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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (8 page)

BOOK: Un espia perfecto
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Creo que Syd sabe más que Morrie. Syd vio un montón de cosas. Y la gente se las cuenta porque él sabe guardar un secreto. Creo que Syd conoce casi todos los escondrijos en la casa de madera que Makepeace Watermaster llamaba su hogar, aun cuando en la vejez ha hecho lo posible por sepultarlos dos metros bajo tierra. Sabe por qué la señora Nell bebía y por qué Makepeace estaba tan descontento de sí mismo, y por qué sus ojillos húmedos estaban tan torturados y su boca no estaba a la altura de sus apetitos, y por qué podía castigar el pecado con tan apasionada familiaridad. Y por qué hablaba de un amor especial cuando estampó su maldito nombre en la Biblia de Dorothy. Y cuál era la razón de que Dorothy se hubiese trasladado al rincón más lejano de la casa para dormir, lejos de las habitaciones de la señora Nell y más aún de las de Makepeace. Y el motivo de que Dorothy fuese tan accesible al advenedizo lenguaraz del equipo de fútbol, que le hablaba como si pudiera construirle un camino a cualquier parte y conducirle a él en su autocar. Pero Syd es un buen hombre, y es masón. Amaba a Rick y dedicó los mejores años de su vida ya a parrandear con él, ya a pegarse a su estela. Syd hacía unas risas, contaba una historia siempre y cuando no hiriese demasiado a nadie. Pero Syd no removía las oscuridades.

La historia registra asimismo que Rick no llevó libros de contabilidad a aquella reunión, aunque Muspole, el gran contable, otro chico de la escuela nocturna, se ofreció a ayudarle a rellenar algunos y posiblemente lo hizo. Muspole podía inventar cuentas del mismo modo que otros saben escribir postales o contar anécdotas delante de un micrófono. Y que, a fin de prepararse, Rick dio un paseo por los acantilados de Brinkley, aunque realmente siempre fue, y yo también después de él, un hombre aficionado a las caminatas en busca de una decisión o de una voz. Y que volvió de
The Glades
exhibiendo un aire de alto cargo no muy distinto del de Makepeace, sólo que poseía más el resplandor natural que procede, nos han dicho, de la limpieza interior. Rick informó a sus cortesanos de que había sido tratado el asunto de la cuestación. Dijo que el problema de la liquidez había sido resuelto. Todo el mundo sería atendido. ¿Cómo?, le imploraron: ¿cómo, Rickie? Pero Rick prefirió seguir siendo su mago y no consintió a nadie que le mirara dentro de la manga. Porque soy un bienaventurado. Porque dirijo los acontecimientos. Porque estoy destinado a ser uno de los mandamases del país.

La otra buena noticia no les fue comunicada. Era un cheque librado contra la cuenta personal de Watermaster por importe de quinientas libras para asegurar el porvenir de Rick: probablemente, dijo Syd, en la remota Australia. Rick lo endosó y Syd lo cobró, puesto que la cuenta corriente de Rick, como ocurría con frecuencia, no estaba temporalmente disponible. Unos días después, en virtud de esta subvención, Rick presidió un banquete suculento, aunque sombrío, en el «Hotel Brinkley Towers», y al que asistió su corte en pleno, con los miembros de que entonces constaba, y varias beldades de la localidad que siempre actuaban como meras comparsas. En sus recuerdos, Syd ve la reunión envuelta en un clima de cambio histórico, si bien nadie sabía con exactitud qué había concluido o qué estaba a punto de comenzar. Se pronunciaron discursos, principalmente sobre el tema de mantenerse unidos, pero cuando se hizo un brindis a la salud de Rick, él contestó con una brevedad inusitada, y susurraron que era presa de la emoción porque le habían visto llorar, cosa que hacía a menudo, incluso en aquellos tiempos. Perce Loft, el gran abogado, asistió al festín, para sorpresa de algunos, y para aumentarla aún más llevó a una hermosa aunque inadecuada estudiante de música que se apellidaba Lippschwitz y se llamaba Annie, y que eclipsó a todas las demás bellezas pese a que apenas tenía una chaqueta con que taparse la espalda. La apodaron Lippsie. Era una refugiada alemana que había entrado en contacto con Perce por algún asunto de inmigración y a quien él, en su bondad, había decidido echar una mano de modo parecido a como se la había tendido a Rick. Para clausurar el acto, Morrie Washington, el bufón de la corte, cantó una canción y Lippsie se sumó a las otras muchachas en el coro, aunque cantaba demasiado bien, y, siendo extranjera, no entendía muy bien los pasajes obscenos. Ya había amanecido. Un taxi flamante se llevó a Rick y no se le vio por estos contornos durante muchos años.

Consta en los anales, además, que un tal Richard Theodore Pym, soltero, y Dorothy Godchild Watermaster, soltera, ambos vecinos muy transitorios de esta parroquia, fueron unidos en matrimonio al día siguiente, en una ceremonia solemne y discreta celebrada en presencia de los dos testigos elegidos a votos, en un registro civil recién abierto cerca de la carretera de circunvalación occidental, justo donde se torcía a la izquierda para el aeródromo de Northolt. Y consta que la pareja trajo al mundo, no más tarde de seis meses después, a un niño bautizado con el nombre de Magnus Richard, que pesaba unas pocas libras y a quien el Señor proteja. El registro de empresas, que he consultado, también da fe del acontecimiento, aunque de forma distinta. Dentro de cuarenta y ocho horas a partir del natalicio, Rick había constituido la compañía de seguros «Magnus Star Equitable» con un capital de acciones de dos mil libras. Su finalidad declarada era proveer de un seguro de vida a los necesitados, los inválidos y los ancianos. Su contable era el señor Muspole y su asesor jurídico Perce Loft. Morrie Washington era el secretario de la firma y el difunto Alderman Thomas Pym, afectuosamente conocido como TP, su santo patrón.

–¿Pero había realmente un autocar o era todo una patraña? -pregunté a Syd.

Syd es siempre muy cauteloso en sus respuestas.

–Pues
podría
haber habido, Titch. No estoy diciendo que no hubiese, mentiría si dijera tal cosa. Simplemente estoy diciendo que yo no sabía nada de un autocar hasta que tu padre lo mencionó en la iglesia aquella mañana. Pongámoslo así.

–¿Entonces qué había hecho con el dinero… si no había autocar?

Syd lo ignora realmente. Tantas aguas han corrido por debajo del puente desde entonces. Tantas grandes visiones han surgido y se han ido. Quizá lo repartió, dice embarazosamente. Tu padre no sabía decir que no a nadie, y menos a las beldades. No se sentía a gusto si no estaba dando. Quizá llegó un estafador y se lo quitó, a tu padre le encantaban los estafadores. Aquí, para mi asombro, Syd se ruboriza. Y débil pero claramente oigo que por la comisura de su boca sale el ratatatá que solía hacer cuando yo era niño y quería que me hiciese el ruido de cascos de los caballos.

–¿Quieres decir que se gastó el dinero en apuestas? -pregunto.

–Titch, lo único que estoy diciendo es que aquel autocar podría haber sido un coche tirado por caballos. Es lo único que estoy diciendo, ¿verdad, Meg?

¡Oh, pero sí que hubo un autocar! Y no era de tracción animal. Era el más magnífico y potente jamás fabricado. Las letras doradas de la compañía de «Autocares Pym y Parroquia» brillaban en sus costados lustrosos como los titulares iluminados de los capítulos de todas las Biblias de la juventud de Rick. Era verde como los hipódromos de Inglaterra. Sir Malcolm Campbell en persona iba a conducirlo. El mandamás del país viajaría en él. Cuando los feligreses de nuestra parroquia vieran el vehículo iban a postrarse de rodillas, juntar las manos y agradecérselo a Dios y a Rick a partes iguales. Las muchedumbres se congregarían en señal de gratitud ante la casa de Rickie y le llamarían hasta altas horas de la noche para que saliese al balcón. Le he visto ejercitar el saludo con que proyectaba recibirlas. Con ambas manos, como si me meciera por encima de su cabeza, mientras resplandece y llora en un segundo plano: «Todo esto se lo debo al viejo TP.» Y si, como sin duda ocurrió, resultase que los Balham de Brinkley, de los mejores liberales del condado, no habían oído hablar nunca, estrictamente hablando, del autocar de Rick, y mucho menos lo habían pintado a precio de coste por la pura bondad de sus corazones, entonces se hallaban en el mismo estado de realidad provisional que el autocar. Estaban esperando a que la varita mágica de Rick provocara su existencia. Únicamente cuando a unos incrédulos entrometidos como Makepeace Watermaster les costó trabajo aceptar este estado de cosas, Rick se encontró con una guerra religiosa entre las manos y, como otros antes que él, se vio compelido a defender su fe por medios desagradables. Lo único que solicitaba era la totalidad de nuestro amor. Lo menos que podíamos hacer a cambio era entregárselo ciegamente. Y aguardar a que él, como banquero de Dios, lo duplicase en el plazo de seis meses.

3

Mary se había preparado para todo menos para esto. Menos para el ritmo y la urgencia de la intrusión y el número de intrusos. Menos para la pura magnitud y complejidad de la ira de Jack Brotherhood, y para su desconcierto, que parecía mayor que el suyo propio. Y para el alivio atroz de que él estuviese allí.

Al entrar en el vestíbulo apenas la había mirado.

–Si la hubiera tenido te lo habría dicho -respondió ella, lo que representaba una pelea incluso antes de que hubieran empezado.

–¿Ha telefoneado?

–No.

–¿Y alguna otra cosa?

–No.

–¿Ni palabra de
nadie?
¿Ningún cambio?

–No.

–Te he traído un par de huéspedes. -Señaló con el pulgar dos sombras a su espalda-. Parientes de Londres, que han venido a consolarte mientras esto dure. Vendrán más.

Pasó rápidamente por delante de ella como un gran halcón andrajoso en su viaje hacia otra presa, y le dejó una impresión helada de su cara arrugada y punteada y su mechón blanco enmarañado mientras se precipitaba hacia el salón.

–Soy Georgie, de la oficina central -dijo la chica en el umbral-. Éste es Fergus. Lo sentimos mucho, Mary.

Llevaban equipaje y ella les condujo hasta el pie de la escalera. Parecían conocer el camino. Georgie era alta y afilada, de pelo lacio y sencillo. Fergus no era totalmente el tipo de Georgie, lo que era una práctica habitual de la Oficina en esos tiempos.

–Lo sentimos, Mary -repitió Fergus mientras seguía a Georgie por la escalera-. No le importará que echemos un vistazo, ¿verdad?

En el salón, Brotherhood había apagado las luces y descorrido de un tirón las cortinas de las puertaventanas.

–Necesito la llave de esto. El candado. Lo que haya aquí.

Mary corrió a la repisa de la chimenea y buscó a tientas el cuenco de rosas plateado donde guardaba la llave de seguridad.

–¿Dónde está Magnus?

–En cualquier parte del mundo o fuera de él. Está usando mañas del oficio. Las nuestras. ¿A quién conoce en Edimburgo?

–A nadie.

El cuenco de rosas estaba lleno del popurrí que había hecho con Tom. Pero la llave no estaba.

–Creen haberlo localizado allí -dijo Brotherhood-. Creen que tomó el autobús de las cinco en Heathrow. Un hombre alto con una cartera pesada. Por otra parte, conociendo a Magnus como le conocemos, podría estar perfectamente en Tombuctú.

Buscar la llave era como buscar a Magnus. Mary no sabía por dónde empezar. Cogió la caja del té y la agitó. Estaba enferma de pánico. Agarró la copa de plata que Tom había ganado en el colegio y oyó que algo de metal tintineaba dentro. Al llevarle la llave a Jack, se dio un golpe tan fuerte en la espinilla que los ojos se le empañaron. Aquel puñetero taburete del piano.

–¿Han llamado los Lederer?

–No. Ya te lo he dicho. No ha llamado nadie. No he vuelto del aeropuerto hasta las once.

–¿Dónde están los agujeros?

Ella le buscó el ojo superior de la cerradura y le guió la mano hasta el orificio. Debería haberlo hecho yo misma y así no habría tenido que tocarle. Se arrodilló y empezó a tantear en busca del inferior. Prácticamente le estoy besando los pies.

–¿Alguna vez ha desaparecido y no me lo has dicho? -preguntó Brotherhood mientras ella continuaba tanteando.

–No.

–Las cosas claras, Mary. Tengo a los de Londres encima como lobos. Bo está cabreadísimo y Nigel está enclaustrado con el embajador ahora. La RAF no nos manda a volar en mitad de la noche para nada.

Nigel es el verdugo de Bo, había dicho Magnus. Bo da la contraseña y Nigel va calladamente detrás de él, cortando cabezas.

–Nunca. No. Lo juro -dijo ella.

–¿Tendría un lugar favorito en algún sitio? ¿Algún escondrijo al que dijese que pensaba ir?

–Una vez dijo Irlanda. Que compraría un huerto con vistas al mar y escribiría.

–¿Del norte o del sur?

–No lo sé. Del sur, supongo. Con tal de que fuese costa. Luego de repente las Bahamas. Eso fue más reciente.

–¿A quién tiene allí?

–A nadie. Que yo sepa.

–¿Alguna vez habló de pasarse al otro lado? ¿De una pequeña
dacha
en el mar Negro?

–No seas idiota.

–De modo que Irlanda y luego las Bahamas. ¿Cuándo dijo lo de las Bahamas?

–No lo dijo. Simplemente marcó los anuncios inmobiliarios del
Times
y me los dejó a la vista.

–¿Cómo una señal?

–Como un reproche, como una sugerencia, como una señal de que quería estar en otro sitio. Magnus tiene muchas maneras de expresarse.

–¿Alguna vez ha hablado de eliminarse? Te lo preguntarán, Mary. Más vale que lo haga yo primero.

–No, no lo ha hecho.

–No pareces muy segura.

–No lo estoy, tendría que pensarlo.

–¿Alguna vez ha estado físicamente asustado?

–¡No puedo responder a eso ahora mismo, Jack! Es un hombre complicado, ¡tengo que pensarlo! -Se serenó-. En principio no. No a todo eso. Ha sido un choque tremendo.

–Pero de todos modos has llamado en seguida desde el aeropuerto. En cuanto has visto que no venía en ese avión has llamado por teléfono: «Jack, Jack, ¿dónde está Magnus?» Tenías razón, ha desaparecido.

–He visto su maleta dando vueltas en la maldita cinta, ¿no? ¡La había facturado! ¿Por qué no estaba en el avión?

–¿Seguía bebiendo?

–Menos que antes.

–¿Menos que en Lesbos?

–Muchísimo menos.

–¿Y sus dolores de cabeza?

–Ya no tenía.

–¿Otras mujeres?

–No lo sé. No me enteraría. ¿Cómo iba a enterarme? Si él me dice que pasará la noche fuera, pasa la noche fuera. Podría ser una mujer, podría ser un agente. O podría ser Bee Lederer. Siempre anda detrás de él. Pregúntaselo.

–Creí que las mujeres siempre notaban la diferencia -dijo Brotherhood.

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