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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (4 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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De este modo fueron pasando los años, uno tras otro, y no había amargura ni miseria que no sintiese.

Un día de primavera, cuando ya los árboles se habían vuelto a vestir de verde, el Rey del país salió a cazar al bosque. Un ciervo que perseguía fue a refugiarse entre la maleza que rodeaba el claro donde estaba la muchacha, el Rey se apeó del caballo y, con la espada, se abrió camino por entre los espinos.

Cuando por fin hubo atravesado los zarzales, descubrió sentada bajo el árbol a una joven hermosísima, cuyo cabello que parecía de oro la cubría hasta las puntas de los pies. El Rey se detuvo mudo de asombro y, al cabo de unos momentos, le dijo:

—¿Quién eres? ¿Cómo estás en un lugar tan solitario?

Pero no obtuvo respuesta, pues la joven no podía despegar los labios. El Rey siguió preguntando:

—¿Quieres venirte conmigo a palacio?

A lo que ella contestó con un ligero gesto afirmativo de la cabeza.

El Rey la cogió en brazos, la puso sobre el caballo y emprendió el regreso. Cuando llegó al palacio, mandó que la vistieran con las ropas más lindas, y le dio de todo en abundancia.

Aunque no podía hablar, era tan bella y tan graciosa, que el Rey se enamoró y, poco después, se casó con ella.

Habría transcurrido cosa de un año cuando la Reina dio a luz a un hijo. Pero he aquí que por la noche, estando la madre sola en la cama con el pequeño, apareciósele la Virgen María y le dijo:

—¿Quieres confesar la verdad y reconocer que abriste la puerta prohibida? Si lo haces, abriré tu boca y te devolveré la palabra, pero si te obstinas en el pecado y porfías en negar, me llevaré a tu hijito.

La reina recobró la palabra por un momento; pero, terca que terca, dijo:

—No, no abrí la puerta prohibida.

Entonces la Virgen le cogió de los brazos al recién nacido y desapareció con él.

A la mañana siguiente, como el pequeñuelo no apareciera por ninguna parte, cundió entre la gente el rumor de que la Reina comía carne humana y había devorado a su hijo. Ella lo oía sin poder justificarse; pero el Rey la quería tanto, que se negó a creerlo.

Al cabo de otro año, la Reina trajo al mundo a otro hijo.

Por la noche volvió a aparecérsele la Virgen y le dijo:

—Si confiesas que abriste la puerta prohibida, te devolveré a tu hijo y te desataré la lengua; pero si sigues obstinándote en el pecado y la mentira, me llevaré también a tu segundo hijo.

Y repitió la Reina:

—No, no abrí la puerta prohibida.

Y la Virgen le quitó el niño de los brazos y se volvió al Cielo.

Por la mañana, al ver la gente que también este niño había desaparecido, ya no se recató de decir en voz alta que la Reina lo había devorado, y los consejeros del Rey pidieron que fuese sometida a juicio. Pero el Rey la amaba tanto, que no quería prestar oídos a nadie, y ordenó a sus consejeros, bajo pena de muerte, que no hablasen más del caso.

Pasó otro año, y la Reina dio a luz a una hermosa niña.

Por tercera vez apareciósele la Virgen María, y le dijo:

—¡Sígueme!

Y, cogiéndola de la mano, la condujo al Cielo, donde le mostró a sus dos hijos mayores que estaban riendo y jugando con la bola del mundo. Viendo cómo se holgaba la Reina de verlos tan dichosos, la Virgen le dijo:

—¿No se ablanda aún tu corazón? Si confiesas que abriste la puerta prohibida, te devolveré a tus hijitos.

Pero la Reina respondió por tercera vez:

—No, no abrí la puerta prohibida.

Entonces la Virgen la envió nuevamente a la Tierra y le quitó la niña recién nacida. Por la mañana, todo el pueblo prorrumpió en gritos:

—¡La Reina come carne humana, hay que condenarla muerte!

El Rey ya no pudo acallar a sus consejeros. La hizo comparecer ante un tribunal y, como no podía contestar ni defenderse, fue condenada a morir en la hoguera.

Apilaron la leña, y cuando ya estaba atada al poste y las llamas comenzaban a alzarse a su alrededor, se derritió el duro hielo del orgullo y el arrepentimiento entró en su corazón; y pensó:

—¡Si antes de morir pudiera confesar que abrí aquella puerta!

En aquel momento le volvió el habla, y entonces gritó con todas sus fuerzas:

—¡Sí, María, sí que lo hice!

Y en aquel mismo instante, el cielo envió lluvia a la tierra y apagó la hoguera; se hizo una luz radiante a su alrededor y se vio descender a la Virgen María, llevando a los dos niños uno a cada lado, y a la niña recién nacida en brazos.

Dirigiéndose a la madre con acento bondadoso, le dijo:

—Quien se arrepiente de sus pecados y los confiesa, queda perdonado.

Restituyéndole a sus tres hijos, le desató la lengua y le dio felicidad para todo el resto de su vida.

El mozo que quería aprender lo que es el miedo

E
RASE un padre que tenía dos hijos, el mayor de los cuales era listo y despierto, muy despabilado y capaz de salir con bien de todas las cosas. El menor, en cambio, era un verdadero zoquete, incapaz de comprender ni aprender nada, y cuando la gente lo veía, no podía por menos de exclamar: «¡Éste sí que va a ser la cruz de su padre!».

Para todas las faenas había que acudir al mayor; no obstante, cuando se trataba de salir ya anochecido a buscar alguna cosa, y había que pasar por las cercanías del cementerio o de otro lugar tenebroso y lúgubre, el mozo solía resistirse:

—No, padre, no puedo ir. ¡Me da mucho miedo!

Pues, en efecto, era miedoso.

En las veladas, cuando reunidos todos en torno a la lumbre, alguien contaba uno de esos cuentos que ponen carne de gallina, los oyentes solían exclamar: «¡Oh, qué miedo!». El hijo menor, sentado en un rincón, escuchaba aquellas exclamaciones sin acertar a comprender su significado.

—Siempre están diciendo: «¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!». Pues yo no lo tengo. Debe ser alguna habilidad de la que yo no entiendo nada.

Un buen día le dijo su padre:

—Oye, tú, del rincón. Ya eres mayor y robusto. Es hora de que aprendas también alguna cosa con que ganarte el pan. Mira cómo tu hermano se esfuerza; en cambio, contigo todo es inútil, como si machacaras hierro frío.

—Tenéis razón, padre —respondió el muchacho—. Yo también tengo ganas de aprender algo. Si no os pareciera mal, me gustaría aprender a tener miedo; de esto no sé ni pizca.

El mayor se echó a reír al escuchar aquellas palabras, y pensó para sí: «¡Santo Dios, y qué bobo es mi hermano! En su vida saldrá de él nada bueno. Pronto se ve por dónde tira cada uno».

El padre se limitó a suspirar y a responderle:

—Día vendrá en que sepas lo que es el miedo, pero con esto no vas a ganarte el sustento.

A los pocos días tuvieron la visita del sacristán. Contóle el padre su apuro, cómo su hijo menor era un inútil; ni sabía nada, ni era capaz de aprender nada.

—Sólo os diré que una vez que le pregunté cómo pensaba ganarse la vida, me dijo que quería aprender a tener miedo.

—Si no es más que eso —repuso el sacristán—, puede aprenderlo en mi casa. Dejad que venga conmigo. Yo os lo desbastaré de tal forma, que no habrá más que ver.

Avínose el padre, pensando: «Le servirá para despabilarse». Así, pues, se lo llevó consigo y le señaló la tarea de tocar las campanas.

A los dos o tres días despertólo hacia medianoche y le mandó subir al campanario a tocar la campana. «Vas a aprender lo que es el miedo», pensó el hombre mientras se retiraba sigilosamente.

Estando el muchacho en la torre, al volverse para coger la cuerda de la campana vio una forma blanca que permanecía inmóvil en la escalera, frente al hueco del muro.

—¿Quién está ahí? —gritó el mozo. Pero la figura no se movió ni respondió—. Contesta —insistió el muchacho— o lárgate; nada tienes que hacer aquí a medianoche.

Pero el sacristán seguía inmóvil, para que el otro lo tomase por un fantasma. El chico le gritó por segunda vez:

—¿Qué buscas ahí? Habla si eres persona cabal, o te arrojaré escaleras abajo.

El sacristán pensó: «No llegará a tanto», y continuó impertérrito, como una estatua de piedra.

Por tercera vez le advirtió el muchacho, y viendo que sus palabras no surtían efecto, arremetió contra el espectro y de un empujón lo echó escaleras abajo, con tal fuerza que, mal de su grado, saltó de una vez diez escalones y fue a desplomarse contra una esquina, donde quedó maltrecho.

El mozo, terminado el toque de campana, volvió a su cuarto, se acostó sin decir palabra y quedóse dormido.

La mujer del sacristán estuvo durante largo rato aguardando la vuelta de su marido; pero viendo que tardaba demasiado, fue a despertar ya muy inquieta al ayudante y le preguntó:

—¿Dónde está mi marido? Subió al campanario antes que tú.

—En el campanario no estaba —respondió el muchacho—. Pero había alguien frente al hueco del muro, y como se empeñó en no responder ni marcharse, he supuesto que era un ladrón y lo he arrojado escaleras abajo. Id a ver, no fuera caso que se tratase de él. De veras que lo sentiría.

La mujer se precipitó a la escalera y encontró a su marido tendido en el rincón, quejándose y con una pierna rota.

Lo bajó como pudo y corrió luego a la casa del padre del mozo, hecha un mar de lágrimas:

—Vuestro hijo —lamentóse— ha causado una gran desgracia; ha echado a mi marido escaleras abajo, y le ha roto una pierna. ¡Llevaos en seguida de mi casa a esta calamidad!

Corrió el padre, muy asustado, a casa del sacristán, y puso a su hijo de vuelta y media:

—¡Eres una mala persona! ¿Qué maneras son ésas? Ni que tuvieses el diablo en el cuerpo.

—Soy inocente, padre —contestó el muchacho—. Os digo la verdad. Él estaba allí a medianoche, como si llevara malas intenciones. Yo no sabía quién era, y por tres veces le advertí que hablase o se marchase.

—¡Ay! —exclamó el padre—. ¡Sólo disgustos me causas! Vete de mi presencia, no quiero volver a verte.

—Bueno, padre, así lo haré; aguardad sólo a que sea de día, y me marcharé a aprender lo que es el miedo; al menos así sabré algo que me servirá para ganarme el sustento.

—Aprende lo que quieras —dijo el padre—; lo mismo me da. Ahí tienes cincuenta florines; márchate a correr mundo y no digas a nadie de dónde eres ni quién es tu padre, pues eres mi mayor vergüenza.

—Sí, padre, como queráis. Si sólo me pedís eso, fácil me será obedeceros.

Al apuntar el día embolsó el muchacho sus cincuenta florines y se fue por la carretera. Mientras andaba, iba diciéndose: «¡Si por lo menos tuviera miedo! ¡Si por lo menos tuviera miedo!».

En esto acertó a pasar un hombre que oyó lo que el mozo murmuraba, y cuando hubieron andado un buen trecho y llegaron a la vista de la horca, le dijo:

—Mira, en aquel árbol hay siete que se han casado con la hija del cordelero, y ahora están aprendiendo a volar. Siéntate debajo y aguarda a que llegue la noche. Verás cómo aprendes lo que es el miedo.

—Si no es más que eso —respondió el muchacho—, la cosa no tendrá dificultad; pero si realmente aprendo qué cosa es el miedo, te daré mis cincuenta florines. Vuelve a buscarme por la mañana.

Y se encaminó al patíbulo, donde esperó sentado la llegada de la noche. Como arreciara el frío, encendió fuego; pero hacia medianoche empezó a soplar un viento tan helado, que ni la hoguera le servía de gran cosa. Y como el ímpetu del viento hacía chocar entre sí los cuerpos de los ahorcados, pensó el mozo: «Si tú, junto al fuego, estás helándote, ¡cómo deben pasarlo esos que patalean ahí arriba!»

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