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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (46 page)

BOOK: Un espia perfecto
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Pym abandonó el trabajo los cinco días siguientes. Recorrió las callejuelas de la ciudad, volviendo sobre sus pasos para ver si alguien le seguía. Compró un cuchillo de monte y se ejercitó en lanzarlo contra árboles hasta que se rompió la hoja. Escribió un testamento y se lo envió a Belinda. Cuando entraba en la residencia lo hacía con circunspección, y no subía ni bajaba la escalera sin escuchar primero por si había sonidos poco familiares. ¿Dónde debía esconder las cartas secretas? Eran demasiado preciosas para desprenderse de ellas. Recordando algo que había leído, excavó el centro de su flamante ejemplar del
Diccionario etimológico
de Kluge para procurarles un nido. A partir de entonces, su Kluge desventrado se convirtió en la primera cosa que sus ojos buscaban al regresar de sus excursiones. Para comprar el ejemplar del
Financial Times
fue andando hasta Littlemore, pero en la estafeta del pueblo no habían oído hablar de ese periódico. Cuando volvió a Oxford estaba todo cerrado. Tras una noche insomne hizo una incursión al alba en la sala común de los alumnos menores antes de que hubiera nadie levantado, y robó un ejemplar atrasado de los anaqueles.

Había dos autobuses con destino a Burford todas las mañanas laborables, pero el segundo tan sólo le otorgaba un margen de veinte minutos para localizar el Monmouth Arms, de modo que cogió el primero y llegó a las nueve cuarenta para descubrir que el autobús le dejaba en la misma puerta. En su situación de extrema alerta, el rótulo de la posada, con su insolente leyenda, le pareció una infracción de la seguridad nacional, y pasó por delante apartando la vista. El resto de la mañana transcurrió con pies de plomo. Para las once su libreta estaba ya repleta con la matrícula de cada automóvil estacionado en Burford, así como con notas abundantes sobre transeúntes sospechosos. Dos minutos antes de las doce, debidamente sentado en el salón del Monmouth Arms, sucumbió al pánico. ¿Estaba en el Monmouth Arms o en el Golden Pleasant? ¿No había dicho el coronel Gaunt el Winter’s Tale? En el horno de la mente de Pym, estas posibilidades se mezclaron en una aleación brillante y horrorosa. Salió al antepatio y releyó a hurtadillas el rótulo de la posada antes de correr a los urinarios exteriores para salpicarse agua fría en la cara. Cuando estaba orinando en uno de los mingitorios, oyó el sonido del viento irrumpiendo y adivinó una figura corpulenta, con una gabardina azul marino, plantada a su lado. Estaba inclinada hacia atrás y hacia un costado, y sus ojos miraban hacia arriba con expresión de sufrimiento. Durante un momento espantoso Pym pensó que el hombre había recibido un balazo, hasta que comprendió que aquellas contorsiones se debían a las dificultades que representaba sostener un grueso volumen encajado debajo del sobaco. Incapaz de orinar, Pym se abrochó, volvió rápidamente al salón y, dejando su
Financial Times
encima del mostrador, pidió una cerveza.

–Que sean dos, por favor, jefe -dijo una voz jovial al camarero-. ¿Cómo estás? ¿Te parece bien aquel rincón? No olvides el periódico.

No te diré mucho de nuestro cortejo, Jack. Cuando dos personas deciden acostarse juntas, lo que sucede entre ellas antes de ese acto es más una cuestión de forma que de contenido. Tampoco recuerdo muy claramente qué justificaciones inventamos, porque Michael era un hombre tímido que había pasado la mayor parte de su vida en el mar y sus raros arranques de filosofía manaban de él como señales de vapor que se le escapasen mientras se aplicaba en la boca toques de un pañuelo a cuadros.

–Alguien tiene que dragar las cloacas, chico… Fuego con fuego, es la única manera, a no ser que queramos que los cabrones nos roben el barco debajo de los pies… y yo
no
quiero, gracias.

Esto último fue una declaración tensa y poco enérgica de fe personal, que al instante ahogó con un trago de cerveza. Michael fue el primero de tus suplentes, Jack, así que dejémosle que haga las veces de los restantes. Después de Michael, si no recuerdo mal, vino David y, después de David, Alan, y después de Alan no me acuerdo. Pym no encontraría fallo en ninguno de ellos. O si lo encontraba, lo traducía inmediatamente en una forma de engaño diabólicamente astuta. Hoy, por supuesto, sé quienes eran aquellos pobres diablos: miembros de esa familia vasta y perdida de las clases inglesas no profesionales, que parecen moverse por derecho entre los servicios secretos los clubs de automóviles y las instituciones benéficas más ricas. No son mala gente en absoluto. No son hombres deshonestos. No son estúpidos. Pero son hombres que creen que la amenaza a su clase es sinónimo de amenaza a Inglaterra, y nunca han ido lo bastante lejos para advertir la diferencia. Hombres modestos, prácticos, que rellenan su cuenta de gastos y cobran su sueldo, e impresionan a sus agentes con su pericia tranquila por debajo de la guasa. Y sin embargo, en el fondo de su corazón, se alimentan secretamente de las mismas ilusiones que en aquellos tiempos sustentaban a Pym. Y necesitan a sus agentes para que les ayuden a realizarlas. Hombres preocupados, que despedían un olor a comidas de
pub
y a
squash
de club, y tenían la costumbre de mirar alrededor mientras pagaban, como preguntándose si habría una manera mejor de vivir. Y Pym, a medida que pasaba de mano en mano, hizo lo posible por honrar y obedecer a todos ellos. Creía en ellos; les animaba con historias chistosas de su repertorio cada vez más amplio. Se esforzaba en deleitarles y hacerles grata la jornada. Y cuando les llegaba el momento de irse, siempre procuraba tenerles reservada una última pepita de información que pudieran llevarles a sus padres, aun cuando a veces tuviera que inventarla.

–¿Cómo está el coronel? -aventuró Pym un día, recordando tardíamente que Michael seguía siendo el suplente oficial del coronel Gaunt.

–Es una pregunta que yo, personalmente, no hago nunca, chico -respondió Michael, y para sorpresa de Pym comenzó a chasquear los dedos, como si llamara a un perro.

¿Existía Rob Gaunt? Pym no llegó a conocerle y, más tarde, cuando estuvo en mejor situación para preguntarlo, no pudo encontrar a nadie que admitiese que había oído hablar de él.

Ahora los sobres marrones fluyen gruesos y rápidos, con frecuencia dos o tres por semana. El bedel del
college
se acostumbra tanto a ellos que los deposita en la casilla de Pym sin leer la dirección, y Pym tiene que excavar el centro de otro diccionario para guardarlos. Siempre contienen instrucciones y a veces pequeñas sumas en metálico que los Michaels llaman dinero de convalecencia. Mejor aún es el caudal de Pym para gastos de operaciones, que se mantiene en la cifra fabulosa de veinte libras: para agasajar al secretario de la Sociedad Hegeliana de la universidad de Oxford, siete libras y nueve peniques… aportación a la campaña por la paz en Corea, cinco chelines… botella de jerez para la fiesta de la Sociedad de Relaciones Culturales con la URSS, catorce chelines… viaje en autocar a Cambridge para visita de buena voluntad a los socios de dicha universidad, más gastos de representación, una libra, quince chelines y nueve peniques. Al principio Pym formula con timidez estas peticiones, temiendo que de este modo está abusando de la indulgencia de sus amos. El coronel encontrará a otra persona más barata, más pudiente, alguien que sepa que los caballeros no reparan en el precio. Pero poco a poco llega a percatarse de que, lejos de desagradar a sus jefes, sus desembolsos son considerados como la prueba de su diligencia.

Querido amigo Once (escribió Michael, respetando su propia máxima de evitar los nombres para que el enemigo no intercepte nuestra correspondencia):

Gracias por tu Ocho, cómodamente a mano, una perla como de costumbre. Me he tomado la libertad de pasar tu crónica sobre la última coral del clan a nuestro dueño y señor en alta esfera, y no he visto al viejo reírse tanto desde que su tía se pilló su chisme izquierdo en donde tú ya sabes. Brillante e informativa, mi querido señor, y ten presente que el gran hombre mismo comentó tu perseverancia. Ahora la habitual lista de compras.

1) ¿Estás seguro de que el tesorero de nuestro distinguido clan escribe su nombre con Z y no con S? En el catastro figura un tal Abraham S, matemático, ex alumno del instituto de Manchester, que encaja perfectamente, pero desde luego no Z. (Aunque claro está que siempre es posible que un caballero de raigambre escocesa lo escriba de las dos formas…) No lo fuerces, como decía el obispo, pero si la Dama Fortuna te facilita la respuesta, avísanos…

2) Aguza, por favor, tu oído siempre fino respecto a lo que se habla sobre el proyecto de nuestra intrépida hermandad escocesa para enviar una delegación en julio al festival de la juventud en Sarajevo. Las autoridades vigentes empiezan a sentirse extrañamente ofendidas por los caballeros que aceptan generosas subvenciones del gobierno para irse pitando al extranjero y escupir a la sombra de dicho gobierno.

3) Por lo que respecta al notable vocalista visitante de la universidad de Leeds, que ha sido designado para dirigir la palabra al clan el primero de marzo, mantén, por favor, los ojos y los oídos abiertos ante su fiel esposa, Magdalene (¡Dios nos bendiga!), que posee una reputación musical tan buena como su marido, pero prefiere agachar la cabeza por causa de sus delicados intereses científicos. Todo comentario será alegremente recibido…

¿Por qué lo hacía, Pym, Tom? Al principio era el acto. No el motivo, y menos que nada la orden. Había elegido él mismo. Era su propia vida. Nadie le obligó. En cualquier punto de la trayectoria, o desde el Principio de la misma, podría haber gritado
no
y haberse sorprendido el mismo. Nunca lo hizo. Tuvieron que transcurrir otras diez generaciones universitarias antes de que arrojara la toalla, y para entonces las líneas, todas ellas, estaban trazadas definitivamente. Te preguntarás por qué tirar por la borda su libertad y buena suerte, su prestancia, su buen humor y buen ánimo precisamente cuando por fin empezaban a dar fruto. ¿Por qué buscar la amistad de un hatajo de mugrientos e infelices, de origen y mentalidad extraños, por qué apretarse contra ellos, todos sonrientes y obsequiosos -porque, créeme, no había encanto en la izquierda universitaria de entonces; Berlín y Corea habían puesto punto final a aquello-, con el mero designio de poder traicionarles? ¿Por qué pasar noches enteras en cuartos traseros, entre muchachas hoscas de provincias que ponían mala cara y comían chuletas y sacaban sobresaliente en economía, a fin de profesar una visión del mundo que tenía que aprender sobre la marcha, retorciéndose el cerebro, envenenándose con cigarros baratos mientras que apasionadamente suscribía la idea de que todo lo divertido de la vida era una maldita lástima? ¿Por qué hacer de padre Murgo con ellas, por qué ofrecerles su extracción burguesa para que ellas la condenaran, rebajándose, refocilándose en su desaprobación y sin obtener su absolución a cambio… y sólo para marcharse aprisa e inclinar la balanza hacia el otro lado en un torrente de informes embellecidos sobre los debates de la noche? Debería saberlo. He hecho esto y se lo he hecho hacer a otros, y mi poder de persuasión nunca dejó de ser fuerte. Por Inglaterra. Para que el mundo libre pueda dormir tranquilamente de noche mientras los centinelas secretos lo custodian con su desvelo vigoroso. Por amor. Para ser un buen muchacho, un buen soldado.

El nombre de Abie Ziegler, fuera con Z o con S, apareció escrito, no lo dudes, en letras mayúsculas en todos los carteles izquierdistas de todas las porterías de todos los colegios universitarios. Abie era un maníaco sexual de alrededor de un metro veinte de alto, que fumaba en pipa y estaba enloquecido por la publicidad. La única ambición de su vida era llamar la atención, y consideraba que la mermada izquierda era el camino más rápido para este objetivo. Había una docena de maneras indoloras para que Michael y su gente hubieran averiguado lo que quisieran de Abie, pero Pym tenía que ser su agente. El gran espía hubiera ido andando hasta Manchester para consultar el nombre de Siegler o Ziegler en el listín telefónico, tal era el impulso con que se había zambullido en su misión secreta. Esto no es traición, se decía a sí mismo cuando estaba operando como el hombre de los Michaels; esto es lo auténtico. Esos hombres y mujeres estridentes, con sus bufandas universitarias y sus curiosos acentos, que aluden a mí como su amigo burgués, son mis propios compatriotas que planean trastornar nuestro orden social.

Por su país, o como lo llamara, Pym escribía direcciones en sobres y las memorizaba, hacía de camarero en reuniones públicas, desfilaba en procesiones tristonas y después apuntaba los nombres de los participantes. Por su país aceptaba cualquier trabajo servil que le granjease favor. Por su país o por amor o por los Michaels, se apostaba en esquinas de la calle a horas avanzadas de la noche, ofreciendo panfletos marxistas ilegibles a viandantes que le decían que debería estar acostado. Luego arrojaba a la cuneta los ejemplares sobrantes y metía dinero de su propio bolsillo en la hucha del partido porque era demasiado orgulloso para reclamárselo a los Michaels. Y si alguna vez, cuando más tarde aún estaba escribiendo sus informes meticulosos sobre los revolucionarios de mañana, el espectro de Axel se materializaba ante él, y el grito de Axel «Pym, bastardo, ¿dónde estás?» resonaba en su oído, Pym sólo tenía que utilizar para ahuyentarlo una combinación de la lógica de los Michaels y la suya propia: «Eras enemigo de mi patria aunque fueras mi amigo. Eras enfermizo. No tenías papeles. Lo siento.»

–¿Qué demonios estás tramando con todos esos rojos? -le preguntó un día, soñolientamente, Sefton Boyd, tumbado de bruces sobre la hierba. Habían ido a almorzar a Godstow en su coche deportivo, y estaban tendidos en un prado, encima de la presa-. Me han dicho que te han visto con el grupo Cole. Hiciste un discurso gilipollas sobre la locura de la guerra. ¿Qué tinglado es ése del grupo Cole?

–Es un grupo de debates dirigido por G. D. H. Cole. Explora avenidas del socialismo.

–¿Son maricas?

–No, que yo sepa.

–Bueno, explora la avenida de cualquier otro. También he visto tu asqueroso nombre en un cartel. Secretario del club socialista. Es decir, Cristo bendito: se supone que eres socio del Grid.

–Me gusta ver todos los bandos -dijo Pym.

–Ellos no son todos los bandos. Nosotros lo somos. Ellos son un bando. Se han apoderado de la mitad de Europa y son una pandilla de absolutos mierdas. Te lo digo yo.

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