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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (3 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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La niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó:

—¡Súbeme a tu silla!

La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa y, ya acomodado en ella, dijo:

—Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas.

La niña la complació, pero veíase a las claras que obedecía a regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le atragantaban todos los bocados. Finalmente, dijo la bestezuela:

—¡Ay! Estoy ahíta y me siento cansada; llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda; dormiremos juntas.

La princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío, que ni siquiera se atrevía a tocar; y he aquí que ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo:

—No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada.

Cogióla, pues, con dos dedos, llevóla arriba y la depositó en un rincón. Mas cuando ya se había acostado, acercóse la rana a saltitos y exclamó:

—Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; conque súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre.

La princesita acabó la paciencia; cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared:

—¡Ahora descansarás, asquerosa!

Pero en cuanto la rana cayó al suelo dejó de ser rana, y convirtióse en un príncipe, un apuesto príncipe de bellos ojos y dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija.

Contóle entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca; díjole que al día siguiente se marcharían a su reino.

Durmiéronse, y a la mañana, al despertarlos el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de pie, el criado del joven Rey, el fiel Enrique. Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor transformado en rana, que se mandó colocar tres aros de hierro en torno al corazón para evitar que le estallase de dolor y de tristeza.

La carroza debía conducir al joven Rey a su reino. El fiel Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no cabía en sí de gozo por la liberación de su señor.

Cuando ya habían recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un estallido a su espalda, como si algo se rompiese. Volviéndose, dijo:

«¡Enrique, que el coche estalla!

—No, no es el coche lo que falla,

es un aro de mi corazón,

que ha estado lleno de aflicción

mientras viviste en la fontana

convertido en rana.»

Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz.

El gato y el ratón hacen vida en común

U
N gato había trabado conocimiento con un ratón, y tales protestas le hizo de cariño y amistad que, al fin, el ratoncito se avino a poner casa con él y hacer vida en común.

—Pero tenemos que pensar en el invierno, pues de otro modo pasaremos hambre —dijo el gato—. Tú, ratoncillo, no puedes aventurarte por todas partes; al fin caerías en alguna ratonera.

Siguiendo, pues, aquel previsor consejo, compraron un pucherito lleno de manteca. Pero luego se presentó el problema de dónde lo guardarían, hasta que, tras larga reflexión, propuso el gato:

—Mira, el mejor lugar es la iglesia. Allí nadie se atreve a robar nada. Lo esconderemos debajo del altar y no lo tocaremos hasta que sea necesario.

Así, el pucherito fue puesto a buen recaudo. Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando, cierto día, el gato sintió ganas de probar la golosina y dijo al ratón:

—Oye, ratoncito, una prima mía me ha hecho padrino de su hijo; acaba de nacerle un pequeñuelo de piel blanca con manchas pardas, y quiere que yo lo lleve a la pila bautismal. Así es que hoy tengo que marcharme; cuida tú de la casa.

—Muy bien —respondió el ratón— vete en nombre de Dios y si te dan algo bueno para comer, acuérdate de mí. También yo chuparía a gusto un poco del vinillo de la fiesta.

Pero todo era mentira; ni el gato tenía prima alguna ni lo habían hecho padrino de nadie. Fuese directamente a la iglesia, se deslizó hasta el puchero de grasa, se puso a lamerlo y se zampó toda la capa exterior. Aprovechó luego la ocasión para darse un paseíto por los tejados de la ciudad; después se tendió al sol, relamiéndose los bigotes cada vez que se acordaba de la sabrosa olla. No regresó a casa hasta el anochecer.

—Bien, ya estás de vuelta —dijo el ratón—; a buen seguro que has pasado un buen día.

—No estuvo mal —respondió el gato.

—¿Y qué nombre le habéis puesto al pequeñuelo? —inquirió el ratón.

—«Empezado» —repuso el gato secamente.

—¿«Empezado»? —exclamó su compañero—. ¡Vaya nombre raro y estrambótico! ¿Es corriente en vuestra familia?

—¿Qué le encuentras de particular? —replicó el gato—. No es peor que «Robamigas», como se llaman tus padres.

Poco después le vino al gato otro antojo, y dijo al ratón:

—Tendrás que volver a hacerme el favor de cuidar de casa, pues otra vez me piden que sea padrino, y como el pequeño ha nacido con una faja blanca en torno al cuello, no puedo negarme.

El bonachón del ratoncito se mostró conforme, y el gato rodeando sigilosamente la muralla de la ciudad hasta llegar a la iglesia, se comió la mitad del contenido del puchero.

—Nada sabe tan bien —díjose para sus adentros— como lo que uno mismo se come.

Y quedó la mar de satisfecho con la faena del día.

Al llegar a casa preguntóle el ratón:

—¿Cómo le habéis puesto esta vez al pequeño?

—«Mitad» —contestó el gato.

—¿«Mitad»? ¡Qué ocurrencia! En mi vida había oído semejante nombre; apuesto a que no está en el calendario.

No transcurrió mucho tiempo antes de que al gato se le hiciese de nuevo la boca agua pensando en la manteca.

—Las cosas buenas van siempre de tres en tres —dijo al ratón—. Otra vez he de actuar de padrino; en esta ocasión, el pequeño es negro del todo, sólo tiene las patitas blancas; aparte de ellas, ni un pelo blanco en todo el cuerpo. Esto ocurre con muy poca frecuencia. No te importa que vaya, ¿verdad?

—¡«Empezado», «Mitad»! —contestó el ratón—. Estos nombres me dan mucho que pensar.

—Como estás todo el día en casa, con tu levitón gris y tu larga trenza —dijo el gato—, claro, coges manías. Estas cavilaciones te vienen del no salir nunca.

Durante la ausencia de su compañero, el ratón se dedicó a ordenar la casita y dejarla como la plata, mientras el glotón se zampaba el resto de la grasa del puchero.

—Es bien verdad que uno no está tranquilo hasta que lo ha limpiado todo —díjose.

Y, ahíto como un tonel, no volvió a casa hasta bien entrada la noche.

Al ratón le faltó tiempo para preguntarle qué nombre habían dado al tercer gatito.

—Seguramente no te gustará tampoco —dijo el gato—. Se llama «Terminado».

—¡«Terminado»! —exclamó el ratón—. Éste sí que es el nombre más estrafalario de todos. Jamás lo vi escrito en letra impresa. ¡«Terminado»! ¿Qué diablos querrá decir?

Y, meneando la cabeza, se hizo un ovillo y se echó a dormir.

Ya no volvieron a invitar al gato a ser padrino, hasta que, llegado el invierno y escaseando la pitanza, pues nada se encontraba por las calles, el ratón acordóse de sus provisiones de reserva.

—Anda, gato, vamos a buscar el puchero de manteca que guardamos; ahora nos vendrá de perlas.

—Sí —respondió el gato—, te sabrá como cuando sacas la lengua por la ventana.

Salieron, pues, y al llegar al escondrijo, allí estaba el puchero, en efecto, pero vacío.

—¡Ay! —clamó el ratón—. Ahora lo comprendo todo; ahora veo claramente lo buen amigo que eres. Te lo comiste todo cuando me decías que ibas de padrino: primero «empezado», luego «mitad», luego…

—¿Vas a callarte? —gritó el gato—. ¡Si añades una palabra más, te devoro!

—… «terminado» —tenía ya el pobre ratón en la lengua.

No pudo aguantar la palabra y, apenas la hubo soltado, el gato pegó un brinco y, agarrándolo, se lo tragó de un bocado.

Así van las cosas de este mundo.

La hija de la Virgen María

E
N las lindes de un gran bosque vivía un leñador con su mujer y su única hija, una niña de tres años. Eran tan pobres que ni siquiera podían disponer del pan de cada día, y no sabían qué dar de comer a su hijita.

Una mañana, el leñador se fue a trabajar al bosque y, mientras estaba partiendo leña, llena la cabeza de preocupaciones, apareciósele de pronto una dama hermosísima; en su cabeza brillaba una corona de refulgentes estrellas. Le dijo:

—Soy la Virgen María, Madre del Niño Jesús. Eres pobre y necesitado, tráeme a tu pequeña; me la llevaré conmigo; seré su madre y la cuidaré.

El leñador obedeció; fue a buscar a su hija y la entregó a la Virgen María, la cual se volvió al cielo con ella. La niña lo pasaba de perlas: para comer, mazapán; para beber, leche dulce; sus vestidos eran de oro, y los angelitos jugaban con ella.

Cuando tuvo catorce años, llamóla un día la Virgen y le dijo:

—Hija mía, he de salir de viaje, un viaje muy largo; ahí tienes las llaves de las trece puertas del Cielo; tú me las guardarás. Puedes abrir doce y contemplar las maravillas que encierran; pero la puerta número trece, que es la de esta llavecita, no debes abrirla. ¡Guárdate de hacerlo, pues la desgracia caería sobre ti!

La muchacha prometió ser obediente y, cuando la Virgen hubo partido, comenzó a visitar los aposentos del reino de los Cielos. Cada día abría una puerta distinta, hasta que hubo dado la vuelta a las doce. En cada estancia había un apóstol rodeado de una brillante aureola.

La niña no había visto en su vida cosa tan magnífica y preciosa. No cabía en sí de contento, y los angelitos que siempre la acompañaban, compartían su placer. Pero he aquí que ya sólo quedaba la puerta prohibida, y la niña, con unas ganas locas de saber lo que había detrás, dijo a los angelitos:

—No voy a abrirla de par en par, y tampoco quiero entrar dentro; sólo la entreabriré un poquitín para que podamos mirar por la rendija.

—¡Oh, no! —exclamaron los ángeles—. Sería un pecado. La Virgen María lo ha prohibido, y podría ocurrirte una desgracia.

La chiquilla guardó silencio, pero en su corazón no se acallo la curiosidad, que la roía y atormentaba sin darle punto de reposo. Cuando los angelitos se hubieron retirado, pensó ella: «Ahora que estoy sola, podría echar una miradita; nadie lo sabrá».

Fue a buscar la llave; cuando la tuvo en la mano, la metió en el ojo de la cerradura y le dio vuelta. Se abrió la puerta bruscamente y apareció la Santísima Trinidad, sentada entre fuego y un vivísimo resplandor. La niña quedóse un momento embelesada, contemplando con asombro aquella gloria; luego tocó ligeramente el brillo con el dedo, y éste le quedó todo dorado. Entonces sintió que se le encogía el corazón, cerró la puerta de un golpe y escapó corriendo. Pero aquella angustia no la abandonaba, y el corazón le latía muy fuerte, como si ya nunca quisiera calmársele. Además, el oro se le había pegado al dedo, y de nada servía lavarlo y frotarlo.

Al cabo de poco, regresó la Virgen María. Llamó a la muchacha y le pidió las llaves del Cielo. Al alargarle la niña el manojo de llaves, la Virgen miróla a los ojos y le preguntó:

—¿No habrás abierto la puerta número trece?

—No —respondió la muchacha.

La Virgen le puso la mano sobre el corazón; sintió cuán fuerte le palpitaba, y comprendió que la niña había faltado a su mandato.

Todavía le volvió a preguntar:

—¿De veras, no lo has hecho?

—No —repitió la niña.

La Virgen vio luego el dedo, que había quedado dorado al tocar el fuego celeste, y ya no dudó de que la muchacha había pecado; y le preguntó por tercera vez:

—¿No lo has hecho?

—No —insistió la niña tozuda.

Entonces dijo la Virgen María:

—No obedeciste, y encima has mentido; no eres digna de estar en el Cielo.

La muchacha quedó sumida en profundo sueño, y cuando despertó, se encontró en la Tierra, en medio de una selva. Quiso gritar, pero no pudo articular ningún sonido. Se puso en pie de un brinco y trató de huir; mas por dondequiera que se volvía encontraba espesos setos de espinas, que le cerraban paso.

En aquella soledad en que estaba aprisionada, levantábase un viejo árbol; su tronco hueco tuvo que ser su morada. En él se metía al cerrar la noche, y en él dormía; y allí se cobijaba también en tiempo de lluvia o tempestad. Pero era un vida miserable, y cada vez que pensaba en lo bien que estuvo en el Cielo, jugando con los ángeles, se echaba a llorar con amargura. Raíces y frutos silvestres eran su único alimento; los buscaba hasta donde podía llegar.

En otoño recogió las nueces y las hojas caídas del árbol, y las llevó a su tronco hueco; la nueces fueron su comida durante todo el invierno, y cuando llegaron las nieves y los hielos, cubrióse con las hojas como un animalito para no morir de frío. No tardaron en rompérsele los vestidos, que le caían en andrajos. En cuanto el sol volvía a calentar, salía ella de su escondrijo y se sentaba al pie del árbol; y los cabellos, larguísimos, la cubrían toda como un manto.

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