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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (7 page)

BOOK: Serpientes en el paraíso
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—¡Un poco más y me habría jubilado sin que nada hubiera pasado en mi empresa!

—¿Cuándo se jubila?

—Dentro de un mes.

Prurito profesional, como si la empresa de seguridad le perteneciera. ¡Ah, los empresarios nunca llegarán a saber hasta qué punto cuentan con hombres fieles! Aunque en esta oportunidad eran bastante conscientes. Los informes que habíamos pedido sobre ambos guardias no podían ser mejores. Matías Martín, el subnormal nocturno, era calificado como un trabajador que había cumplido siempre sin tacha su obligación, y José Olivera, trece años en la empresa, estaba considerado como un hombre íntegro y eficiente. Tampoco a la empresa le interesaba la menor implicación en el caso, pero justamente por eso, de haber sido inestable o conflictivo uno de los dos empleados, se habrían aprestado a hacerlo constar como elemento exculpatorio.

Solos en el despacho, Garzón y yo nos miramos. Él abrió los brazos y enarcó al tiempo las cejas, lo cual significaba que tenía poca fe en los hallazgos que pudiéramos realizar transitando por el camino de los guardias. Ninguno de los dos infundía sospechas. Me cargué de razón para decir:

—¡Ya ve cómo se presenta el jodido caso! Todo es tan simple que no se sabe por dónde empezar.

—Usted sabe que, por más bien tejida que esté una red, siempre hay un punto débil por donde puede comenzar a desmallarse.

—Me alegro de verlo animoso. Ya le dije ayer que lo encontraba raro.

—¡Bah, no haga caso, es el estrés!

No conseguía convencerme del todo. Lo conocía bien y sabía que algo ocurría en su mollera de una pieza, pero lo dejé en paz. Me puse la gabardina y me despedí.

—¡No se olvide de la reunión del papa! —gritó Garzón.

—Descuide —dije bajito. Estaba segura de que Coronas le había encargado hacerme de agenda viva.

Tomé un taxi para ir al depósito. La visión de la gente, ajena a cualquier tema de muerte o delincuencia, moviéndose con despreocupación por la ciudad, no me tranquilizó como otras veces. Mi mente repetía una pregunta: ¿por qué aceptaba en realidad asistir a aquella autopsia? ¿Para echarle un pulso a aquel bobo de Martínez? No, el cuerpo sin vida de Juan Luis Espinet ejercía una especie de fascinación sobre mí. Los rasgos finos, la boca extinta, las manos largas y varoniles... creo que lamentaba su muerte porque tanta belleza masculina había sido borrada de la tierra. Habría deseado conocerlo vivo, saber de qué manera se movía, qué gestos hacía, cómo sonaba su voz.

Garzón era un sabio. Martínez, en efecto, se había enterado de que yo había estado viendo el cuerpo la noche anterior y pretendía sondearme sobre mis intenciones, pero yo no lo saqué de dudas y me comporté como la más profesional de los policías; es decir, guardé silencio y puse cara de saber más de lo que en realidad sabía.

Ver de nuevo a Espinet me hechizó por completo. Seguía hermoso y hierático, como una estatua yacente en una catedral. Sentí ganas de llorar por él y por todo lo bello que muere sin remisión. Fue necesario que el bestia de Martínez le partiera las costillas y le sacara todos los órganos para que comprendiera en profundidad que Juan Luis Espinet era sólo un despojo.

Aguanté bien. Me mentalicé para pensar que aquel estrago de carne muerta no iba conmigo, que era algo ajeno a cualquier hombre o personalidad que hubiera existido alguna vez. Llegué a imaginar que era un animal de granja perecido en una inundación.

El forense iba cantando las conclusiones a una grabadora. Todo parecía ser normal. Espinet gozaba de la lógica salud de un hombre joven. Había muerto ahogado y el golpe en la cabeza se lo infligieron con un objeto romo. Tenía hendido el occipital, por lo que se deducía que el impacto fue muy fuerte. Cuando la carnicería estaba casi concluida, el doctor Martínez echó una ojeada a los signos externos en la piel. Ahí se produjo el primer hallazgo inesperado, que por desgracia también fue el único.

—Mire, inspectora —dijo el médico—. Una marca reciente en el omóplato derecho.

Observé la espalda de Espinet y pude ver un rasguño apenas insinuado sobre su piel lisa y blanca.

—Parece un arañazo —dije.

—Lo es. Un arañazo hecho con uñas largas y puntiagudas. Yo diría que tiene más de una semana de antigüedad. Su hombre se peleó con alguien, o hizo el amor a lo bestia con alguna mujer. No puedo concluir nada más, las marcas se han retraído, pero por la forma estoy casi seguro de que pertenecen a uñas humanas.

Por fin, aquel muerto impoluto, perfecto, alejado de cualquier conflicto o fealdad, tenía un pequeño talón de Aquiles por el que se había colado la violencia, o el amor menos espiritual.

El forense, encelado en su presa como un ave de rapiña, tomaba muestras de las mucosas de lo que ya sólo era un amasijo sanguinolento. No fue necesario esperar a un análisis para obtener los primeros resultados: en un repliegue profundo de la mucosa nasal del abogado, Martínez encontró restos de un polvo blanco que en seguida identificó como cocaína.

—¿Cocainómano? —preguntó al aire como si ésa fuera la única posibilidad.

—Habían celebrado una fiesta —dije como toda explicación.

Aquel descerrajador de vísceras desconocía probablemente los hábitos lúdicos de la burguesía ilustrada. Me miró con cara de póquer y por toda respuesta farfulló:

—Pues la fiesta acabó mal.

Volví a comisaría con las cosas ligeramente más claras. Aquel bellísimo ángel caído, del que casi me había enamorado, aquel hombre joven, rico, distinguido, brillante, padre y esposo, tenía las suficientes debilidades como para que alguien hubiera desollado su tersa espalda. También era proclive a los placeres artificiales del polvo blanco. Aquello ya era un punto del que arrancar, no hay nada más estéril que la perfección. Romper la apariencia plana y cómoda de una vida es el primer paso para reconstruir la realidad. Mi instinto me decía que nos hallábamos frente a un asunto biográfico, y que ya podíamos dejar de pensar en ladrones casuales y atacantes anónimos. Habíamos encontrado la materia mínima suficiente para buscar un porqué.

Como de costumbre, Garzón no estuvo de acuerdo conmigo cuando le relaté mi impresión de la autopsia. Seguir los instintos policiales, o quizá todos los instintos sin excepción, le parecía arriesgado. Se decantaba por la posibilidad de que el arañazo de Espinet se debiera a un accidente fortuito o a un encuentro amoroso cotidiano y legal con su propia esposa.

—Las esposas no van hincando las uñas en la espalda de sus maridos cualquier noche de sábado, Fermín. Ese tipo de pasiones sólo se producen en el adulterio.

—Sobre eso no puedo opinar. Mientras mi esposa vivió, siempre le fui completamente fiel.

Me pareció de mal gusto preguntarle cuántas veces su esposa le había estropeado la piel en refriegas eróticas, así que me limité a decir:

—Entonces tendrá que fiarse de mi experiencia.

Recibí una mirada de reproche. En el fondo, Garzón seguía aspirando a que yo fuera una buena chica, y cualquier alarde de mis devaneos le incomodaba. Como además su humor no había mejorado, se lanzó a la elaboración seriada de teorías más o menos peregrinas sobre la posibilidad diaria y vulgar de que a uno le rasguñen el omóplato.

—Todas sus hipótesis son absurdas —declaré.

—Ya se le ha metido una idea entre ceja y ceja y no piensa sacarla de ahí, ¿verdad, inspectora?

—Verdad.

—Tener ideas preconcebidas es lo peor que puede hacerse en una investigación. ¿Lo sabe?

—Sí, pero me da igual. Me propongo destripar la personalidad de Espinet del mismo modo que el forense ha destripado su cuerpo.

Nos pusimos en marcha. El primer paso obligado era explorar el entorno laboral del abogado. Salimos escapados hacia su bufete. De repente todo corría prisa. Ya teníamos un objetivo delimitado con claridad. Además, yo había conseguido superar la fase de estupor posvacacional y contaba con una circunstancia aceleradora de los procesos como ninguna: sentía curiosidad. Aquel ser estático que me había subyugado como estatua fúnebre se animaba de pronto y demostraba querer contar algo sobre su asesino.

En el coche me sentía casi eufórica.

—¡Abra bien los ojos, Fermín! Quiero que lo observe todo en ese puñetero bufete. Fíjese en las secretarias, en los empleados, en el tipo de decoración, en la clientela que esté aguardando. Regístrelo todo en su retina. ¿Me ha comprendido?

No dijo nada. De todas las cosas que uno no puede compartir, la euforia es la peor, porque genera resentimiento contra quien la siente. Claro que mi euforia no era auténtica al ciento por ciento. La exageraba con el propósito de que tirara del carro y acabara sacando del bache a mi compañero. Con escasos resultados.

Jordi Puig no se sorprendió mínimamente al vernos. Lo habíamos pescado en medio de una reunión y nos pidió un receso antes de recibirnos.

—¿Podemos inspeccionar mientras tanto el despacho de Espinet?

La idea no lo llenó de entusiasmo, pero no tuvo más remedio que transigir. Nos pidió que procuráramos no alterar la marcha general del trabajo. Era un profesional muy concienciado. Incluso su aspecto físico cambiaba enmarcado en el contexto laboral. No habría dicho jamás que en hábito de abogado se convirtiera en un hombre atractivo, pero tenía menos aspecto de cerdito doméstico que en «El Paradís». En cierto modo, iba disfrazado de triunfador convencional: una horrenda camisa de rayas con el cuello blanco y unos tirantes de marca que sostenían los impecables pantalones de fieltro. Pensé que todos los jóvenes triunfadores actuales adoptan el patrón Wall Street. Ellos sabrán por qué.

Comprobé que una orden mía del día anterior había sido cumplida con escrupulosidad.

—Sus hombres se han llevado esta mañana todos los papeles de Juan Luis.

—Lo sé, se trata sólo de una inspección ocular. Queremos saber cuál era su espíritu de trabajo.

Semejante concepto debería haberle parecido una absoluta gilipollez, pero no le extrañó. Debía de estar acostumbrado a manejar abstracciones mucho más descabelladas. Puso a nuestra disposición, y me temo que también tras nuestras huellas, a una amable recepcionista para que nos ayudara. Pero decliné cualquier compañía; aunque no tuviera esperanza de encontrar nada, quería husmear a placer.

—¿No le parece que Puig ha sido un poco remiso a dejarnos entrar? —le pregunté a Garzón.

—A ningún hombre le gusta que fisgoneen en su lugar de trabajo.

Si se trataba de una cuestión típicamente masculina, no pensaba entrar a discutir, de modo que observé el despacho de Espinet intentando hacerme una idea de su personalidad. La mesa de trabajo estaba impoluta y todo el mobiliario se regía por un estilo ecléctico y funcional. En un marco destacaba el retrato de una mujer joven, era fácil deducir que se trataba de su esposa. Tomé la foto para verla de cerca. Inés Espinet era atractiva, con aspecto aniñado y expresión angelical. Otra foto mostraba a los niños, rubios, sonrientes, vestidos con prendas deportivas. Garzón abría cajones y miraba el interior.

—Relájese, Fermín, el inspector Sangüesa ya se ha llevado todos los papeles. Si hay alguna irregularidad de tipo financiero o profesional, el departamento la encontrará. Nosotros poco podemos hacer ahí.

—Entonces, con perdón, no sé por qué hemos venido a este sitio. Si no hay nada que revisar y no preguntamos nada a los empleados...

—La única pregunta que me apetecería hacer resultaría inútil.

—¿Cuál es?

—La que me llevara a saber si Juan Luis Espinet estaba liado con alguien de esta oficina.

—¿Y si lo mataron por celos profesionales? Puig y él eran socios, pero sin duda Espinet tenía el prestigio y el pedigrí.

—Veremos cómo estaba constituida la sociedad, pero en principio ese móvil es excesivamente débil. Además, Puig no me parece un asesino.

—Ya sabe cómo son ese tipo de cosas. Los vecinos del asesino en serie más sanguinario siempre suelen declarar que era encantador cuando bajaba a comprar el pan.

—¿Y por medio de quién lo asesinó?

—Un profesional.

—¿Que le atiza para que muera ahogado en la piscina? No creo, la verdad. No seré yo quien niegue que los hombres son fieramente competitivos en el trabajo, pero aun así...

Una mirada torva de Garzón me indicó que no estaba aún para bromas ni ironías. Lo ratificó diciendo:

—Es un defecto más de los miles que tenemos los hombres.

—Oiga, Garzón, así no se puede trabajar. Desde que llegué de vacaciones está usted antipático, picajoso, hipersensible. Dígame en qué le he ofendido y le pediré humildes disculpas, pero no sigamos en este plan.

—Perdone, inspectora, lleva razón. Estoy de mal humor por razones personales que no comentaré, pero procuraré que eso no interfiera en el ejercicio de mi trabajo.

—Bien —dije, tragando a espuertas la curiosidad que sentía—. Lo único que quería matizar con mis palabras es que Espinet me parece que era un hombre con más debilidad en la bragueta que en la mesa de trabajo.

—Eso es mera suposición.

—Lo es, pero no olvide que tenemos la marca en la espalda del muerto.

—Ni siquiera conocemos a su esposa.

—¿Esa chica de la foto le parece capaz de un arañazo felino?

Se encogió de hombros con algo parecido al pudor. Entre las líneas de nuestra conversación surgían cuestiones latentes bastante espinosas. ¿Ser guapo y rico comporta per se riesgo de cometer infidelidad? ¿Se puede ser infiel aun teniendo el cónyuge perfecto? Garzón estaba en lo cierto, se imponía interrogar a la viuda cuanto antes mejor. Si es verdad el aserto de que una esposa dice mucho sobre la personalidad de su cónyuge, por muy deprimida que estuviera Inés, debería encontrar un momento de serenidad y dedicárnoslo.

Después de nuestra infructuosa inspección interrogamos a todo el mundo, más por cumplir que por seguir un plan determinado: secretarias, recepcionistas, pasantes... incluso un becario en prácticas nos informó sobre los pormenores del bufete y su organización. Todos los testimonios añadieron normalidad sobre lo que ya se anunciaba como una balsa de aceite. Para poner la guinda final en un tan edulcorado pastel contábamos con Jordi Puig. Cada uno de los rasgos que atribuyó al carácter de su socio contribuyó a ensalzarlo un poco más. Según él, era un hombre perfecto. Aproveché para introducir la cuña que me interesaba.

—¿Sabe usted si era fiel en su matrimonio?

Puig no se inmutó.

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