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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (6 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Algunos de los mensajes eran sólo para los viejos. Jóvenes que querían un amo maduro, un tipo mayor con el que compartir una relación sentimental. Pero de ordinario eran mensajes de jóvenes para jóvenes. «Veintidós años, velludo, busca diversión con tipo varonil o skinhead de polla grande, 18 a 22 años. Nuevo en la zona. Tengo piso. Gen. 7-5-74.»

La identidad de este Gen tuvo a David intrigado durante algún tiempo. El ubicuo tanguista que aparecía en todas las paredes, en todos los barrios, en distintos tipos de letra; que siempre hacía ofrecimientos y peticiones, siempre con números. Había vivido todas las combinaciones posibles de toda copulación y aún quería más. Estaba disponible aquí a tales horas y allí a tales otras.

Fue una decepción averiguar que Gen quería decir «genuino». Una decepción no sólo por descubrir que no existía hombre capaz de estas proezas, sino porque lo que quedaba en su lugar era el pathos de la duda, el miedo al rechazo, a ser desdeñado, a convertirse en uno de los viejarrones. Pero las paredes estaban llenas de encuentros no consumados, de horas desperdiciadas y de citas no cumplidas.

David nunca acudía a sus citas. Los hombres siempre querían una segunda vuelta, sin comprender que el tiempo de David estaba limitado por los padres de Hugo. Y por el propio Hugo. En el mismo instante en que David se corría, eyaculando sobre el edredón o contra el cristal de la ventana, dejando a su compañero inquieto y pegajoso, en ese mismo instante comenzaba a desvanecerse. El insolente pilluelo callejero que sabía lo que quería y que lo quería de inmediato, en la boca y en el dormitorio, se disolvía como un espejismo y era sustituido por un Hugo irritable, tímido y picajoso, enojado consigo mismo porque otra tarde se le había escurrido entre los dedos en horas perdidas merodeando por los urinarios, esperando el momento de meter la polla en la boca de un desconocido. Quizá la polla fuera suya, pero era David quien se cuidaba de ella, ¿y qué le daba David por la tarde perdida? Nada. En el mejor de los casos, un par de libras esterlinas que gastaría en la confitería de la escuela al día siguiente; en el peor, la huella de un mordisco apasionado que debería ocultar y una mancha que debería lavar.

Aunque Hugo intentaba echar la culpa a David, los dos se sabían atrapados en aquella especie de sociedad en la que cada uno tiraba hacia su lado. Hugo cedía el mando a David apenas cruzaban la puerta de la calle. Del mismo modo en que no podía entrar en una tienda sin experimentar el deseo de robar algo, tampoco podía salir al aire libre sin experimentar el deseo de sexo. Fuera cual fuese la visita cultural a museos o bibliotecas que Hugo hubiera proyectado, David no le dejaba en paz hasta verse satisfecho. Los viajes a la Galería Nacional o al Museo Británico terminaban en la plaza Leicester, contemplando las sirenas de los azulejos verde mar mientras el hombre del urinario contiguo se provocaba una erección o salía a toda prisa. Las matinales en el teatro para ver representaciones de los clásicos acababan siendo aprovechadas para ganar unos billetes a cambio de dejarse chupar la polla por un extranjero barbudo en el hueco del ascensor fuera de servicio de un aparcamiento subterráneo en la calle Panton.

Si Hugo se hubiera visto limitado durante el resto de su adolescencia a buscar el sexo en los urinarios de madera de South Mimms, junto a la Al, quizá no habría ocurrido nada de esto, naturalmente. El deseo bien habría podido sucumbir ante la pereza. El viaje de ida, impulsado por la expectación, era bastante duro, pero la vuelta, con la energía consumida y un creciente sentimiento de culpa, se hacía muy dura, y las colinas se hacían largas y lentas.

Este problema fue resuelto por el Consejo municipal. Entregaron a Hugo un local de baile, un salón de té, una casita de campo ante su propia puerta. Ahí comenzó la auténtica carrera de David. Ahí comenzó todo. En South Mimms reinaba un desorden increíble y poco después ardió hasta los cimientos. Lo que hubiera podido concluir con ese incendio halló refugio en los suburbios.

Empezó un viernes por la noche. Hugo iba hacia Woodcraft Folk. Había ingresado en Woodcraft Folk porque su hermana mayor lo había hecho. Su hermana mayor había ingresado en Woodcraft Folk porque no podía soportar el chismorreo estremecido de las Guías
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, cuya conversación abarcaba desde el pintalabios y la sombra de ojos hasta quién había estado magreándose con David Rees la semana pasada y el grano que le había salido a Suzanne en la punta de la nariz. La hermana de Hugo no usaba pintalabios ni sombra de ojos (no se lo permitían sus padres), no conocía a David Rees (no le permitían salir con chicos) y ya tenía sus propios granos de que preocuparse. No podía intercambiar chismes con sus amigas sobre el magreo del sábado pasado ni proyectar el próximo magreo, porque no tenía amigos y sus padres no le dejaban ir a fiestas. Por lo que Hugo podía o quería saber, probablemente no la había magreado nadie. De todos modos, nunca la invitaban a fiestas, porque no era una chica divertida. Hugo consideraba que la culpa era sólo de ella. Nunca llegó a comprender lo desdichada que debía de sentirse. Únicamente pensaba que tenía mal carácter.

Su hermana dejó las Guías y comenzó a buscar una salvación adolescente. En su camino hacia Dios, se cruzó con Woodcraft Folk, una mezcla muy distinta de chicas… y chicos. Tras la interminable serie de Union Jacks
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de las Guías y los Exploradores, aquello era la Bandera Roja de los grupos juveniles, donde todos fumaban cigarrillos liados a mano y hasta porros, coleccionaban discos de Jimi Hendrix y habían follado al menos una vez. Hugo sabía que habían follado por lo mucho que les gustaba hablar de ello. Las chicas sabían de embarazos adolescentes que habían terminado en aborto. Los chicos tenían amigos que habían sido padres antes de terminar la enseñanza primaria.

Hugo siguió a su hermana porque él también quería escapar de Baden Powell, las insignias y los desfiles hacia la iglesia. Como en el caso de su hermana, aquél no era lugar para Hugo. Y no porque los Cachorros se dedicaran a charlar de cosméticos y de chicos. En realidad, ni siquiera hablaban de chicas; hablaban de fútbol y les gustaba mancharse de barro.

Hugo se marchó cuando le llegó el momento de convertirse en un verdadero Explorador. No había cosa que deseara menos. Los Cachorros estaban bien. Los chicos eran sus compañeros de escuela. Los veía a diario. Sabían quién era él y sabían cómo era. No esperaban nada extraño de él. Sabían que no se le daba bien acumular insignias, que era lo que todos debían hacer, y que no sentía un gran interés por el Bulldog británico. Pero daba igual, porque a nadie le importaba. A los Exploradores sí les importaba. Empezaban a gritarle a uno. Las provocaciones eran más duras y más malintencionadas, los chicos eran más grandes, más extraños y más crueles. Los jefes no estaban para protegerle a uno, sino para arrojarlo en el agujero más hondo. Todo era cuestión de convertirse en hombre. Eso a Hugo no le interesaba en absoluto.

Un año, sus padres lo enviaron a un campamento de fin de semana en Well End. Hugo hubiera podido explicarles antes de partir que iba a ser horrible. Incluso la lista de prendas y material reglamentario parecía una ordenanza militar. El campamento estaba repleto de militares retirados que añoraban el uniforme y estaban dispuestos a anudarse un pañuelo al cuello y llevar pantalones cortos si así podían vestir otra vez de caqui y gritar unas cuantas órdenes a un grupo de subordinados. Hugo no tenía carácter para soportar gritos. Esto lo tuvo muy claro cuando se quedó atascado en mitad de una escalada.

En realidad, no era exactamente una escalada sobre roca. Había que trepar por una pared de madera con pequeños salientes clavados. Primero había que atarse con cuerdas sostenidas desde arriba y desde abajo por auténticos Exploradores de uniforme beige y pantalones largos, y luego había que trepar.

Hugo sabía escalar rocas sin grandes dificultades, pero no superficies verticales de madera mientras otros se dedicaban a gritarle. No respondió a los gritos; se quedó mirando fijamente la madera que tenía ante los ojos y no se movió. Estaba paralizado por el pánico. Desvió la vista hacia abajo, sin decidirse a saltar. Los rostros de abajo se dividían en dos grupos: los chicos que lo detestaban porque era un cobarde y los chicos que lo detestaban porque ellos también eran cobardes.

En eso consistió todo el fin de semana, toda la justificación del fin de semana: un curso de asalto donde los chicos como Hugo fracasaban y los demás se reían de ellos. Hugo añoró a su hermana pequeña con tanta intensidad que habría consentido en jugar a lo que ella quisiera con tal de tenerla a su lado. Hubieran podido escaparse al bosque y jugar a las casitas. Todos los juegos del campamento tenían que ver con la guerra, con mojarse y cubrirse de barro, con desgarrarse el rasposo suéter verde en una pelea, con hacerse un corte y un par de cardenales y pasar por todo ello con una sonrisa. Ésa era la prueba de que uno sabía jugar.

Aquella noche lloró de vergüenza e incomodidad sobre su flamante colchoneta de reglamento en una tienda minúscula y sofocante con otros dos Cachorros y un buen número de mosquitos.

A la mañana siguiente casi se echó a llorar de rabia cuando anunciaron una inspección de las tiendas. Toda la ropa tan pulcramente plegada por su madre debía ser desempaquetada, desplegada y extendida bajo la llovizna para someterla a la inspección de un gordo vestido de caqui. Cada calcetín, camisa o pañuelo cuidadosamente plegado y planchado le hacía pensar en su madre, en los dos juntos, sólo él y ella, sentados en el dormitorio, preparando la mochila y conversando. Todas aquellas prendas eran su último lazo con ella. Su madre había sido la última en tocarlas, cuando las guardó en la mochila sin desplegarlas ni arrugarlas. Y ahora debía exponerlas ante aquel gordo con un silbato colgado del cuello.

Aquel día concibió un aborrecimiento frío e inexpresable contra los hombres gritones vestidos de uniforme. Le hubiera gustado escupir a la cara del gordo del silbato y decirle qué estúpido parecía allí de pie, intimidando a niños pequeños en un barrizal un domingo por la mañana.

Cuando sus padres fueron a buscarlo a su regreso de Well End, no pareció importarles que Hugo no hubiera disfrutado, cosa que a él le sorprendió mucho, porque habían tenido que pagar la excursión y normalmente eran muy estrictos respecto al uso que hacían del dinero.

Después de aquella acampada, Hugo tuvo muy claro que no iba a ingresar en los Exploradores, así que anunció a sus padres que quería ir a Woodcraft Folk con su hermana. En Woodcraft Folk no había insignias, salvo una con el diseño de una fogata que se entregaba al ingresar. Había bailes populares y debates políticos, y nada de Bulldog británico ni de exámenes sobre nudos. Había pausas para tomar café con galletas. Había risas y un ambiente amistoso. Pero al principio, Hugo, todavía tímido e inseguro, procuraba pasar desapercibido, rehuyendo la atención que su hermana, tan seria, atraía sobre los dos.

Aparte de eso, Hugo siempre llegaba tarde a las reuniones. Al principio no, pero a medida que iban pasando las semanas, a veces llegaba hasta con cuarenta minutos de retraso. Eso siempre parecía intrigar a su hermana. Hugo alegaba problemas con la bicicleta, o que había salido tarde de casa, o que algo le había demorado, pero nunca le decía la verdad. La verdad sobre que ya no necesitaba volver más a South Mimms. La verdad sobre el Consejo municipal, que había regalado a David su propio lugar de juegos bien cerca de su casa.

En realidad, también esta vez sucedió por casualidad, aunque Hugo ya albergara sus sospechas desde el momento en que pisó el sendero descantillado hacia la puerta de los retretes. Iba pedaleando de camino a Woodcraft Folk cuando decidió que tenía ganas de mear. Ahora carece de importancia saber si vio los urinarios primero y luego pensó «¿Por qué no?» o si en verdad necesitaba un retrete y lo encontró en el lugar oportuno; lo cierto es que, a menos que estuviera a punto de estallar, lo cual parece improbable porque acababa de salir de casa, habría podido aguantarse las ganas durante los cinco minutos que hubiera tardado en llegar a la reunión. No se rindió a su vejiga, sino a David. David no podía pasar ante unos urinarios sin detenerse a investigar. Para él eran como antes las confiterías para Hugo y su hermanita: no podían salir de allí sin haber robado algo. Eran como el mueble bar cuando sus padres salían de casa. Tenía que darle un tiento, un traguito, un dedo de una botella y medio dedo de otra. Aunque sólo fuese porque estaban allí.

Era curioso que no se hubiera fijado nunca en aquella construcción. Estaba en un recodo de la Calle Mayor, discretamente encajada entre un pub y unas casas abandonadas ocultas tras vallas de publicidad. Era una casita perfecta: semiescondida, pero con fácil aparcamiento y una considerable afluencia de usuarios de paso; un edificio Victoriano que consentía el grado justo de decadencia —puertas de madera agujereadas, iluminación penumbrosa, cincuenta y tantos años de graffitis, sin sitio para un encargado— y se hallaba a escasa distancia de las tiendas, lo que permitía una interminable variedad de excusas para encubrir una interminable variedad de visitas.

El interior era húmedo y oscuro. En el aire flotaba un olor que a Hugo le resultó familiar, aunque nunca había logrado identificarlo. Lo reconocía de otros retretes, pero no de todos los retretes. No era un olor a mierda o meados. Era olor a sexo, a sexo rancio.

La puerta de uno de los cubículos estaba cerrada. Sólo había dos, y Hugo se deslizó en el otro sin hacer ruido, tras dejar la bicicleta apoyada sobre los azulejos manchados de la pared opuesta a los urinarios. El lugar no permitía la menor duda. Los relatos eran frenéticos y excitantes. Los dibujos eran exagerados y habían sido retocados por muchas plumas distintas en muchas tardes distintas.

Pero, además, había algo extraordinario. Había un agujero en la pared que separaba los dos cubículos. Un agujero en una pared metálica. Aquel agujero no había sido abierto con una navaja de bolsillo; estaba en el metal, y siempre había estado allí.

El agujero se encontraba a la altura exacta para que Hugo, sentado en el retrete, pudiera ver las manos del hombre que se masturbaba al otro lado. Hugo se agachó y atisbo hasta ver el rostro que le devolvía la mirada.

Existía cierto protocolo relacionado con las paredes con agujeros de ese tamaño. Un protocolo que todo el mundo conocía, a pesar de que tales agujeros eran raros y raramente duraban mucho, pues de ordinario eran tapados por algún diligente encargado de mantenimiento. Según lo que se viera en el rostro del hombre que ocupaba el cubículo contiguo, uno cubría el agujero con una hoja de papel higiénico humedecido o bien metía el dedo por el agujero y lo agitaba. El primer mensaje no podía resultar más claro; el segundo era una invitación formal para que el hombre del cubículo contiguo metiera la polla por el agujero.

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