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Authors: Eiji Yoshikawa

Taiko (8 page)

BOOK: Taiko
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—¿Quién eres? —le preguntó, perplejo.

Hiyoshi se había olvidado por completo del peligro de la situación. Su expresión era seria e impenetrable.

—Muy bien, dime, ¿qué está ocurriendo aquí? —preguntó al hombre.

—¿Qué? —dijo Tenzo, ya del todo confuso.

Se preguntó si el muchacho estaría loco. La expresión implacable de Hiyoshi, tan distinta a la de un niño, le abrumaba. Pensó que debía amedrentarle con la mirada.

—Somos los
ronin
de Mikuriya. Si gritas, te corto el cuello. No hemos venido aquí a matar niños. Anda, lárgate. Piérdete en el cobertizo de la leña.

Suponiendo que el gesto intimidaría al muchacho, dio unos golpecitos a la empuñadura de su larga espada. Hiyoshi sonrió, mostrando sus blancos dientes.

—De modo que eres un bandido, ¿eh? En ese caso, quieres marcharte con lo que has venido a buscar, ¿no es cierto?

—No seas un moscón. ¡Piérdete!

—Me voy. Pero si abres esa puerta, ninguno de vosotros saldrá de aquí vivo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No lo sabes, ¿eh? Sólo yo lo sé.

—Estás un poco loco, ¿verdad?

—Habla por ti mismo. Eres tú quien no está del todo en sus cabales... Venir a robar a una casa como ésta...

Los hombres de Tenzo, cansados de esperar, llamaron a la puerta y gritaron:

—¿Qué pasa?

—Esperad un momento —replicó Tenzo. Entonces se dirigió a Hiyoshi—: Has dicho que si entramos en esta mansión, no volveremos a casa vivos. ¿Por qué habría de creerte?

—Es cierto.

—Si descubro que estás jugando conmigo, te cortaré la cabeza.

—No vas a descubrirlo por nada. Tendrás que darme algo a cambio.

—¿Cómo?

Tenzo farfulló para sus adentros, lleno de suspicacia hacia aquel muchacho. El cielo estrellado era cada vez más brillante, pero la mansión, rodeada por el muro de tierra, seguía sumida en una oscuridad total.

—¿Qué quieres? —le tanteó Tenzo.

—No quiero nada, salvo que me dejes ser un miembro de tu banda.

—¿Quieres ser uno de los nuestros?

—Sí, eso es.

—¿Quieres convertirte en ladrón?

—Sí.

—¿Qué edad tienes?

—Quince años.

—¿Por qué quieres ser ladrón?

—El amo me trata como si fuese un caballo. La gente que trabaja aquí se mete conmigo, me llaman «mono» continuamente, así que me gustaría ser un bandido como tú y desquitarme de ellos.

—De acuerdo, te dejaré ingresar en la banda, pero sólo después de que hayas demostrado tu valía. Ahora explícame lo que has dicho antes.

—¿Lo de que os matarán a todos?

—Sí.

—Bueno, vuestro plan no es bueno. Esta noche te has disfrazado de invitado y te has mezclado con un gran grupo de gente.

—Así es.

—Alguien te ha reconocido.

—Eso es imposible.

—Piensa lo que quieras, pero el amo sabía claramente quién eras. Así pues, al principio de la velada, y siguiendo sus instrucciones, corrí a la casa de Kato de Yabuyama, le informé de que seguramente seríamos atacados en plena noche y le dije que apreciaríamos su ayuda.

—Kato de Yabuyama..., ése debe de ser el servidor de Oda, Kato Danjo.

—Como Danjo y mi amo son parientes, ha reunido a una docena de samurais que viven en los alrededores y todos ellos han venido durante la noche, vestidos de invitados. En estos momentos están vigilando en la casa, esperándote. Puedes estar seguro.

Hiyoshi vio por la palidez de su rostro que Tenzo le creía.

—¿Es eso cierto? —dijo—. ¿Dónde se encuentran? ¿Qué están naciendo?

—Estaban sentados en círculo, tomando sake y esperando. Entonces supusieron que no atacarías tan tarde y se fueron a dormir. Me obligaron a montar guardia afuera, con este frío.

Tenzo agarró a Hiyoshi y le dijo:

—Como grites, despídete de la vida.

Entonces cubrió con su manaza la boca del muchacho.

Hiyoshi se debatió y logró decir:

—Señor, esto no es lo que me has prometido. No haré ningún ruido. Aparta la mano. —Hundió las uñas en la mano del ladrón.

Tenzo sacudió la cabeza.

—No hay alternativa. Al fin y al cabo, soy Watanabe Tenzo de Mikuriya. Aunque sea cierto lo que dices, si me marcho de aquí con las manos vacías no podré mirar a mis hombres a la cara.

—Pero...

—¿Tú qué puedes hacer?

—Te traeré lo que quieras.

—¿Lo sacarás de la casa?

—Sí. Es la manera de hacerlo. Así podrás terminar este asunto sin el peligro de matar a nadie o de que te maten.

—¿No fallarás? —El bandido apretó con más fuerza la garganta de Hiyoshi.

La puerta seguía cerrada. Sus hombres, temerosos y suspicaces, no cesaban de llamar a Tenzo con susurros audibles y sacudiendo la puerta.

—Eh, jefe, ¿estás ahí?

—¿Qué ocurre?

—¿Qué problema hay en la puerta?

Tenzo levantó parcialmente la tranca y susurró a través de la abertura:

—Aquí pasa algo raro, así que no arméis ruido y no estéis agrupados. Dividíos y ocultaos.

Hiyoshi fue en busca de lo que Tenzo le había pedido, trasladándose sigilosamente desde la entrada del aposento de la servidumbre a la casa principal. Una vez allí, vio que había un farol encendido en la habitación de Sutejiro.

—¿Señor? —le llamó Hiyoshi mientras se sentaba respetuosamente en la terraza.

No obtuvo respuesta, pero percibía que Sutejiro y su esposa estaban despiertos.

—¿Señora?

—¿Quién es? —preguntó la esposa de Sutejiro con voz temblorosa.

O bien ella o bien su marido se había despertado y sacudido al otro para que despertara, porque un momento antes se había oído un vago frufrú y el sonido de voces. Pensando que podría tratarse de un ataque de bandidos, ambos tenían los ojos cerrados, llenos de temor. Hiyoshi abrió la puerta corredera y avanzó de rodillas. Sutejiro y su esposa abrieron desmesuradamente los ojos.

—Afuera hay bandidos —dijo Hiyoshi—. Un grupo muy numeroso.

Marido y mujer tragaron saliva, pero no dijeron nada. Parecían incapaces de hablar.

—Sería terrible que entraran al asalto. Os atarían a los dos y dejarían cinco o seis muertos o heridos. Se me ha ocurrido un plan, y tengo a su jefe esperando una repuesta.

Hiyoshi les contó la conversación que había tenido con Tenzo, y concluyó diciendo:

—Señor, os lo ruego, dejad que los ladrones se lleven lo que quieren. Se lo entregaré a Tenzo y él se marchará.

Hubo una ligera pausa antes de que el mercader le preguntara:

—Hiyoshi, por todos los dioses, ¿qué quiere ese hombre?

—Dice que ha venido en busca de la jarra akae.

—¿Qué?

—Dice que si se la doy, se marchará. Puesto que no tiene ningún valor, ¿permitiréis que se la lleve? Todo ha sido idea mía —explicó Hiyoshi orgullosamente—. Fingiré que la robo para él. —Pero la desesperación y el temor que reflejaban los semblantes de Sutejiro y su esposa eran casi palpables—. Antes sacaron esa jarra akae del almacén para la ceremonia del té, ¿no es cierto? ¡Ese hombre debe de ser un idiota al pedirme que le entregue una cosa que no vale nada! —exclamó Hiyoshi, y pareció como si todo el asunto le pareciera cómico.

La esposa de Sutejiro estaba completamente inmóvil, como si se hubiera convertido en una estatua de piedra,

—Esto es terrible —dijo Sutejiro, exhalando un profundo suspiro. Sumido en sus pensamientos, también se quedó inmóvil.

—Señor, ¿por qué no lo consideráis así? Una pieza de cerámica puede poner fin a esto sin derramamiento de sangre.

—No es cualquier pieza de cerámica. Incluso en el país de los Ming hay muy pocas piezas como ésa. La traje de China tras considerables penalidades. Y más aún, es un recuerdo del maestro Shonzui.

—En las tiendas de cerámica de Sakai llegaría a valer mil piezas de oro —añadió la esposa.

Pero los bandidos eran más temibles que la pérdida de una pieza tan valiosa. Si les oponían resistencia, habría una matanza, y se habían dado casos de mansiones incendiadas y reducidas a cenizas. Ningún acontecimiento era insólito en aquellos tiempos turbulentos.

En semejante situación, un hombre no disponía de mucho tiempo para decidirse. Por un momento, Sutejiro pareció incapaz de superar su apego sentimental a la jarra, pero finalmente dijo:

—No tiene remedio.

Entonces se sintió un poco mejor y cogió la llave del almacén que guardaba en un cajoncito de un armario laqueado.

—Entrégasela.

Arrojó la llave ante Hiyoshi. Enojado por la pérdida de la preciosa jarra, Sutejiro no pudo alabar a Hiyoshi, aun cuando pensaba que haber ideado la estratagema era algo notable en un muchacho de su edad.

Hiyoshi fue a solas al almacén. Salió con una caja de madera y depositó la llave en la mano de su señor, diciéndole:

—Será mejor que apaguéis la luz y volváis al lecho discretamente. No tenéis por qué preocuparos.

Cuando le entregó la caja a Tenzo, el bandido, que sólo creía a medias lo que estaba sucediendo, la abrió y examinó minuciosamente el contenido.

—Humm, sí, es ésta —dijo, y la expresión de su rostro se suavizó.

—Tú y tus hombres debéis marcharos de aquí en seguida. Hace un momento, cuando estaba buscando esto en el almacén, he encendido una vela. Probablemente ahora mismo Kato y sus samurais se están despertando y pronto empezarán a hacer sus rondas.

Tenzo se apresuró a abrir la puerta.

—Ven a visitarme a Mikuriya cuando quieras. Te aceptaré.

Tras decir estas palabras, desapareció en la oscuridad.

***

La temible noche había terminado.

Era cerca de mediodía del día siguiente. Como era la primera semana de nuevo año, una interminable procesión de invitados, en grupos de dos y tres, avanzaban hacia la casa principal. No obstante, en la tienda de cerámica había una atmósfera extrañamente enrarecida. Sutejiro estaba de mal temple y malhumorado, y su esposa, normalmente alegre, no se veía por ninguna parte.

Ofuku fue discretamente a la habitación de su madre y se sentó. La mujer no se había recuperado por completo de la pesadilla de la noche anterior y yacía en la cama, con una palidez enfermiza en el rostro.

—Madre, ahora mismo he hablado con padre. Todo irá bien.

—¿De veras? ¿Qué te ha dicho?

—Al principio se mostraba escéptico, pero cuando le hablé de la conducta de Hiyoshi y la ocasión en que me agarró detrás de la casa y me amenazó, diciendo que llamaría a los bandidos de Mikuriya, se sorprendió y pareció pensarlo de nuevo.

—¿Ha dicho que le despediría pronto?

—No, ha dicho que sigue considerándole un monito prometedor, así que le pregunté si estaba dispuesto a mantener en casa a una herramienta de ladrones.

—Desde el principio no me gustó la expresión de los ojos de ese chico.

—También le he mencionado eso, y finalmente ha dicho que si nadie se lleva bien con él, no hay más alternativa que despedirle. Dice que, como se hizo cargo de él a petición de Kato de Yabuyama, le sería difícil despedirle personalmente.

Cree que sería mejor que nosotros nos encarguemos del asunto y busquemos algún pretexto inofensivo para echarle.

—Muy bien. Hemos llegado a tal extremo que no puedo soportar que ese cara de mono siga trabajando aquí ni siquiera media jornada más. ¿Qué está haciendo ahora?

—Está empaquetando género en el almacén. ¿Puedo decirle que quieres verle?

—No, por favor, no lo hagas. No soporto su estampa. Ahora que tu padre ha accedido, ¿no bastaría con que tú le dijeras que a partir de hoy queda despedido y le enviaras a su casa?

—De acuerdo —dijo Ofuku, aunque estaba un poco asustado—. ¿Qué hago con respecto a su salario?

—Desde el principio no le prometimos salario alguno, y aunque no es un trabajador eficaz, le hemos alimentado y vestido. Incluso eso es más de lo que merece. Oh, bueno, deja que se quede con las ropas que lleva y dale un par de medidas de sal.

Ofuku temía demasiado enfrentarse él solo a Hiyoshi, por lo que pidió a otro hombre que le acompañase al almacén. Echó un vistazo al interior y vio que Hiyoshi, que trabajaba a solas, estaba cubierto de briznas de paja desde la cabeza a los pies.

—Sí, ¿qué quieres? —respondió Hiyoshi en un tono más enérgico de lo acostumbrado, acercándose rápidamente a Ofuku.

No le parecía conveniente hablar de lo sucedido la noche anterior y no lo había comentado con nadie, pero estaba muy orgulloso de sí mismo..., tanto que, en su fuero interno, esperaba la alabanza de su patrono.

Ofuku, acompañado por el más fornido de los empleados de la tienda, el que más intimidaba a Hiyoshi, le dijo:

—Hoy puedes marcharte, mono.

—Marcharme... ¿adonde? —preguntó el sorprendido Hiyoshi.

—A casa. Todavía tienes casa, ¿no?

—Sí, pero...

—Desde hoy estás despedido. Puedes quedarte la ropa que te hemos dado.

—Te damos esto gracias a la amabilidad de la señora —dijo el empleado, tendiéndole la sal y el hatillo con las ropas de Hiyoshi—. Como no es necesario que presentes tus respetos, puedes marcharte ahora mismo.

Aturdido, Hiyoshi notó que la sangre se le agolpaba en el rostro. Su mirada colérica parecía perforar a Ofuku. Éste dio un paso atrás, cogió el hatillo de ropa y la bolsa de sal que sostenía el empleado, los depositó en el suelo y se alejó apresuradamente. Por la expresión de los ojos de Hiyoshi, parecía como si pudiera ir en pos de Ofuku, pero en realidad no veía nada, pues estaba cegado por las lágrimas. Recordó el semblante lloroso de su madre cuando le advirtió que si le despedían una vez más no podría mirar a nadie a la cara y que sería una deshonra para su cuñado. El recuerdo de su cuerpo fatigado y sus ojos, tan ojerosos, a causa de la pobreza y la crianza de los hijos, le hizo reprimir las lágrimas. La nariz dejó de moquearle. No obstante, permaneció allí inmóvil durante un rato, sin saber qué haría. La sangre le hervía de cólera.

—¿Qué ocurre, Mono? —le preguntó uno de los trabajadores—. Has vuelto a meter la pata, ¿eh? Te ha dicho que te marcharas, ¿no? Tienes quince años, y dondequiera que vayas por lo menos tendrás la comida asegurada. Sé un hombre y deja de lloriquear.

Sin detenerse en su tarea, los demás trabajadores se burlaron de él. Sus risas y pullas llenaban los oídos de Hiyoshi, el cual decidió no llorar delante de ellos. Dio media vuelta y les hizo frente, mostrándole sus blancos dientes.

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