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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (9 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Entretanto, el Rey mostraba a la princesa la vajilla de oro pieza por pieza: fuentes, vasos y tazas, así como las aves y los animales silvestres y prodigiosos.

Transcurrieron muchas horas así, y la princesa, absorta y arrobada, no se dio cuenta de que el barco se había hecho a la mar. Cuando ya lo hubo contemplado todo, dio las gracias al mercader y se dispuso a regresar a palacio; pero al subir a cubierta vio que estaba muy lejos de tierra y que el buque navegaba a toda vela.

—¡Ay de mi! —exclamó—. ¡Me han traicionado, me han raptado! ¡Estoy en manos de un mercader! ¡Mil veces morir!

Pero el Rey, tomándole la mano, le dijo:

—Yo no soy un comerciante, sino un Rey, y de nacimiento no menos ilustre que el tuyo. Si te he raptado con un ardid, ha sido por el inmenso amor que te tengo. Es tan grande, que la primera vez que vi tu retrato caí al suelo sin sentido.

Estas palabras apaciguaron a la princesa, y como ya sentía afecto por el Rey, aceptó de buen grado ser su esposa.

Ocurrió, empero, mientras se hallaban aún en alta mar, que el fiel Juan, sentado en la proa del barco tocando un instrumento musical, vio en el aire tres cuervos que llegaban volando. Dejó entonces de tocar y se puso a escuchar su conversación, pues entendía su lenguaje.

Dijo uno:

—¡Fíjate! Se lleva a su casa a la princesa del Tejado de Oro.

—Sí —respondió el segundo—. Pero aún no es suya.

Y el tercero:

—¿Cómo que no es suya? Si va con él en el barco.

Volviendo a tomar la palabra el primero, dijo:

—¡Qué importa! En cuanto desembarquen se le acercará al trote un caballo pardo, y él querrá montarlo; pero si lo hace, volarán ambos por los aires, y nunca más volverá el Rey a ver a su princesa.

Dijo el segundo:

—¿Y no hay ningún remedio?

—Sí, lo hay; si otro se adelanta a montarlo y, con una pistola que va en el arzón del animal, lo mata de un tiro. Sólo de ese modo puede salvarse el Rey; pero, ¿quién va a saberlo? Y si alguien lo supiera y lo revelara, quedaría convertido en piedra desde las puntas de los pies hasta las rodillas.

Habló entonces el segundo:

—Todavía sé más. Aunque maten el caballo, tampoco tendrá el Rey a su novia. Cuando entren juntos en palacio, encontrarán en una bandeja una camisa de boda que parecerá tejida de oro y plata, pero que en realidad será de azufre y pez. Si el Rey se la pone, se consumirá y quemará hasta la médula de los huesos.

Preguntó el tercero:

—¿Y no hay ningún remedio?

—Sí, lo hay —contestó el otro—. Si alguien coge la camisa con guantes y la arroja al fuego, el Rey se salvará. ¡Pero eso de qué sirve! Si alguno lo sabe y lo dice al Rey, quedará convertido en piedra desde las rodillas hasta el corazón.

Intervino entonces el tercero:

—Pues yo sé más todavía. Aunque se queme la camisa, tampoco el Rey tendrá a su novia. Cuando, terminada la boda, empiece la danza y la joven reina salga a bailar, palidecerá de repente y caerá como muerta. Si no acude nadie a levantarla en seguida y no le sorbe del pecho derecho tres gotas de sangre y las vuelve a escupir inmediatamente, la reina morirá. Pero quien lo sepa y lo diga quedará convertido en estatua de piedra, desde la punta de los pies a la coronilla.

Después de haber hablado así, los cuervos remontaron el vuelo, y el fiel Juan, que lo había oído y comprendido todo, permaneció desde entonces triste y taciturno; pues si callaba, haría desgraciado a su señor, y si hablaba, lo pagaría con su propia vida. Finalmente, se dijo para sus adentros: «Salvaré a mi señor, aunque yo me pierda».

Al desembarcar sucedió lo que predijera el cuervo. Un magnífico alazán acercóse al trote.

—¡Ea! —exclamó el Rey—. Este caballo me llevará a palacio.

Y se disponía a montarlo cuando el fiel Juan, anticipándose subióse en él de un salto y, sacando la pistola del arzón, abatió al animal de un tiro.

Los servidores del Rey, que tenían ojeriza al fiel Juan, prorrumpieron en gritos:

—¡Qué escándalo! ¡Matar a un animal tan hermoso, que debía conducir al Rey a palacio!

Pero el monarca dijo:

—Callaos y dejadle hacer. Es mi fiel Juan. Él sabrá por qué lo hace.

Al llegar al palacio y entrar en la sala, puesta en una bandeja, apareció la camisa de boda, resplandeciente como si fuese tejida de oro y plata. El joven Rey iba ya a cogerla, pero el fiel Juan, apartándolo y cogiendo la prenda con manos enguantadas, la arrojó rápidamente al fuego y estuvo vigilando hasta que la vio consumida.

Los demás servidores volvieron a desatarse en murmuraciones:

—¡Fijaos, ahora ha quemado la camisa de boda del Rey!

Pero éste dijo:

—¡Quién sabe por qué lo hace! Dejadlo, que es mi fiel Juan.

Celebróse la boda, y empezó el baile. La novia salió a bailar; el fiel Juan no la perdía de vista, mirándola a la cara. De repente palideció y cayó al suelo como muerta. Juan se lanzó sobre ella, la cogió en brazos y la llevó a una habitación; la depositó sobre una cama y, arrodillándose, sorbió de su pecho derecho tres gotas de sangre y las escupió seguidamente.

Al instante recobró la Reina el aliento y se repusó; pero el Rey que había presenciado la escena y desconocía los motivos que inducían al fiel Juan a obrar de aquel modo, gritó lleno de cólera:

—¡Encerradlo en un calabozo!

Al día siguiente, el leal criado fue condenado a morir y conducido a la horca. Cuando ya había subido la escalera, levantó la voz y dijo:

—A todos los que han de morir se les concede la gracia dé hablar antes de ser ejecutados. ¿No se me concederá también a mí este derecho?

—Sí —dijo el Rey—. Te lo concedo.

Entonces el fiel Juan habló de esta manera:

—He sido condenado injustamente, pues siempre te he sido fiel.

Y explicó el coloquio de los cuervos que había oído en alta mar y cómo tuvo que hacer aquellas cosas para salvar a su señor. Entonces exclamó el Rey:

—¡Oh, mi fidelísimo Juan! ¡Gracia, gracia! ¡Bajadlo!

Pero al pronunciar la última palabra, el leal criado había caído sin vida, convertido en estatua de piedra.

El Rey y la Reina se afligieron en su corazón.

—¡Ay de mí! —se lamentaba el Rey—. ¡Qué mal he pagado su gran fidelidad!

Y, mandando levantar la estatua de piedra, la hizo colocar en su alcoba, al lado de su lecho.

Cada vez que la miraba, no podía contener las lágrimas y decía:

—¡Ay, ojalá pudiese devolverte la vida, mi fidelísimo Juan!

Transcurrió algún tiempo y la Reina dio a luz dos hijos gemelos, que crecieron y eran la alegría de sus padres.

Un día en que la Reina estaba en la iglesia y los dos niños se habían quedado jugando con su padre, miró éste con tristeza la estatua de piedra y suspiró:

—¡Ay, mi fiel Juan, si pudiese devolverte la vida!

Y he aquí que la estatua comenzó a hablar, diciendo:

—Sí, puedes devolverme a vida, si para ello sacrificas lo que más quieres.

A lo que respondió el Rey:

—¡Por ti sacrificaría cuanto tengo en el mundo!

—Siendo así —prosiguió la piedra—, corta con tu propia mano la cabeza a tus hijos y úntame con su sangre. ¡Sólo de este modo volveré a vivir!

Tembló el Rey al oír que tenía que dar muerte a sus queridos hijitos; pero al recordar la gran fidelidad de Juan, que había muerto por él, desenvainó la espada y cortó la cabeza a los dos niños. Y en cuanto hubo rociado la estatua con su sangre, animóse la piedra y el fiel Juan reapareció ante él, vivo y sano, y dijo al Rey:

—Tu abnegación no quedará sin recompensa.

Y, cogiendo las cabezas de los niños, las aplicó debidamente sobre sus cuerpecitos y untó las heridas con su sangre. En el acto quedaron los niños lozanos y llenos de vida, saltando y jugando como si nada hubiese ocurrido.

El Rey estaba lleno de contento. Cuando oyó venir a la Reina, ocultó a Juan y a los niños en un gran armario. Al entrar ella, díjole:

—¿Has rezado en la iglesia?

—Sí —respondió su esposa—, pero constantemente estuve pensando en el fiel Juan, que sacrificó su vida por nosotros.

Dijo entonces el Rey:

—Mi querida esposa, podemos devolverle la vida, pero ello nos costará sacrificar a nuestro hijitos.

Palideció la Reina y sintió una terrible angustia en el corazón; sin embargo, dijo:

—Se lo debemos, por su grandísima lealtad.

El Rey, contento al ver que su esposa pensaba como él, corrió la armario y, abriéndolo, hizo salir a sus dos hijos y a Juan, diciendo:

—¡Loado sea Dios; está salvado y hemos recuperado también a nuestros hijitos!

Y le contó todo lo sucedido. Y desde entonces vivieron juntos y felices hasta la muerte.

Gentuza

D
IJO el gallo a la gallina:

—Ha llegado el tiempo de las nueces; vámonos al monte y nos daremos un hartazgo antes de que la ardilla se las lleve todas.

—¡Qué buena idea! —contestó la gallina—. Vamos, nos divertiremos enormemente.

Se fueron juntos a la montaña, y se quedaron en ella hasta bien entrada la tarde, aprovechando que el día era espléndido. No sé si se hartaron demasiado o si se les subieron los humos a la cabeza; el caso es que no quisieron volver andando, y el gallo tuvo que fabricar un carrito con cáscaras de nuez.

Cuando ya estuvo a punto, acomodóse en él la gallina y dijo al gallo:

—Tú puedes engancharte y llevarme.

—¡Ésa si que es buena! —replicó él—. Primero me vuelvo andando que dejarme enganchar al carro. No es éste el trato. Hacer de cochero, sentado en el pescante, bueno; pero tirar yo, ¡ni por pienso!

Mientras disputaban así acercóse un pato graznando:

—¡Ladrones! ¿Quién os autorizó a entrar en mi nogueral? ¡Aguardad, que se os va a atragantar el banquete!

Y abriendo su enorme pico, arremetió contra el gallo. Pero éste tampoco era manco y embistió al pato con todas sus fuerzas manejando, zis zás, su espolón con tanta destreza, que el adversario tuvo que pedir gracia y resignarse, en castigo, a tirar del coche.

El gallo se sentó al pescante, haciendo de cochero, y comenzó la carrera:

—¡Arre, pato, arre! ¡Al trote, al trote!

Habían ya recorrido un buen trecho del camino, cuando se encontraron con dos caminantes, un alfiler y una aguja de coser que les gritaron:

—¡Alto, alto!

Les dijeron que pronto estaría oscuro como boca de lobo, ellos no podrían dar un paso, y menos habiendo tanto barro el camino; por lo cual les rogaban que los dejasen montar en el coche; se habían entretenido tomando cerveza en la taberna del sastre, y se les había hecho tarde.

Viendo el gallo lo flacos que estaban y que ocuparían muy poco sitio, los dejó subir, pero haciéndoles prometer que pondrían cuidado en no pisarlos, ni a él ni a la gallina.

Ya noche cerrada, llegaron a una venta, y como no daba gusto viajar en la oscuridad y, por otra parte, el pato estaba rendido y todo era hacer eses por la carretera, resolvieron quedarse.

Al principio, el ventero no hacía sino poner inconvenientes; la venta estaba llena, decía, mientras pensaba que aquellos huéspedes no eran muy distinguidos. Pero tanto porfiaron los viajeros, prometiéndole que le darían el huevo que la gallina había puesto en el camino y que podría quedarse con el pato, el cual ponía uno cada día, que al fin el hombre se avino a que pasaran la noche en su posada. La pareja se hizo servir a cuerpo de Rey, y se dieron el gran banquete.

De madrugada, cuando el alba apenas había despuntado y todo el mundo estaba aún durmiendo, el gallo despertó a la gallina, sacó el huevo, lo abrió de un picotazo y se lo zamparon en buena paz y compañía; luego tiraron la cáscara al hogar. Fueron después adonde estaba la aguja, que seguía dormida, cogiéronla por la cabeza y la clavaron en el asiento del sillón del ventero; al alfiler lo clavaron en su toalla, y después, a la chita callando, pusieron pies en polvorosa campo a través.

El pato, que prefería dormir a cielo abierto, oyólos marchar y, espabilándose, no tardó en dar con un arroyo, por el que escapó a nado; y podéis creerme que corría más que tirando del coche.

Hasta un par de horas más tarde no saltó el ventero de la cama. Lavóse y, al secarse con la toalla, el alfiler le arañó la cara, haciéndole un rasguño que iba de oreja a oreja. Bajó luego a la cocina, a encender la pipa, pero al soplar sobre las ascuas del hogar, la cáscara del huevo le saltó a los ojos en menudos pedazos.

«¡Esta mañana todo me sale al revés!», pensó; y, malhumorado, se dejó caer en el sillón del abuelo. Pero al instante se puso en pie de un brinco y gritó: «¡Ay!», pues la aguja le había pinchado de firme, ¡y no en la cara!

Dándose ya a todos los diablos, le entró la sospecha de si no sería cosa de aquellos huéspedes que habían llegado la víspera, ya tan tarde. Fue a su habitación y, ¡no te lo decía yo! Habían tomado las de Villadiego. Entonces el hombre hizo juramento solemne de que nunca más admitiría en su posada a gentuza de esa que con mucho no paga y, encima, por todo agradecimiento, os gasta bromas pesadas.

Los tres enanitos del bosque

E
RANSE un hombre que había perdido a su mujer, y una mujer a quien se le había muerto el marido. El hombre tenía una hija, y la mujer, otra. Las muchachas se conocían y salían de paseo juntas; de vuelta solían pasar un rato en casa de la mujer.

Un día, ésta dijo a la hija del viudo:

—Di a tu padre que me gustaría casarme con él. Entonces tú te lavarías todas las mañanas con leche y beberías vino; en cambio, mi hija se lavaría con agua, y agua solamente bebería.

De vuelta a su casa, la niña repitió a su padre lo que le había dicho la mujer.

Dijo el hombre:

—¿Qué debo hacer? El matrimonio es un gozo, pero también un tormento.

Al fin, no sabiendo qué partido tomar, quitóse un zapato y dijo:

—Coge este zapato, que tiene un agujero en la suela, llévalo al desván, cuélgalo del clavo grande y échale agua dentro. Si retiene el agua, me casaré con la mujer; pero si el agua se sale, no me casaré.

Cumplió la muchacha lo que le había mandado su padre; pero el agua hinchó el cuero y cerró el agujero, y la bota quedó llena hasta el borde. La niña fue a contar a su padre lo ocurrido. Subió éste al desván, y viendo que su hija había dicho la verdad, se dirigió a casa de la viuda para pedirla en matrimonio, y se celebró la boda.

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