé bien, cara a cara, con la luz pálida y clara de la mañana. Enjuto, huesudo pero atlético, de facciones regulares y nobles, cabello rubio, nariz perfecta. Tenía los ojos abiertos, azules como aguamarinas, ya sin ninguna expresión que no hubiera borrado la muerte. Se los cerré, arriesgándome a una bronca del forense. Noté la carne fría de sus párpados, la piel húmeda y delicada. Sus pestañas largas y rubias brillaron al sol. Un hombre hermoso. Sentí ganas de llorar. Siempre es la belleza de una víctima lo que mueve a piedad, más que la pobreza o el sufrimiento.

El doctor Martínez, que había empezado a renegar por no poder tomar café, se acercó con su maletín y yo me hice a un lado. Garzón se percató de que me encontraba conmovida. Le sonreí y dije como disculpándome:

—Un hombre joven que muere, es absurdo, ¿verdad?

—Siempre lo es, aun cuando sea viejo, aunque sea de muerte natural.

Asentí con tristeza. Ajenos a la tragedia, García Mouriños, Beltrán, Martínez y los policías se habían convertido en un grupo de hombres que habrían matado por un café. Yo también empezaba a sentir ganas de tragar algo amargo y caliente, aparte de mi repentina congoja.

Al cabo de media hora, el forense se acercó con cara de trámite cumplido.

—¡Esto es un desierto! ¡Debe de ser el único sitio de España donde no han abierto un puto bar! Bien, inspectora Delicado, si aún tenía en la cabeza la posibilidad de una muerte accidental, ya puede ir descartándola. Ese hombre tiene una herida en el occipital, es una contusión muy fuerte que debió de provocarle conmoción cerebral inmediata. Es evidente que alguien le golpeó en la cabeza con un objeto pesado y romo. Sin embargo, dudo que el golpe fuera lo suficientemente fuerte como para matarlo. Cayó al agua inconsciente y se ahogó. Creo que ésa es la auténtica causa de la muerte.

—¿Y la hora?

—De dos a tres de la madrugada. De todas formas, ahora nos lo llevamos para el Anatómico-Forense. Pero no espere resultados de autopsia hasta dentro de una semana; están completamente desbordados. En este momento hay allí más muertos que vivos. En fin, señores, yo ya he acabado aquí.

Nos dio la mano y se largó desabridamente mientras los camilleros hacían los preparativos para llevarse a la víctima. Si no de certeza, como mínimo había dejado una pequeña estela de claridad tras de sí. Asesinato.

Contemplamos en silencio cómo metían al abogado en la ambulancia. Allá iba aquel cuerpo principesco, a yacer en el frío de una nevera. Todos nos estremecimos un poco. Garzón sacó al grupo del respetuoso
impasse.

—¿Robo, inspectora?

—Ni siquiera le han quitado el reloj de oro que llevaba. Lo he visto en su muñeca.

—¿Alguien entró con intención de robar y él lo sorprendió?

—¿Y lo llevó hasta el borde de la piscina para agredirlo?

—A lo mejor caminaron hablando hasta allí.

—No cuadra.

García Mouriños interrumpió las primeras deducciones a bulto.

—Señores, yo he certificado lo que tenía que certificar. Ya no pinto nada aquí, y como además no se puede tomar café... A no ser que me endosen este caso, sólo me queda desearles suerte, porque quizá vayan a necesitarla, nada de esto tiene buena pinta, la verdad.

—Gracias por animarnos, juez —suspiré, víctima de la impotencia. El magistrado me tomó cariñosamente del codo.

—¡Valor, Petra!, el tiempo de vacaciones ya acabó. La vida criminal necesita sus servicios. Hablando de otra cosa, ¿cuándo va a acceder a casarse conmigo? Sería maravilloso, lo compartiríamos todo: delitos y afición por el cine. ¿Qué más se puede pedir? No soy un hombre exigente, le dejaría escoger película dos veces de cada tres.

Miré con simpatía su cara de hogaza gallega a medio cocer.

—Un día, juez, le voy a dar un buen susto contestando afirmativamente a sus peticiones de matrimonio. Yo en su lugar dejaría las bromas de corte sentimental. Son peligrosas para un viudo que lleva media vida haciendo lo que quiere.

Rió campanudamente como un demonio de guiñol. Luego lo vi alejarse entre flores preguntándome cómo lograba su apariencia de felicidad en un mundo tan duro. ¿Las ficciones del cine lo preservaban de la realidad?

—¡Mis respetos a Gloria Swanson! —gritó desde lejos corroborando mi suposición.

Garzón me sacó de las ensoñaciones en las que estaba cayendo con periodicidad alarmante.

—No tiene gracia la broma. Ese vejestorio siempre está coqueteando con usted.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Pues nada, sólo que usted suele decir que detesta a los tipos que se sienten obligados a coquetear en cuanto ven a una mujer.

Mis días de asueto me habían hecho olvidar que contaba con una conciencia alternativa. ¿Realmente mis presupuestos feministas habían calado tan hondo en el subinspector?

—¡Déjese de frivolidades, Garzón, y vaya a interrogar a ese guardia del rottweiler!

En condiciones normales, mi subordinado me habría obsequiado con alguna contestación sustanciosa, pero como persistía su humor repugnante, se limitó a encogerse de hombros y desaparecer. ¿Qué demonios le habría pasado durante las vacaciones?, ¿por qué había perdido su ánimo bonachón y bromista?

Beltrán y sus muchachos, ya vestidos, se afanaban buscando por última vez indicios o restos alrededor de la piscina. No podía demorarlo más, aunque no me apetecía lo más mínimo el maldito contacto humano que sigue a un crimen, debía entrar en casa de la víctima y hablar con sus amigos. Le temía como a nada al momento de presentarme ante familiares o allegados al muerto. Era como si me sintiera algo culpable del delito, responsable de un destino terrible, cómplice de la fatalidad.

La casa de los Espinet se llamaba «Las Margaritas». También tenía juguetes esparcidos por el jardín, que entonces me parecieron trágicos. Entré sin llamar, la puerta estaba entornada. Crucé un pequeño
hall
y ante mi vista se abrió el salón. Dos hombres y dos mujeres lanzaron sobre mí una idéntica mirada de sorpresa, como si realmente ya no hubieran esperado que alguien fuera a ocuparse de ellos. Las mujeres estaban sentadas en el sofá, una abrazaba a la otra, ambas con los ojos enrojecidos por el llanto. Uno de los hombres se encontraba de pie junto al ventanal, bebía una copa. El otro, acuclillado frente a un televisor, parecía haber estado mirando las imágenes de una pantalla que emitía sin voz. Me incliné por una presentación directa.

—Buenos días, señores. Soy la inspectora Petra Delicado y me han encargado esclarecer la muerte de Juan Luis Espinet.

—¿Le han asesinado? —preguntó a degüello el hombre de la televisión.

—Eso creemos.

La mujer que parecía más afectada se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Su compañera la acunó.

—Rosa, por favor, cálmate.

—¿Puede explicarnos qué ha pasado? —volvió a preguntar el hombre.

—Es pronto aún. Sólo sabemos que alguien lo golpeó desde atrás, que cayó a la piscina y que allí se ahogó.

Un estremecimiento visible recorrió el pequeño grupo. Debí de hacer algún gesto que denotó mi cansancio, porque la mujer que consolaba a su amiga me señaló un sillón y dijo:

—Siéntese, inspectora. ¿Quiere que le prepare un café?

—¿Eso sería posible?

—¡Desde luego!, conozco muy bien esta casa. Si quiere, puedo preparar café para todos sus compañeros.

—Le aseguro que estaría haciendo una auténtica obra de caridad.

Se levantó y salió con aire resuelto. Era rubia, no muy alta, redondeada y de piel fina. De ella se desprendía un halo agradable y acogedor. Me volví hacia los demás y abrí mi libreta.

—Voy a necesitar todos sus datos.

El tipo del vaso en la mano tomó la iniciativa. Debía de tener treinta y tantos, como todos ellos. Era alto, moreno, y estaba muy bronceado. Llevaba elegante ropa informal y mocasines italianos sin calcetines. Parecía el típico guapo, incluso podría haber pasado por un gigoló.

—Bueno, empezaré yo. Me llamo Mateo Salvia y Rosa es mi mujer —señaló hacia la doliente del sofá.

—¿Dónde viven ustedes?

—Aquí, en «Los Nardos». Todos vivimos en esta urbanización. Somos amigos desde hace muchos años. Las tres parejas compramos las casas a la vez.

Después de apuntar volví la mirada hacia el otro varón. Era rechoncho, no muy atractivo, con calvicie incipiente y una nariz respingona que le daba aspecto de alumno empollón. Todo él parecía un niño que hubiera crecido de repente sin perder los distintivos de la infancia.

—Yo soy Jordi Puig y Malena, bueno, María Elena, la llamamos Malena, es mi esposa, la que acaba de salir. Vivimos en «Los Ibiscus». También soy abogado, socio de Juan Luis Espinet en el bufete. Tenemos tres hijos pequeños.

Se había violentado extraordinariamente al realizar aquella autopresentación. Casi temblaba. Dos cercos de sudor habían aparecido bajo las mangas de su camisa.

—¿Ustedes no tienen hijos? —retrocedí al guaperas.

—No —respondió.

—¿Trabaja usted fuera de casa, Rosa?

Rosa, una espigada castaña muy bella a pesar de los estragos del llanto, hizo un esfuerzo por hablar pero no pudo. Su voz se estranguló al primer intento y se echó a llorar. En ese instante volvió Malena con una bandeja llena de olor a café. Bendije mentalmente su presencia. Ella sonrió.

—Les he sacado unas tazas a sus compañeros y casi me han recibido con aplausos. Nunca había visto a nadie tan deseoso de tomar un café.

—Los policías nos alimentamos de café, no se trata de un tópico. Y no resulta muy fácil encontrar un bar por aquí, ¡es un sitio tan tranquilo!

Mateo Salvia estalló:

—¡Era tranquilo!, por eso lo escogimos, por eso y por la seguridad, y total, para que luego pase algo tan terrible como lo que acaba de pasar.

Procuré rebajar la tensión que habían generado sus palabras sin llegar a cortar una reacción que los movería sin duda a hablar y contarme algo sin necesidad de que yo lo preguntara.

—Comprendo muy bien lo que quiere decir. El sistema de seguridad de su urbanización no es malo; pero al parecer esta madrugada alguien ha cortado la alambrada que la rodea y ha penetrado en el recinto.

Hubo un momento de asombro general, de confusión. Salvia montó en cólera:

—¡Santo Dios!, ¿y dónde estaba ese puto guardia jurado? ¡Ya os dije que me parecía un inútil y un chulo! ¡Siempre paseándose con su maldito perro como si exhibirse fuera suficiente!

Malena se acercó a él y le puso una taza de café en las manos.

—Tranquilo, Mateo, ahora ya no sirve de nada gritar.

—¡Pero tendrá que dar explicaciones, ¿no, inspectora?, tendrá que darlas!

—Las dará. Mi compañero está interrogándole.

Me dirigí a Malena, que era la única que conservaba una cierta serenidad.

—Dígame, Malena, ¿usted trabaja fuera?

—No, de las tres amigas soy la única ama de casa. También soy abogada, pero mi marido y yo decidimos que me quedaría aquí mientras los niños fueran pequeños. Inés, la mujer de Juan Luis, tiene una tienda de ropa infantil y Rosa, ¿se lo has dicho, Rosa?

Rosa negó tristemente con la cabeza. Malena sonrió y dijo cariñosamente:

—Rosa es un crack. Tiene su propia empresa. Una mujer muy importante.

El crack musitó con voz alicaída:

—Malena, por favor, déjalo.

Miré a su marido, que había rechazado el café y se servía un nuevo whisky con gesto malhumorado.

—¿Y usted, a qué se dedica usted?

—Trabajo como economista en la empresa de mi familia. Fabricamos repuestos de automoción.

—Bien —dije, apuntando como una encuestadora aplicada. Y añadí sorbiendo con placer mi café—: ¿Quién lo encontró?

Jordi Puig se tensó visiblemente. Tenía las gafas empañadas por efecto de la transpiración.

—Yo, yo lo encontré.

—¿Cómo ocurrió?

—Habíamos cenado aquí. Después tomamos unas copas. Entonces Juan Luis recordó que había olvidado en el coche una botella de bourbon comprada para la sobremesa. Me levanté a buscarla, pero Juan Luis insistió, quería ir él para despejarse un poco. Cogió las llaves y salió. Al cabo de veinte minutos aún no había regresado. Comentamos que seguramente no lograba dar con la botella porque iba algo bebido.

—Era imposible que no la encontrara —apuntó Malena Puig.

—Bueno, el caso es que, entre bromas, decidí ir a ver. No estaba en el parking, no lo encontraba en ninguna parte hasta que... hasta que oí un ruido en la zona de la piscina y acudí por si estaba allí. —La emoción hizo que se le quebrara la voz. Su mujer se colocó junto a él y le pasó el brazo por los hombros—. Y sí, estaba allí, flotando boca abajo en la piscina. Fue espantoso; por más años que pasen nunca olvidaré esa imagen. Yo...

Se quitó las gafas de un golpe y se masajeó los ojos con los dedos evitando llorar.

—¿A qué hora fue eso?

—Sobre las tres de la madrugada.

—Es más o menos la hora en que murió. ¿Cómo fue ese ruido que oyó?

—No sé decir, como ramas o troncos rompiéndose, aunque pudo ser cualquier otra cosa. He estado dándole vueltas, y cuanto más lo pienso menos claro lo tengo.

—Seguramente, la persona que mató a su amigo estaba huyendo en ese momento.

Mateo Salvia explotó en un nuevo arrebato de furia:

—¡Sí, probablemente el ladrón estaba aún allí, podría haberte matado a ti también mientras ese pingüino dormía tranquilamente con su perro a los pies!

—¿Cree usted que se trataba de un ladrón? —pregunté elevando las cejas para resaltar mi curiosidad.

Me miró con la indignación saliendo a borbotones por sus ojos.

—Supongo que fue algún hijoputa que entró a robar. ¿Quién podría ser si no, inspectora?, ¿el vecino de al lado, que se dedica a asesinar en sus ratos libres?

—No te pases, Mateo —le increpó su mujer con cierta acritud.

—¡Coño, que esto no es un barrio bajo, ni una zona industrial apartada! —remachó el colérico amigo.

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