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Authors: Eiji Yoshikawa

Taiko (5 page)

BOOK: Taiko
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Hiyoshi no comprendía muy bien el pesar de su madre, pero cualquier cosa que la hiciera feliz surtía en él idéntico efecto.

Sin embargo, cuando llegó el otoño de su décimo año, el muchacho empezó a sentirse demasiado confinado en el templo. Los dos sacerdotes jóvenes habían ido a los pueblos vecinos a pedir limosnas. Aprovechando su ausencia, Hiyoshi sacó una espada de madera que había ocultado y un bastón hecho a mano. Entonces subió a la cima de la colina y gritó a sus amigos, que se estaban preparando para jugar a la guerra:

—Eh, tropas enemigas, sois estúpidas. ¡Vamos, venid a atacarme desde cualquier dirección que os parezca!

Aunque no era ni mucho menos el momento habitual, se oyó de repente el sonido de la enorme campana del templo. La gente que estaba la pie de la colina se llevó una sorpresa y se preguntó qué ocurría. Una piedra voló colina abajo, seguida de una teja que alcanzó e hirió a una niña que trabajaba en una parcela de verduras.

—Es ese chico del templo. Ha reunido a los niños del pueblo y están jugando otra vez a la guerra.

Tres o cuatro hombres subieron la cuesta y se detuvieron ante el edificio principal del templo. Las puertas estaban abiertas de par en par y el interior cubierto de cenizas. Tanto en el crucero como en el santuario reinaba el mayor desorden. El incensario estaba roto. Parecía como si los estandartes hubieran sido utilizados de alguna manera impropia, la cortina de brocado dorado había sido arrancada y arrojada a un lado, y el parche del tambor estaba desgarrado.

—¡Shobo! ¡Yosaku! —gritaron los padres en busca de sus hijos.

A Hiyoshi no se le veía por ninguna parte, y los demás niños también habían desaparecido de repente.

Cuando los padres regresaron al pie de la colina, se produjo en el templo una especie de temblor. Los arbustos se agitaron, volaron piedras y la campana sonó de nuevo. El sol se puso y los niños, llenos de moratones y ensangrentados, bajaron sin fuerzas la cuesta.

Cada noche, cuando los sacerdotes regresaban de pedir limosnas, los lugareños subían al templo y se quejaban. Pero en aquella ocasión, cuando volvieron los sacerdotes, sólo pudieron mirarse unos a otros conmocionados. El quemador de incienso ante el altar había sido partido limpiamente en dos. El donante de aquella vasija preciosa era un hombre llamado Sutejiro, un mercader de cerámica del pueblo de Shinkawa y uno de los pocos parroquianos que le quedaban al templo. Cuando hizo su ofrenda, tres o cuatro años atrás, había dicho:

—Este incensario fue horneado por mi maestro, el difunto Gorodayu, y lo he conservado como una reliquia. Lo decoró de memoria y tuvo un cuidado especial en la aplicación del pigmento azul. Al ofrecerlo a este templo, espero que será tratado como un tesoro hasta el fin de los tiempos.

Por lo general, el incensario se guardaba en una caja; pero sólo una semana atrás la esposa de Sutejiro había visitado el templo. En esa ocasión sacaron y usaron el valioso objeto, pero no habían vuelto a guardarlo.

Los sacerdotes palidecieron. A sus preocupaciones se sumaba la posibilidad de que si informaban de lo ocurrido al anciano sacerdote principal, su dolencia empeorase.

—Probablemente ha sido el mono —dijo uno.

—Cierto —convino otro—. Ninguno de los demás diablillos sería capaz de hacer esta clase de mal.

—¿Qué podemos hacer?

Llevaron a Hiyoshi a rastras y le pusieron bruscamente ante la cara los fragmentos de la vasija rota.

—Lo siento —dijo el chiquillo, aunque no recordaba que hubiera roto el incensario.

La disculpa enfureció todavía más a los sacerdotes, porque el muchacho hablaba serenamente y no parecía en absoluto arrepentido.

—¡Pagano! —le llamaron y, tras atarle las manos a la espalda, le ataron a una de las grandes columnas del templo.

—Vamos a dejarte aquí unos cuantos días —le dijeron los sacerdotes—. A lo mejor te devorarán las ratas.

Esta clase de cosas le sucedían continuamente a Hiyoshi. Pensó amargamente que, al día siguiente, cuando sus amigos subieran al templo, no podría jugar con ellos. Y cuando subieron, vieron que su compañero había sido sometido a castigo y echaron a correr.

—Desatadme —les gritó—. Si no lo hacéis, os zurraré.

Los peregrinos ancianos y las mujeres del pueblo que subían al templo se burlaban de él.

—Vaya, ¿no es eso un mono?

En un momento determinado estuvo lo bastante calmado para decirse: «Yo os enseñaré». De repente una sensación de gran poder inundó su cuerpecillo apretado contra la columna. Mantenía los labios cerrados acerca de tales cosas y, muy consciente de su penosa situación, su cara adoptaba una expresión de desafío y maldecía al destino.

Se durmió profundamente y le despertaron las babas que le caían de la boca. La jornada se hacía atrozmente larga. Presa de un hastío mortal, miró el incensario roto. El alfarero había escrito una inscripción en caracteres pequeños en la parte inferior de la vasija: «Hecho con buenos augurios, Gorodayu».

El cercano pueblo de Seto, e incluso toda la provincia, era famoso por su cerámica. Eso nunca le había interesado hasta entonces, pero ahora, al contemplar el paisaje pintado en el incensario, su imaginación emprendió el vuelo.

Se preguntó a qué lugar correspondía aquella pintura.

Montañas y puentes de piedra, torres y gentes, ropas y embarcaciones, cuyos modelos reales no había visto jamás, estaban pintados de añil sobre la porcelana blanca. Todo ello le dejaba profundamente perplejo.

¿Qué país sería aquél? No podía conjeturarlo. Tenía inteligencia juvenil y sed de conocimiento y, deseando desesperadamente una respuesta, esforzaba su imaginación para colmar aquel vacío.

¿Era posible que existiera un país semejante?

Mientras concentraba así su pensamiento, algo pasó con celeridad por su mente, algo que le habían enseñado o que había oído pero olvidado. Se devanó los sesos.

¡China! ¡Eso era! ¡Se trataba de una imagen de China!

Estaba satisfecho consigo mismo. Mientras contemplaba la porcelana vidriada, voló a China en su imaginación.

Finalmente el día llegó a su final. Los sacerdotes volvieron tras haberse pasado el día pidiendo limosna, y en lugar de encontrar a Hiyoshi llorando desconsolado, como habían esperado, vieron que sonreía.

—Incluso el castigo es inútil. No podemos ayudarle en nada. Será mejor que lo devolvamos a sus padres.

Aquella noche uno de los sacerdotes dio a Hiyoshi algo para cenar y le envió colina abajo a la casa de Kato Danjo.

Kato Danjo estaba tendido al lado del farol. Era un samurai, acostumbrado a combatir por la mañana y la noche. En los escasos días en que podía relajarse, permanecer en el hogar le resultaba apacible en exceso. La tranquilidad y la relajación eran cosas temibles, pues podría acostumbrarse a ellas.

—¡Oetsu!

—¿Sí? —le respondieron desde la cocina.

—Alguien está llamando a la puerta.

—¿No serán otra vez las ardillas?

—No, ahí afuera hay alguien.

La mujer se limpió las manos, fue a la puerta y regresó en seguida.

—Es un sacerdote del Komyoji y trae a Hiyoshi —anunció, con una expresión consternada en su joven rostro.

—¡Aja! —exclamó Danjo, que había esperado aquello, y comentó regocijado—: Parece ser que el mono ha conseguido un permiso de excedencia.

Danjo escuchó la letanía de los acontecimientos recientes entonada por el sacerdote. Como había sido fiador de Hiyoshi para su ingreso en el templo, pidió disculpas a todos los interesados y se hizo cargo de Hiyoshi.

—Si es incompetente para el sacerdocio, no hay nada que hacer. Le enviaremos a su casa en Nakamura. No debéis sentir ninguna obligación más hacia él. Lamento que sólo os haya causado dificultades.

—Te ruego que expliques las circunstancias a sus padres —le dijo el sacerdote.

Cuando el religioso se volvió para marcharse, su paso se hizo más ligero, como si hubieran levantado de sus hombros una carga pesada. Hiyoshi se quedó allí, dando una patética impresión de soledad. Miró a su alrededor con curiosidad, preguntándose cómo sería la familia en cuya casa se encontraba. No se había detenido allí camino del templo ni tampoco le habían informado de que sus parientes vivían en las cercanías.

—Bueno, muchacho, ¿has comido algo? —le preguntó Danjo, sonriente. Hiyoshi sacudió la cabeza.

—Entonces toma unos pastelillos.

Mientras mordisqueaba los pastelillos de arroz, Hiyoshi se fijó en la lanza suspendida sobre la puerta y el blasón en la pechera de la armadura, y entonces miró con fijeza a Danjo.

Danjo se preguntó si a aquel chiquillo le ocurría realmente algo extraño. Tenía sus dudas. Le devolvió la mirada, pero Hiyoshi ni desvió la suya ni bajó los ojos. No había el menor rastro de idiotez en su expresión. Más bien dirigía a Danjo una sonrisa encantadora.

Danjo cedió, riendo.

—Has crecido, Hiyoshi, ¿no es cierto? ¿No te acuerdas de mí?

Estas palabras despertaron en Hiyoshi el nebuloso recuerdo de un hombre que le había dado unas palmaditas en la cabeza cuando tenía seis años.

Como era costumbre entre los samurais, Danjo casi siempre dormía en el castillo de Kiyosu o en el campo de batalla. Pocos eran los días en que había podido permanecer en casa con su esposa. Había regresado inesperadamente el día anterior, y regresaría a Kiyosu al día siguiente. Oetsu se preguntaba cuántos días habrían de transcurrir antes de que pudieran pasar otra jornada juntos.

«¡Un niño fastidioso!», se dijo Oetsu. La llegada de Hiyoshi no podía ser más inoportuna. Alzó la vista, desconcertada. ¿Qué se creían sus parientes? ¿Era posible que aquél fuese el hijo de su hermana?

Oía la voz chillona de Hiyoshi desde la sala de su marido.

—Eras tú quien estaba aquel día con todos aquellos samurais en la orilla del río, a caballo.

—¿Entonces te acuerdas?

—Claro —dijo el chiquillo, y añadió en un tono de familiaridad—: En ese caso, eres pariente mío. Tú y la hermana menor de mi madre estáis prometidos.

Oetsu y la sirvienta fueron a la sala de estar en busca de bandejas. Oetsu se sentía incómodamente fría al escuchar el lenguaje de Hiyoshi y su ruda voz de muchacho campesino. Abrió la puerta corredera y llamó a su marido.

—La cena está lista.

La mujer vio que su esposo estaba echando un pulso con Hiyoshi, cuyo rostro se había vuelto de un rojo intenso y tenía las nalgas alzadas como la cola de un avispón. También Danjo estaba actuando como un niño.

—¿La cena? —dijo distraído.

—Se te va a enfriar la sopa.

—Empieza tú a cenar. Este chico juega de veras y lo estamos pasando bien. ¡Ja, ja! Es un mozo extraño.

Danjo estaba absorto por completo y parecía absolutamente cautivado por la vivacidad de Hiyoshi. Éste, siempre empeñado en hacer amigos, casi conducía a su tío cogido por la nariz. Tras echar el pulso, jugaron a marionetas con los dedos, luego hicieron imitaciones y se entregaron a juegos infantiles hasta que Danjo se apretaba los costados, desternillándose de risa.

Al día siguiente, cuando se disponía a marcharse, Danjo dijo a su esposa, que parecía deprimida:

—Si sus padres lo permiten, ¿qué te parece si lo tenemos aquí? Dudo de que sirva de gran cosa, pero supongo que sería mejor que tener un mono auténtico.

La idea no hizo ninguna gracia a Oetsu. Acompañó a su marido hasta la puerta del jardín y le dijo:

—No. Molestaría a tu madre y eso sería muy inconveniente.

—Lo que tú digas.

Oetsu sabía que cuando Danjo estaba fuera de casa, sólo pensaba en su señor y las batallas. Se preguntó si regresaría vivo. ¿Por qué había de ser tan importante para un hombre forjarse una reputación? Oetsu contempló la figura del hombre que se alejaba y pensó en los muchos meses de soledad que le esperaban. Entonces terminó las tareas domésticas y se puso en camino con Hiyoshi hacia Nakamura.

—Buenos días, señora —le dijo un hombre que venía por la dirección opuesta.

Parecía un mercader, probablemente el dueño de un gran establecimiento. Lucía una media capa resplandeciente, espada corta, y cubría sus pies con calcetines de cuero con un dibujo de pequeñas flores de cerezo. Tendría unos cuarenta años y parecía simpático.

—¿No sois la esposa del maestro Kato? ¿Adonde vais?

—A casa de mi hermana, en Nakamura, a llevarle este niño.

Apretó un poco más la mano de Hiyoshi.

—Ah, este pequeño caballero. ¿Es el chico que han expulsado del Komyoji?

—¿Ya os habéis enterado?

—Oh, sí. La verdad es que ahora mismo vengo del templo.

Hiyoshi miró inquieto a su alrededor. Nunca hasta entonces le habían llamado «pequeño caballero». Estaba avergonzado y notó que se ruborizaba.

—¡Válgame! ¿Habéis ido al templo por su culpa?

—Sí, los sacerdotes fueron a mi casa para disculparse. Me dijeron que un incensario que doné al templo había sido partido en dos.

—¡Este diablillo ha sido el causante! —dijo Oetsu.

—Vamos, no habléis así. Son cosas que suceden.

—Tengo entendido que era una pieza muy singular y famosa.

—Sí, lamentablemente era obra de Gorodayu, a quien serví durante sus viajes al país de los Ming.

—¿No usa también el nombre de Shonzui?

—Sí, pero cayó enfermo y falleció hace algún tiempo. En los últimos años se han hecho muchas piezas de porcelana azul y blanca que ostentan el sello «Hecho por Shonzui Gorodayu», pero son falsificaciones. El único hombre que estuvo en el país de los Ming y trajo aquí sus técnicas de alfarería está ahora en el otro mundo.

—He oído decir que habéis adoptado al hijo del maestro Shonzui, a Ofuku.

—Es cierto. Los niños se burlan de él llamándole «el crío chino». Últimamente se niega de plano a salir de casa.

El mercader miró a Hiyoshi. Éste, al oír inesperadamente el nombre de Ofuku, se sintió intrigado por la actividad de aquel hombre. El mercader siguió diciendo:

—¿Sabéis? Resulta que este Hiyoshi es el único muchacho que siempre ha defendido a Ofuku. Así pues, cuando Ofuku se enteró de este último incidente, me pidió que intercediera. Parece ser que han ocurrido muchas más cosas. Los sacerdotes me han hablado de su mala conducta y no he podido persuadirlos para que vuelvan a aceptarlo.

Al decir esto último, el hombre apenas podía contener la risa.

—Sus padres deben de tener alguna idea sobre lo que han de hacer con él —siguió diciendo—, pero cuando quieran colocarlo de nuevo en algún sitio, si creen que un establecimiento como el mío sería apropiado, me gustaría serles de ayuda. No sé, me parece que este muchacho es prometedor.

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