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Authors: Charlaine Harris

Todos juntos y muertos (39 page)

BOOK: Todos juntos y muertos
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Quinn estaba en la décima planta. Jamás había visto un hospital tan grande ni tan bullicioso. No me costó caminar como si tuviese un propósito y supiese adonde iba.

Nadie vigilaba a la puerta de su habitación.

Llamé suavemente, pero no oí ruidos eh el interior. Abrí la puerta con suma cautela y entré. Quinn estaba dormido en la cama, conectado a máquinas y tubos. Era un cambiante de curación muy rápida, por lo que deduje que sus heridas debieron de ser muy graves. Su hermana estaba a su lado. Agitó la cabeza vendada, que reposaba entre sus manos, en cuanto fue consciente de mi presencia. Me quité las gafas de sol y el sombrero.

—Tú —dijo.

—Sí, yo, Sookie. ¿De qué es diminutivo Frannie?

—En realidad me llamo Francine, pero todo el mundo me llama Frannie. —Parecía más joven mientras lo decía.

A pesar de alegrarme por el descenso del nivel de hostilidad, decidí que lo más prudente sería permanecer en mi lado de la habitación.

—¿Cómo se encuentra? —pregunté, apuntando a Quinn con la barbilla.

—Va y viene. —Hubo un momento de silencio, mientras tomaba un sorbo de un vaso de plástico blanco que había sobre la mesilla—. Cuando lo llamaste, me despertó —dijo abruptamente—. Empezamos a bajar las escaleras, pero un buen pedazo de techo se le cayó encima y el suelo se hundió bajo nuestros pies. Lo siguiente que recuerdo es que unos bomberos me decían que una loca nos había encontrado vivos. Nos hicieron todo tipo de pruebas y Quinn me dijo que cuidará de mí hasta que me ponga bien. Entonces me dijeron que tenía rotas las dos piernas.

Había una silla de sobra y me derrumbé sobre ella. Mis piernas ya no podían conmigo.

—¿Qué ha dicho el médico?

—¿Cuál de ellos? —dijo Frannie, triste.

—Cualquiera. Todos. —Cogí una de las manos de Quinn. Frannie se removió, como si fuese a hacerle daño, pero se tranquilizó. Tenía la mano libre de sondas, y la mantuve aferrada un instante.

—No se creen lo que ha progresado a estas alturas —contestó Frannie, cuando di por hecho que no me respondería—. De hecho, creen que es una especie de milagro. Ahora tendremos que pagar a alguien para que saque su ficha del sistema. —Su cabello de raíces negras estaba desgreñado, y aún seguía sucia por las explosiones.

—Ve a comprarte algo de ropa, vuelve y tómate una ducha —le dije—. Me quedaré con él.

—¿De verdad eres su novia?

—Sí.

—Me contó que tenías dudas.

—Y las tengo, pero no respecto a él.

—Está bien. Me iré. ¿Tienes algo de dinero?

—No mucho, pero toma algo.

Le entregué setenta y cinco dólares de los que me había dado el señor Cataliades.

—Vale, me servirá. Gracias —dijo sin entusiasmo, pero lo dijo.

Me quedé sentada en la silenciosa habitación con la mano de Quinn entre las mías durante una hora aproximadamente. En ese tiempo, parpadeó una vez para abrir los ojos, dio cuenta de mi presencia y los volvió a cerrar. Una levísima sonrisa vistió sus labios efímeramente. Sabía que, mientras durmiera, su cuerpo se estaría curando, y cuando despertara quizá podría volver a caminar. Me hubiera sentido muy reconfortada si hubiese podido subirme a esa cama y acurrucarme junto a Quinn, pero probablemente no era lo que más le convenía; podía hacerle daño.

Al cabo de un tiempo, empecé a hablarle. Le dije por qué pensaba que habían dejado la bomba frente a la habitación de la reina, y le conté mi teoría sobre la muerte de los tres vampiros de Arkansas.

—Tienes que admitir que tiene sentido —expliqué, y luego le conté lo que pensaba de la muerte de Henrik Feith y la ejecución de su asesino. Le hablé de la mujer muerta del centro de tiro, y de mis sospechas acerca de la explosión—. Lamento que Jake estuviera con ellos —continué—. Sé que te caía bien. Pero no soportaba ser un vampiro. No sé si recurrió a la Hermandad, o si fue al revés. Tenían al tipo del ordenador, el que fue tan grosero conmigo. Creo que fue él quien llamó a un delegado de cada comitiva para que fuera a por una maleta. Algunos fueron demasiado listos o vagos para recogerla, y otros las devolvieron cuando nadie las reclamó. Pero yo no, oh no. Yo la dejé en el condenado salón de la reina. —Meneé la cabeza—. Supongo que no había mucho personal del hotel implicado, de lo contrario Barry o yo habríamos detectado algo antes de que Barry empezara a sospechar.

Dormí durante unos minutos, creo, porque Frannie estaba de vuelta cuando miré alrededor. Comía de una bolsa de McDonald's. Se había aseado, y su pelo aún estaba húmedo.

—¿Lo amas? —preguntó, bebiendo un sorbo de Coca Cola de una pajita.

—Es demasiado pronto para decirlo.

—Tengo que llevármelo a Memphis —dijo.

—Sí, lo sé. Puede que no lo vea durante un tiempo. También tengo que volver a casa… de alguna manera.

—La estación de Greyhound está a dos manzanas.

Me estremecí. Un largo, largo viaje en autobús no era la mejor de las expectativas.

—O te podrías llevar mi coche —añadió.

—¿Qué?

—Bueno, hemos llegado aquí por separado. Él vino hasta aquí con el material y la caravana, y yo salí de casa de mi madre a toda prisa en mi pequeño deportivo. Así que tenemos dos coches, y sólo necesitamos uno. Tendré que llevar a Quinn a casa y quedarme con él un tiempo. Tú tienes que volver al trabajo, ¿no?

—Así es.

—Pues llévate mi coche, y lo recogeremos cuando te venga bien.

—Es muy amable por tu parte —agradecí. Me sorprendió su generosidad, porque me había convencido de que no le gustaba nada la idea de que Quinn tuviese novia, especialmente si la novia era yo.

—Pareces una tía legal. Intentaste sacarnos de allí a tiempo. Y le importas mucho.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho.

Sin duda gozaba de la franqueza a quemarropa de la familia.

—Vale —dije—. ¿Dónde lo has aparcado?

Capítulo 19

Durante los dos días de viaje, me aterró la idea de que me parasen y no creyesen que tenía permiso para usar el coche, que Frannie cambiase de opinión y dijera a la policía que se lo había robado o sufrir un accidente y tener que pagarle el coche a la hermana de Quinn. Era un viejo Mustang rojo, muy divertido de conducir. Nadie me detuvo, e hizo un tiempo muy bueno durante todo el camino de regreso a Luisiana. Pensé que quizá tendría ocasión de ver algo de Estados Unidos, pero por la interestatal todo parecía igual. Imaginé que por cada pequeña ciudad que pasaba de largo habría otro Merlotte's, y puede que otra Sookie.

Esas noches no pude pegar ojo. No dejaba de soñar con el suelo que temblaba a mis pies y el terrible momento en que atravesé el cristal de la ventana. También veía a Pam ardiendo, entre otras cosas que había hecho o visto durante las horas que estuve rastreando los escombros en busca de cuerpos.

Cuando giré por mi camino privado, después de una semana de ausencia, el corazón se me desbocó, como si la casa me estuviese esperando. Amelia estaba sentada en el porche delantero con un llamativo lazo azul en la mano, mientras Bob, sentado frente a ella, jugueteaba con el lazo con su pezuña negra. Miró hacia el frente para ver quién se acercaba, y cuando me reconoció al volante se puso en pie como un cohete. No rodeé la casa. Detuve el coche allí mismo y salí disparada del asiento. Los brazos de Amelia me rodearon como si fuesen plantas trepadoras y noté cómo se estremecía.

—¡Has vuelto! Virgen bendita, ¡has vuelto!

Saltamos de alegría como adolescentes, gritando de pura alegría.

—En el periódico se decía que habías sobrevivido —dijo—. Pero nadie te encontró al día siguiente. Hasta que llamaste, no estaba segura de que estuvieses viva.

—Es una larga historia —expliqué—. Una historia muy, muy larga.

—¿Me la quieres contar?

—Dame unos días —le pedí.

—¿Tienes algún bulto que meter?

—Nada. Todas mis cosas se evaporaron cuando estalló el edificio.

—¡Oh, Dios mío! ¡Tu ropa nueva!

—Bueno, al menos he salvado mi carné de conducir, la tarjeta de crédito y el móvil, aunque se le ha agotado la batería y no tengo cargador.

—¿Y el coche nuevo? —dijo, contemplando el Mustang.

—Es prestado.

—No creo que tenga un solo amigo que me pueda prestar todo un coche.

—¿Y si fuera sólo medio? —pregunté, y se rió.

—¿Sabes qué? —me contó Amelia—. Tus amigos se han casado.

Me quedé de una pieza.

—¿Qué amigos? —Sin duda no podía referirse a la doble boda de los Bellefleur; no creía que hubiesen vuelto a cambiar la fecha.

—Oh, no debí decirte nada —se lamentó Amelia, con aire culpable—. ¡Hablando del rey de Roma!

Otro coche se acercaba y se detuvo junto al Mustang rojo.

Era Tara.

—Te he visto conduciendo desde la tienda —dijo—. Casi no te reconozco con tu coche nuevo.

—Me lo ha prestado una amiga —le expliqué, mirándola de reojo.

—¡No se lo habrás dicho, Amelia Broadway! —consultó Tara con tono de legítima indignación.

—Qué va —se defendió Amelia—. He estado a punto, ¡pero has llegado justo a tiempo!

—¿Decirme qué?

—Sookie, sé que esto te va a sonar a locura —empezó a decir Tara, y sentí que se me juntaban las cejas—. Desde que te fuiste, parece que todo ha empezado a encajar de una extraña forma, como si supiese que tenía que pasar algo, ¿me entiendes?

Negué con la cabeza. No la entendía.

—¡J.B. y yo nos hemos casado! —confesó Tara, y la expresión de su cara estaba tan llena de matices: ansiedad, esperanza, culpa, fascinación.

Repetí aquella increíble frase mentalmente varias veces antes de estar segura de haberla comprendido.

—¿J.B. y tú? ¿Casados? —balbuceé.

—Lo sé, lo sé, puede que parezca un poco extraño…

—Parece perfecto —respondí, con toda la sinceridad que pude aunar. No estaba del todo segura de cómo me sentía, pero le debía a mi amiga la alegría que le estaba ofreciendo. En ese momento, aquello me pareció el mundo real. Los colmillos y la sangre bajo los potentes focos parecían un sueño, escenas de una película que no me hubiera gustado demasiado—. No sabes cómo me alegro por ti. ¿Qué puedo regalarte por la boda?

—Sólo tu bendición, pusimos el anuncio en el periódico ayer —dijo, burbujeando de alegría cual feliz arroyo—. Y el teléfono no ha dejado de sonar desde entonces. ¡Cómo es la gente!

Creía de veras haber arrinconado todos sus malos recuerdos. Estaba dispuesta a considerar las intenciones del mundo con benevolencia.

Trataría de imitarla. Haría todo lo posible por sofocar el recuerdo del momento en el que Quinn se incorporó apoyándose en los codos. Cuando alargó los brazos hacia Andre, que yacía mudo y afligido. Se apoyó en un codo, extendió la otra mano para coger un trozo de madera que había bajo la pierna de Andre y se lo hundió en el pecho. Y así, de ese modo, la larga vida de Andre tocó a su fin.

Lo hizo por mí.

¿Cómo podría seguir siendo la misma persona?, me pregunté. ¿Cómo podría felicitarme por el matrimonio de Tara, aun albergando tales recuerdos, no con horror, sino con un salvaje sentido de placer? Quise que Andre muriera con la misma intensidad que quería que Tara encontrase a alguien con quien compartir su vida y que nunca le echase en cara su horrible pasado, alguien que cuidase de ella y la amase con dulzura. Y J.B. lo haría. Puede que lo suyo no fuesen las conversaciones intelectuales, pero Tara parecía haber encontrado la paz en ello.

En teoría, debería estar feliz y esperanzada con mis dos amigas. Pero no era capaz de sentirlo. Había visto y sentido cosas horribles. Ahora, sentía que dos personas distintas trataban de existir en un mismo espacio.

«Si tan sólo pudiera alejarme de los vampiros durante un tiempo», me dije a mí misma, sonriendo y asintiendo a la vez, mientras Tara hablaba y Amelia me palmeaba el hombro o el brazo. «Si rezo todas las noches y frecuento más a otros humanos, si dejo tranquilos a los cambiantes, estaré bien.»

Abracé a Tara, estrujándola hasta que lanzó un chillido.

—¿Y qué opinan los padres de J.B.? —pregunté—. ¿De dónde sacarás la licencia? ¿De Arkansas?

Cuando Tara empezó a explicármelo, guiñé un ojo a Amelia, quien me lo devolvió y se agachó para coger a Bob en sus brazos.

Bob parpadeó cuando me miró a la cara, se restregó con los dedos que le ofrecí y ronroneó. Entramos en la casa, mientras el sol brillaba con fuerza a nuestras espaldas y nuestras propias sombras iban marcando nuestro camino.

Notas

[1]
Una especie de paella criolla. (N. del T.)

[2]
Programa de televisión de pruebas extremas. (TV. del T.)

[3]
Es considerada la madre de la enfermería moderna. (TV. del T.)

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