—¡No eres el demonio del río! —exclamó—. Tienes miedo. Ni siquiera eres Tarzán, pues Khamis, mi padre, me ha dicho que Tarzán no teme a nada. Suéltame para que pueda trepar a un árbol; sólo un cobarde o un necio se quedaría aquí sentado, muerto de miedo, esperando a que llegue el león y lo devore. ¡Suéltame, te digo!
—¡Cierra el pico! —siseó él—. ¿Quieres llamar la atención de la fiera?
Pero las palabras y los forcejeos de la chiquilla le habían hecho despertar de su parálisis y se agachó para cogerla y levantarla hasta que pudo agarrarse a las ramas inferiores del árbol bajo el que se encontraban. Cuando ella hubo subido a un lugar seguro, él se dio impulso para situarse a su lado.
En las ramas superiores encontró un lugar de descanso que ofrecía más seguridad y comodidad, y allí se instalaron los dos para aguardar la llegada del alba, mientras a sus pies merodeaba Numa, el león, roncando, gruñendo y lanzando de vez en cuando un profundo rugido que hacía estremecer la jungla entera.
Cuando por fin se hizo de día, los dos, agotados tras una noche en vela, se deslizaron hasta el suelo. La niña se habría quedado con la esperanza de que los guerreros de Obebe llegaran hasta ellos; pero el hombre tenía más miedo que esperanza de que ocurriera esto y, por lo tanto, se dio toda la prisa que pudo para poner la mayor distancia posible entre él y el jefe caníbal negro.
Se hallaba absolutamente perdido, pues no tenía la más remota idea de por dónde buscar un sendero razonablemente practicable que llegara a la costa. Ni le importaba: su único deseo era escapar y no ser capturado de nuevo por Obebe, y por ello decidió dirigirse hacia el norte, manteniendo siempre un ojo abierto por si veía indicios de un sendero claro hacia el oeste. Esperaba descubrir algún poblado de nativos amistosos que le ayudaran en su viaje hacia la costa, y por eso se movía tan deprisa como podía en dirección norte, rodeando así el Gran Bosque de Espinos por la linde oriental.
El sol que se abatía sobre el sofocante corral de la Primera Mujer lo encontró vacío de vida. Sólo el cadáver de un joven yacía despatarrado donde había caído la noche anterior. En el distante azul apareció una mancha, que se fue haciendo grande a medida que se aproximaba hasta adoptar la forma de un pájaro planeando con sus alas inmóviles. Cada vez estaba más cerca; de vez en cuando volaba en grandes y lentos círculos, hasta que por fin se encontró sobre el corral de la Primera Mujer. Describió de nuevo algunos círculos y luego bajó a tierra en el interior del recinto; Ska, el buitre, había llegado. Al cabo de una hora el cuerpo del joven estaba oculto por un manto de grandes aves. El festín duró dos días; cuando se marcharon sólo quedaban los huesos pelados y, enredada en el cuello de uno de los pájaros, una cadena de oro de la que pendía un medallón con diamantes incrustados. Ska forcejeó con el objeto que colgaba bajo él, pues le molestaba cuando volaba y le estorbaba en su avance cuando caminaba en tierra, pero le daba dos vueltas al cuello y fue incapaz de quitárselo, así que se alejó a través del Gran Bosque de Espinos, haciendo que las brillantes piedras preciosas relucieran y centellearan al sol.
Tarzán de los Monos, tras esquivar a las mujeres que los habían perseguido a él y al joven alalus hasta el bosque, se detuvo en el árbol bajo el cual se había parado, presa del pánico, el hijo de la Primera Mujer. Allí estaba, cerca de él, más arriba, cuando Numa embistió, y con gesto rápido bajó el brazo, agarró al joven por el pelo y lo subió a un lugar seguro mientras las garras del león abrazaban el aire bajo los pies del alalus.
Al día siguiente el hombre-mono se preocupó de cazar para obtener comida, armas e indumentaria. Desnudo y desarmado como estaba le habría sido difícil resistir si no hubiera sido Tarzán de los Monos, y también lo habría sido para el alalus si no hubiera estado con él el hombre-mono. Tarzán encontró fruta, nueces y huevos de ave, pero él deseaba comer carne y para ello cazaba asiduamente, no sólo por la carne que obtenía de su presa, sino por la piel, las entrañas y los tendones, que utilizaba para la fabricación de objetos que precisaba para su seguridad y para la comodidad de su primitiva existencia.
Mientras olfateaba el rastro de su presa buscaba también las maderas adecuadas para confeccionar una lanza, un arco y flechas. No es que fueran difíciles de encontrar en ese bosque de árboles conocidos, pero el día casi había llegado a su fin cuando el leve viento, en cuya dirección había estado cazando, llevó hasta su sensible olfato el rastro de olor de Bara, el ciervo.
Saltó de un árbol a otro e invitó al alalus a seguirlo, pero la criatura era tan patosa que Tarzán se vio obligado a llevarlo a un lugar seguro entre las ramas. Allí intentó indicarle por signos que permaneciese en ese sitio, vigilando los útiles que había recogido para hacer armas, mientras él continuaba solo la caza.
No estaba del todo seguro de que el joven lo hubiese entendido, pero al menos no lo siguió cuando reemprendió su callada travesía entre las ramas del bosque, tras la esquiva pista del rumiante. El hijo adoptivo de Kala, la simia, conocía al causante de dicho rastro como Bara, el ciervo, aunque en realidad era un antilope. Y es que las impresiones de la infancia son imborrables. Quedaba muy lejos el día en que vio, embobado frente a una cartilla de colores en la cabaña de su padre, cerca del puerto seco de la Costa Oeste, el dibujo que acompañaba la
C
de
Ciervo
. Desde entonces, el antílope, lo más parecido al animal que ilustraba el abecedario que Tarzán conocía, se había convertido para él en Bara, el ciervo.
Acercarse lo suficiente a Bara con el fin de abatirlo con la lanza o la flecha requiere una astucia y un conocimiento del bosque superiores a la capacidad limitada del hombre civilizado. El cazador nativo pierde con más frecuencia que gana en este juego de ingenio y perspicacia. Tarzán, sin embargo, los superaba a ambos y también al antilope en agudeza de facultades perceptivas y en coordinación de mente y músculos aunque tuviese que vencer a Bara sólo con las armas que la naturaleza le proporcionaba.
A medida que Tarzán cruzaba la jungla de manera rápida y silenciosa, guiado por su olfato en la dirección de Bara, el ciervo, el conocido efluvio que le llegaba era cada vez más fuerte, lo que le indicaba que no lejos se hallaba Bara, y la boca se le hacía agua al salvaje hombre-mono, anticipando el festín que le esperaba. Y a medida que el perfume aumentaba, más cauta iba la gran bestia, moviéndose en silencio, como una sombra entre las sombras del bosque, hasta que por fin llegó a la linde de una abertura en la que vio una docena de antílopes que pacían.
El hombre-mono se puso en cuclillas en una rama baja y observó, inmóvil, los movimientos del rebaño en espera del momento en que uno de ellos estuviera lo bastante cerca de los árboles para efectuar un ataque con un mínimo de posibilidades de éxito. Esperar con paciencia, a veces hora tras hora, a que la presa se exponga a una muerte más segura forma parte del gran juego en el que participan los cazadores de bestias salvajes. Un solo movimiento inoportuno o irreflexivo puede hacer que la presa más asustadiza huya y no regrese durante días.
Para evitar esto, Tarzán permanecía inmóvil como una estatua, aguardando la oportunidad de que uno de los antílopes se hallara a poca distancia, y mientras aguardaba llegó a su olfato, débilmente, el olor de Numa, el león. Tarzán frunció el entrecejo. El viento le venía de cara respecto a Bara y el león no estaba entre él y el antílope. Por lo tanto, debía de estar en la dirección del viento con respecto a la presa así como a sí mismo; pero ¿por qué el sensible olfato de los herbívoros no había captado el olor de su archienemigo antes de que hubiera llegado al hombre-mono? Sin duda se debía a la placidez con que pacían, meneando la cola y alzando de vez en cuando la cabeza para mirar alrededor con las orejas erguidas, sin ningún asomo del terror que habría seguido de inmediato al descubrimiento de que Numa se hallaba cerca.
El hombre-mono sacó la conclusión de que una de aquellas ráfagas que tan a menudo inmoviliza una bolsa de aire directamente en el camino había rodeado durante unos instantes a los antílopes y los había aislado, en realidad, del entorno inmediato. Y mientras pensaba estas cosas, deseando que Numa se marchara, le sorprendió oír de pronto el crujir de la maleza del otro lado del claro, más allá de los antílopes, que al instante se pusieron alerta, dispuestos a huir. Casi en el mismo instante apareció a la vista un joven león que, al ver a los antílopes, atacó lanzando un terrorífico rugido. Tarzán se tiraba de los pelos de rabia y decepción al ver que la torpeza de un cachorro lo había despojado de su carne. Los rumiantes huyeron en todas direcciones y el león, que atacó inútilmente, perdió su carne y también la de Tarzán. Pero ¡un momento! ¿Qué es esto? Un macho aterrorizado, ciego a todo salvo a la única idea de escapar de las garras del temido carnívoro, se precipitaba directo hacia el árbol en el que se encontraba Tarzán. Cuando llegó a sus pies, un cuerpo moreno se lanzó de cabeza desde el follaje, unos dedos de acero se agarraron a la garganta del macho y unos fuertes dientes se clavaron en su cuello. El peso del cazador salvaje hizo caer de rodillas a su presa y, antes de que tuviera tiempo de derrumbarse de nuevo, un rápido gesto de aquellas poderosas manos le habían retorcido y roto el cuello.
Sin echar una mirada atrás, el hombre-mono se echó el cuerpo al hombro y saltó al árbol más cercano. No necesitaba perder tiempo mirando atrás para saber lo que Numa estaba haciendo, pues había saltado sobre Bara a plena vista del rey de las fieras. Apenas se halló de nuevo a salvo, el gran felino saltó al lugar donde él había estado unos momentos antes.
Numa, desconcertado, lanzó un terrible rugido y se volvió para mirar al hombre-mono, que estaba posado en una rama alta. Tarzán sonrió.
—Hijo de Dango, la hiena —se burló—, sigue hambriento hasta que aprendas a cazar —y, arrojando una rama rota a la cara de león con gesto de desdén, el hombre-mono desapareció entre las ramas hojosas con gran agilidad, como si la presa que llevaba al hombro no pesara.
Era aún de día cuando Tarzán regresó a donde el alalus lo esperaba. El joven tenía un pequeño cuchillo de piedra y con éste el hombre-mono cortó una generosa porción del antílope para el cachorro de la Primera Mujer y otra para sí mismo. Hundió sus blancos dientes de lord inglés en la carne cruda, hambriento, mientras el joven alalus lo miraba, sorprendido, buscando con qué hacer fuego. Divertido, Tarzán lo observó hasta que el otro logró prepararse su comida como creía que debía hacerse, con la parte exterior convertida en cenizas y el interior crudo, ya que, al fin y al cabo, era carne cocida y sin duda producía en quien la tomaba una sensación de gran superioridad sobre las bestias que devoraban la carne cruda, como si fuera un civilizado gastrónomo comiendo carne podrida y queso echado a perder en un elegante club de Londres.
Tarzán sonrió al pensar en lo ambigua que es la línea que separa al hombre primitivo del civilizado en asuntos relativos a sus instintos y apetitos. En cierta ocasión, algunos de los amigos franceses con los que cenaba se horrorizaron al enterarse de que, al igual que muchas tribus africanas y que los simios, él comía orugas, y expresaron su horror entre bocados de caracoles que ellos comían con deleite. De igual manera, el estadounidense provinciano mira con desdén al francés que come ancas de rana, mientras mastica una mano de cerdo. Los esquimales comen grasa de ballena cruda, los habitantes de la zona amazónica, blancos y nativos, consideran una exquisitez el contenido de los estómagos de loros y monos; el
culi
chino no pregunta cómo murió el animal cuya carne come ni cuánto hace de ello, y hay un hombre en Nueva York, un hombre estimable y por lo demás inofensivo, que come queso Limburger sobre peras Bartlett.
Al día siguiente, con suficiente carne para varios días, Tarzán se puso a trabajar en sus armas y taparrabo. Enseñó al alalus a rascar el pellejo del antílope con el cuchillo de piedra y se puso manos a la obra, usando como únicas herramientas trozos de piedra recogidos del lecho de un río para dar forma a las armas con las que poder hacer frente a las mujeres alali, los grandes carnívoros y a cuantos enemigos se pusieran a su alcance.
Mientras trabajaba observaba al joven alalus y se preguntaba de qué le podría servir aquella pobre criatura para encontrar el camino en el bosque de espinos que los rodeaba y que debía cruzar para llegar a terreno conocido y al camino de regreso a casa. Que aquella pobre cosa era timorata lo había demostrado su actitud cuando huían de las mujeres alali y su terror cuando se vio frente a Numa. Su falta de habla lo hacía inútil como compañero y carecía por completo de conocimientos del bosque, aparte de cierto tipo de instinto que a Tarzán no le servía de nada. Pero se había puesto de su lado durante el altercado ocurrido en el corral y, aunque no podía serle de ninguna ayuda, su acto había merecido cierta consideración. Además, era evidente que la criatura se había apegado a Tarzán y tenía intención de permanecer con él.
Pensando en el alalus mientras se fabricaba sus armas, Tarzán tuvo una idea: haría armas similares para el joven y le enseñaría a utilizarlas. Había visto que los rudimentarios artefactos defensivos de los alali no podrían rivalizar con alguien armado con arco y flechas o con una buena lanza. No cabía esperar que sus proyectiles llegaran tan lejos como las flechas de un arquero, y sus porras eran inútiles ante una lanza bien arrojada.
Sí, haría armas para el joven y lo entrenaría en su uso; así podría serle útil para cazar y, en caso necesario, en la lucha, y mientras Tarzán de los Monos pensaba en el asunto, el alalus interrumpió de pronto su trabajo y acercó una oreja al suelo. El hombre-mono comprendió que tenía que imitarlo y, cuando lo hizo, distinguió claramente ruido de pasos que resonaban en el camino trillado.
Recogió todas sus pertenencias y se subió a un árbol, entre cuyas ramas las escondió junto con los restos de Bara, el ciervo, y luego volvió y ayudó al joven a subir junto a él.
Poco a poco, el alalus se iba acostumbrando a estar en los árboles y accedía a ellos con más facilidad, pero en opinión de Tarzán aún era un ser indefenso.
No tuvieron que esperar mucho hasta que vieron aparecer por el sendero a una de las terribles mujeres del anfiteatro y detrás de ella, a unos diez o quince pasos, otra, y detrás de la segunda, una tercera. No era frecuente que viajaran así, pues la suya era una existencia solitaria, ya que los alali carecían casi por completo de instintos gregarios; sin embargo, en ocasiones emprendían juntos sus cacerías, en especial cuando perseguían alguna bestia peligrosa que les había usurpado sus derechos, o cuando, al no lograr reunir suficientes hombres del bosque durante la estación de apareamiento, las infortunadas se unían para atacar los corrales de alguna tribu vecina.