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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (8 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Si era una cara nueva, se volvía hacia el urinario y se sacudía el pene como si estuviera terminando de orinar, mientras miraba de soslayo intentando detectar los signos delatores, la sacudida de más, la ojeada rápida y furtiva, los hombros encorvados, la cautela.

En la mayoría de los casos, David descubría muy deprisa si estaban meando o jugando. Los transeúntes corrientes no advertían la tensión, no advertían las miradas, se mostraban excesivamente despreocupados. Entraban y salían tranquilamente, silbando, abstraídos, a veces apresurados, pensando en el autobús que debían tomar o en la esposa o los niños que esperaban fuera con las compras del sábado; una vida normal que había caído brevemente bajo el atento escrutinio de un submundo. Los hombres corrientes incluso orinaban de una forma distinta. Mientras meaban se inclinaban hacia el urinario, y el gorgoteo en el sumidero servía de advertencia a los presentes para que fueran con tiento. Se sacudían el pene con un suspiro y un leve estremecimiento de alivio, se abrochaban la bragueta y se iban; la vista siempre al frente, nada que los distrajera de su misión.

La presencia de tales extraños provocaba ondas de conducta imitativa entre los habituales del recinto. Todos los penes en masturbación dejaban de masturbarse y se sacudían vigorosamente, parodiando los movimientos bruscos y enérgicos del intruso. Si se orinaba contra la pared y no en pequeñas tazas individuales, todas las pichas erectas, hinchadas tras media hora de toqueteos, eran empujadas hacia abajo hasta quedar casi paralelas con el cuerpo, mientras sus propietarios las contemplaban como si les asombrara comprobar que aún no estaban meando.

Y esos mismos habituales del recinto, los compañeros de David en las danzas secretas tras las ventanas de vidrios rotos, entre los restos de papel higiénico empapado, regresaban con igual presteza a sus posiciones de danza en cuanto el intruso se retiraba. Todos los miembros del reparto estaban perfectamente entrenados, por más que les pareciera hallarse fuera de lugar. Y como en todos los buenos tangos, como en todos los buenos carnavales, el reparto era variado y pintoresco: casados que huían de la soledad, que conducían a David a apartamentos impregnados del cremoso olor de la limpieza femenina y se entregaban al sexo con él sobre el lecho conyugal y volvían a salir apresuradamente, eludiendo las miradas de los fascinados vecinos. Hombres callados que vivían en régimen de incomunicación en algún remanso suburbano, con jardines sin cuidar y alfombras que no conocían la aspiradora, cuyas vidas giraban en torno al televisor, la colección de discos Music For Pleasure y el frigorífico. Constructores que lo hacían en rincones escondidos de la obra, zoquetes de la vecindad cuyos penes habían consumido la savia vital de sus cerebros, oficinistas que se morían por arrancarse el chaleco. Hombres cuyos rostros se enrojecían al correrse, que jadeaban y emitían unas gotas de semen tras media hora de sudar y resollar. Hombres de polla pequeña y fláccida, hombres de polla vigorosa, hombres de polla torcida hacia la izquierda o hacia la derecha, o que goteaba demasiado antes de correrse, y, muy de vez en cuando, hombres que suplicaban ser azotados con el cinturón y obligados a lamerle los zapatos.

Al principio, cuando Hugo era muy joven y David intrépido y anhelante, el juego resultaba fácil. Aun cuando las situaciones se volvían grotescas, los viajes en automóvil demasiado largos o los hombres demasiado extraños y el peligro demasiado próximo, David sonreía a pesar de su aprensión y se aferraba a la esperanza de un orgasmo en manos de otro con el cuerpo de otro para tocar.

A veces perdía. Perdió con aquel hombre que, después de llevarlo al bosque, le pidió que se quitara los pantalones y los colgó de la cerca que bordeaba las vías del tren, y luego le pidió que se quitara los calzoncillos y, tras hacer él lo mismo, intentó meter su polla por la fuerza (no deslizaría con cuidado ni irla metiendo poco a poco) en el culo de David. David quedó consternado al oír gritar a Hugo y se desvaneció al instante, dejando a Hugo sollozando como un bebé, aferrado al hombre cuyo nombre no conocía (David nunca les preguntaba el nombre, ni siquiera cuando ellos le preguntaban el suyo. A fin de cuentas, él mentía, así que ¿por qué no iban a hacerlo ellos? ¿Y de qué podía servirle un nombre falso?).

A veces metía a Hugo en un aprieto. Lo metió en un aprieto con el viejo de unas puertas más abajo y lo metió en un verdadero aprieto con aquella enfermedad de la polla que hacía que le doliese al mear y le supurase en los calzoncillos.

Cuando lo del viejo, lo que más asustó a Hugo fue que le hizo comprender que la gente hablaba, que hablaban de David pero creyendo que era él. Estaba llamando la atención, y David no le ayudaba.

En circunstancias normales, nunca hubiera sabido nada del viejo, y ni siquiera habría hablado con él si su madre no hubiera estado demasiado atareada preparando la cena para unos invitados y no hubiera tenido tiempo para su colecta de beneficencia y no hubiera decidido enviar a Hugo en su lugar, entregándole una lista de casas a las que llamar y nombres por los que preguntar y un discursito que le hizo ensayar una y otra vez en la cocina, introduciendo las peticiones en los momentos adecuados. Hugo nunca había querido hacer la colecta por su madre, pero aún estaba de vacaciones y no tenía gran cosa que hacer, sólo unas cuantas fruslerías, y en cuanto a ella se le metía en la cabeza una cosa así, no le dejaba ninguna alternativa. Hugo podía aceptar graciosamente y quedar bien o ponerse bolchevique y llevarse una regañina. El resultado final era el mismo.

De modo que empezó a ir de puerta en puerta, encontrándose con todas las vecinas que se acordaban de cuando era así de pequeño y se perdían en rememoraciones farfulladas mientras él, sin escucharlas, contemplaba sus oscuros recibidores con flores secas y espejos de pared, esperando que sus viejos y rígidos dedos extrajeran las monedas de sus viejos y rígidos bolsos. Y le iba bastante bien. Todas recordaban su nombre de cuando era así de pequeño, aunque en realidad lo veían todos los días y se cruzaban con él por la calle sin decirle nada, mascullando para su coleto. Todas tenían el dinero preparado y no querían entretenerse hablando con él, salvo para decirle eso y darle recuerdos para su madre, que era una señora tan agradable. Le iba muy bien. Tal vez podría incluso terminar a tiempo para mirar un rato la televisión antes de que llegaran sus hermanas de la escuela y fuese la hora del té. Entonces llegó al número siete.

Sabía que la señora del número siete era la del cabello oscuro y la pintura color rojo fuego que le emborronaba los labios como si le hubieran pegado en la boca y ya no le importara que lo vieran. Llevaba un pañuelo azul en la cabeza y caminaba a gran velocidad hablando sin cesar, a veces gritando, siempre sola. No era la única loca de la calle, pero era la única que no bebía, y por eso las damas de la parroquia, que corrían bruscamente los visillos cuando la veían pasar, más que aborrecerla la temían.

La loca del número siete vivía con su hermano. Hugo lo había visto por la calle, con una gabardina apagada y un sombrero apagado. Tenía una cara enjuta y ojos acuosos, a juego con su sonrisa acuosa. No era una persona a la que Hugo hubiera prestado mucha atención. Como todos los viejos, su ropa era del verde grisáceo de las casas y las calzadas, la pátina incolora de los suburbios, con la que él se confundía. Fue el hermano el que abrió la puerta y permaneció en el umbral, sonriendo con su sonrisa acuosa, mientras Hugo recitaba su discurso. Cuando éste hubo terminado, el viejo empezó a hablar, y al principio Hugo no le escuchó porque hablaba en voz muy queda. Además, Hugo estaba atisbando por encima de su hombro, atento a cualquier vislumbre de pintura rojo fuego emborronada y ojos enloquecidos. De pronto, se dio cuenta de que la expresión de aquellos ojos lagrimeantes no era la expresión adecuada: no era la mirada de un anciano benévolo que deseaba contarle unas cuantas anécdotas. Su forma de sonreír y su forma de mirar hicieron que Hugo le escuchara, y entonces advirtió que el anciano estaba hablando de David y de los retretes en lo alto de la colina.

—Me han dicho que eres un chico muy listo —comentó con una sonrisa—. Un día de éstos tienes que venir a demostrarme lo listo que eres.

Hugo lo miró fijamente, asintió con la cabeza, farfulló algo y se alejó por el sendero. Con la mirada del hombre aún sobre su nuca, se sentía envarado. Le aterrorizaba pensar que alguien hubiera podido identificarle. El número siete quedaba a escasos metros de la casa de sus padres, y si el viejo estaba enterado de los juegos en lo alto de la colina, no podía faltar mucho para que ellos también se enterasen.

Hugo detestaba al viejo. Quería vengarse de él. Lo único que había hecho el hombre había sido invitar a Hugo a su casa, para jugar con él en el espacio negro tras la puerta de la calle, pero Hugo estaba encolerizado consigo mismo porque al escuchar la invitación había sonreído. Había sonreído porque en realidad no estaba escuchando, y cuando quiso darse cuenta ya era demasiado tarde. Cuando llegó a comprender lo que el hombre le estaba diciendo, ya le había sonreído —la sonrisa cortés del hijo de la señora Harvey, de la casa de enfrente— en vez de dirigirle una de las réplicas más ofensivas de David. Lo que más le inquietaba era que el hombre pudiera interpretar su sonrisa como una aceptación. No, eso no era verdad. Lo que le atemorizaba todavía más era pensar que, con sólo cruzar la calle y pulsar el timbre, aquel hombre podía contar a la señora Harvey la auténtica historia de su amable y bondadoso hijo y lo que hacía con su polla.

Hugo detestaba al viejo porque le lagrimeaban los ojos y sus labios formaban una mueca lasciva. Lo detestaba porque era viejo. Era uno de los hombres del rincón, los que esperaban y miraban mientras los jóvenes iban y venían. Como insectos que se arrastraran desde sus madrigueras tras los azulejos manchados, los viejos rezumaban el hedor húmedo y rancio de aquel mundo encharcado. Antes, ninguno de ellos sabía nada de Hugo o de David. Pero ahora uno de ellos vivía en el mundo de Hugo. David había dejado entrar a uno de ellos. Y cada día tenía que pasar ante ese hombre, que conocía sus secretos vergonzosos, y cada día sentía deseos de escupirle a la cara.

También hubiera querido escupir a la cara del joven del pubis rasurado. El joven de cabello negro y rizado, vestido con un polo blanco, que había permitido que un viejo los mirara y se la meneara mientras ellos retozaban sobre la cama en su apartamento. El joven que había hecho que le doliera al mear.

Cuando empezó a dolerle, Hugo lo atribuyó a una acidez de estómago. En realidad, no sabía qué era la acidez de estómago ni cómo se manifestaba, pero la primera y la segunda vez que le dolió, pensó que debía de ser eso. La tercera vez, el dolor fue tan intenso que Hugo tuvo que morderse la mano para anular un dolor con el otro. No sentía ninguna sensación de acidez en el estómago. Se sentía desfallecido.

Durante los dos días que siguieron, las huellas de dientes en su mano se hicieron más profundas. Y comenzó a manar una sustancia blanca por la punta de su polla. Para entonces, Hugo comenzaba a sospechar que tenía lo que en la escuela llamaban una enfermedad venérea, pero no estaba del todo seguro porque ¿De dónde vienen los bebés? no llevaba ilustraciones ni descripciones, y la enciclopedia no explicaba los síntomas, sólo la historia. Aun así, suponía que debía de serlo, por lo que había sucedido en el piso del joven del pubis rasurado.

Hugo conoció al hombre del pubis rasurado en la casita de lo alto de la colina, y de ahí fueron al piso de éste en Finchley. En realidad, se trataba de un apartamento de una sola habitación, con grandes ventanas, una alfombra que no encajaba por los bordes y una cama desvencijada. Junto a la cama había una mísera palangana de Armitage Shanks y un par de vasos sucios con cepillos de dientes. De pie en mitad de la alfombra, había un viejo con gafas y con los pantalones por las rodillas.

Hugo no recordaba cuándo había aparecido el viejo, y no recordaba que le hubiera sorprendido su aparición o su presencia repentina. Habían hecho un trato en susurros tras la puerta mientras David se paseaba por la habitación, y probablemente el hombre se había colado a hurtadillas cuando David estaba desnudo y en la cama. Era un buen plan, puesto que una vez que David se ponía en marcha no había nada capaz de detenerle. Sólo que aquella vez no resultó muy divertido, porque el hombre del polo blanco quiso que David se lo follara, y David no había follado nunca. Una cosa que descubrió acerca de follar era que uno debía concentrarse muchísimo para que no decayera el interés. De otro modo, la polla se ponía blanda y se salía del sitio con un ruidito de succión nada erótico.

A David le gustaban los pechos masculinos. Le gustaban los pectorales y la línea de vello que descendía desde el ombligo hasta el pubis. Las espaldas no le decían nada. Arrodillado tras el cuerpo encorvado del joven, moviéndose rítmicamente dentro de él mientras contemplaba las espinillas que salpicaban los pálidos y sudorosos pliegues de su espalda, conservaba la erección sólo por la fuerza de la costumbre, no porque experimentara ningún deseo. Estaba follándose al hombre como hubiera podido estar lavando platos. Y ni siquiera tenía la certeza de que el hombre se lo pasara bien. Sus gruñidos le parecían pedestres y previsibles, y hacían oscilar la temperatura sexual de la ocasión muy cerca del punto de congelación. El único que disfrutaba sin lugar a dudas era el viejo.

El viejo permanecía en mitad de la alfombra, jadeando, con los cristales de las gafas empañados. David lo miró de soslayo y frunció el ceño, concentrándose en el ritmo que debía mantener bajo las sábanas, notando que sus piernas comenzaban a cansarse y el sudor le empapaba la nuca. Hugo le rogaba con insistencia que se levantara y lo dejara estar. El viejo guiñó un ojo, soltó un resuello, contempló cómo su polla escupía unas gotas blancas sobre la alfombra y, tras frotarlas con la suela de la zapatilla, salió de la habitación. David tensó el estómago y embistió el culo del joven, que seguía gruñendo quedamente. No experimentaba ninguna ternura, ningún deseo, ninguna necesidad de tocar su cuerpo o acariciarlo. Cuando los cuerpos de otros hombres —reales o imaginarios— comenzaron a girar ante sus ojos entornados, David logró finalmente hundirse en un orgasmo, y eso al menos fue bueno. Eyacular en los ocultos espacios interiores de un hombre le resultaba extraño, algo fuera de control pero constreñido. Se estremeció y se retiró, produciendo de nuevo aquel desagradable ruido de succión. El joven se tiró un pedo. Hugo estaba furioso. Tenía que irse de inmediato. La visión de su polla embadurnada de mierda le dio asco. Mientras se la lavaba en la mísera palangana, erguido de puntillas y derramando agua caliente sobre el miembro con uno de los vasos sucios, tuvo la certeza de que había ocurrido algo horrible. El joven dormía. Lo único que Hugo deseaba era sentirse a salvo en el seno de su familia, sentarse en una butaca a leer un libro antes de que lo llamaran para el té. Anduvo a paso vivo hasta llegar a su casa, y durante todo el camino no paró de rezongar. «Oh, no. No. No. ¿Cómo se ha atrevido? No.»

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