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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (6 page)

BOOK: Un final perfecto
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Salvo que nada de todo aquello había funcionado porque los dos estaban muertos.

Titubeando todavía en el umbral, Sarah dijo:

—Mira, Teddy, alguien dice que quiere matarme. Te prometo que no la cogeré para pegarme un tiro. Aunque tenga ganas, te prometo que no lo haré. Todavía no, por lo menos.

Era casi como si necesitara su permiso para coger la caja de munición y recuperar el arma. Ambos habían sido educados en hogares profundamente católicos y suicidarse iba en contra de sus creencias. Un pecado, pensó. El pecado más razonable y lógico que era capaz de imaginar, pero pecado de todos modos.

Le pareció que era una cobarde absoluta en tantos sentidos que le resultaba difícil contarlos. Si fuera valiente, quizás hubiera decidido suicidarse. O, si fuera valiente, quizás hubiera decidido continuar con su vida e impedir que se desintegrara todo a su alrededor. Si fuera valiente, se habría dedicado a algo significativo, como dar clases de educación especial en los barrios deprimidos de la ciudad o ir a una misión á ayudar a bebés enfermos de sida en Sudán como forma de honrar la memoria de su difunto esposo e hija.

—Pero no soy valiente —dijo. A veces le costaba distinguir cuándo hablaba en voz alta o no. Y a veces mantenía conversaciones enteras en su cabeza que acababan con alguna frase en voz alta que solo tenía sentido para ella—. Está claro que no soy valiente.

«Pero —pensó—, sigo necesitando la pistola.»

Supuso que se trataba de algún gen relacionado con la vida en la frontera que conservaba en su interior. Alguien lanza una amenaza y, cual vaquero en un
western
, ella se lleva la mano al arma.

Se paró un poco más en el umbral. Escudriñó la habitación y entonces se lanzó al interior con rapidez. Era como si al mirar al interior invitara al recuerdo relacionado con cada objeto que allí había a castigarla todavía más. Fue directa a la librería, apartó las novelas que ocultaban la caja de munición polvorienta, la cogió y entonces se alejó lo más rápido posible y dio un portazo detrás de ella.

—Lo siento, Teddy, cariño, pero es que no puedo permanecer aquí.

Sabía que se trataba de susurro y pensamiento a partes iguales.

Con la caja de munición caqui bajo el brazo derecho, se tapó el lado de la cara con la mano izquierda para no ver la habitación de su difunta hija. No se veía capaz de mantener otra conversación con un fantasma aquel día y recorrió rápidamente el pasillo hasta la cocina.

Seguía desnuda. Pero de repente el hecho de tener el arma y el ruido reverberante de la carta amenazadora hizo que se sintiera pudorosa. Recogió la ropa de donde la había dejado tirada y se la volvió a poner.

A continuación cogió la carta y la dejó al lado de la caja de munición en una mesita del salón. Marcó la combinación e introdujo la mano. En el fondo había un revólver Colt Python 357 Magnum de color negro al lado de una caja de balas de extremo hueco.

Extrajo el arma y la toqueteó durante unos instantes y al final abrió la recámara para ver si estaba descargada. Introdujo con cuidado seis balas en el cilindro.

El revólver le pareció muy pesado en la mano y se preguntó cómo era posible que la gente tuviera la fuerza necesaria para levantarlo, apuntar y disparar. Empleó ambas manos y adoptó la postura de un tirador tal como había visto en los melodramas de la tele. El hecho de emplear las dos manos ayudaba, pero seguía siendo difícil.

«Un revólver de hombre —pensó—. Teddy no habría querido otra cosa. Nada de pistolas para blandengues.»

Aquel pensamiento la hizo sonreír.

Observó las palabras de la carta.

«Has sido elegida para morir.»

Sarah dejó la pistola encima de la página impresa.

«Quizá sea cierto —dijo a quienquiera que estuviera planeando matarla—, pero ya estoy más que medio muerta, y aquí tenemos a una Caperucita que no va a quedarse de brazos cruzados. Así que adelante. Tú inténtalo y a ver qué pasa.»

Sarah se asombró de su reacción. Era precisamente lo contrario de cómo habría esperado reaccionar. La lógica sugería que como quería morir, pues que no debía hacer nada más que abrirle la puerta al Lobo Feroz y dejar que la matara para acabar así con su desgraciada vida.

Pero, sin embargo, giró el cilindro del revólver, que emitió un clic antes de pararse. «Bueno, veamos qué tienes. Da la impresión de que estoy sola pero en realidad no es así.» No tenía ningunas ganas de llamar a sus padres ya mayores que vivían en la zona este del estado, ni a algunos de los que había considerado sus amigos pero a quien ahora no hacía ni caso. No quería llamar a la policía, ni a un abogado ni a un vecino ni a nadie. Quienquiera que la había elegido pues bueno… pensaba enfrentarse a quien fuera ella sólita. «Quizá sea una locura —se dijo—, pero tú eliges. Pase lo que pase, a mí ya me va bien.»

Y, curiosamente, sintió calidez, porque durante una fracción de segundo pensó que su difunto esposo e hija quizá se enorgullecieran de ella.

Jordan parecía petrificada en la cama, acurrucada en posición fetal. Se planteó si debía volver a moverse alguna vez. Luego, a medida que los segundos se convertían en minutos, y oyó que regresaban otras chicas de la residencia —voces, puertas que se cerraban, una carcajada repentina y un gemido fingido burlándose del problema superficial que alguien tenía—, Jordan empezó a moverse. Al cabo de unos instantes, se incorporó y balanceó los pies hacia el suelo. Entonces cogió la carta y la releyó.

Durante un momento le entraron ganas de reír.

«¿Te piensas que eres el único Lobo Feroz de mi vida?»

Era casi como «ponte a la cola». Todos los demás —desde sus padres distanciados que continuamente se peleaban, a los profesores de la escuela, a los ex amigos que la habían abandonado—, todos, estaban en el proceso de acabar con ella. Ahora, encima, había un gracioso anónimo.

De repente se sintió rebelde, con ganas de pelea. Seguía suponiendo que el autor de la carta se estaba burlando de ella. Los alumnos de instituto eran capaces de una inventiva y crueldad sin igual. Alguien quería que reaccionara de algún modo que le divirtiera. Se recordó que no debía descartar a ninguna chica por el mero hecho de que quien había escrito la carta prometiera violencia. Algunas de sus compañeras eran capaces de propinar unas palizas alucinantes.

«Que te den —pensó—. Seas quien seas.»

Jordan cogió la carta y empezó a releerla detenidamente, igual que había hecho en el pasado para asimilar una pregunta detallada en un examen difícil.

Tenía la impresión de que las palabras de la página saltaban ante sus ojos; el autor o autora no parecía pueril. Tenía un tono más maduro que el de sus compañeros de clase. Pero Jordan era consciente de que debía ser prudente antes de llegar a conclusiones precipitadas. El mero hecho de que no pareciera fruto de un adolescente no significaba que no pudiera serlo. Al igual que Jordan, muchos de sus compañeros de clase habían asimilado los escritos de Hemingway y Faulkner, Proust y Tolstoi. Algunos eran capaces de escribir una prosa muy elevada.

Cruzó la estancia y se situó en su pequeño espacio de trabajo. Escritorio. Portátil. Un cubilete con lápices y bolis y una pila de libretas sin usar. En el cajón superior encontró una carpeta marrón claro en la que solía recopilar notas de clase sueltas en el mismo sitio. Introdujo la carta en la carpeta.

«Bueno, ¿cuál es el siguiente paso?»

Jordan sintió frío en su interior. Era consciente de que poco podía, o debía, hacer en aquellos momentos pero le asaltó una idea. «Sería recomendable que lo tuvieras en cuenta…»

Asintió. «Vale. ¿Quieres que estudie la verdadera historia de Caperucita Roja? Pues eso puedo hacerlo de puta madre.»

Era la hora del entreno de básquet. Sabía que después de sudar en la cancha y ducharse tendría tiempo de sobras para ir a la biblioteca de la escuela y buscar
Los Hermanos Grimm
. Era consciente de que iba a suspender casi todas las asignaturas, así que dedicarse a analizar un cuento de hacía siglos porque un asesino loco la acosaba o porque era el blanco de una broma pesada por parte de un compañero de clase le parecía de lo más lógico.

4

El Lobo Feroz lamentó no presenciar en persona las reacciones de cada una de las Pelirrojas cuando tuvieron el mensaje delante. Se vio obligado a recurrir a la fantasía: reconstruyendo imágenes mentales deliciosas de cada una de ellas y anticipando los argumentos emocionales en los que cada una se sumergiría como loca.

Pelirroja Uno estará furiosa.

Pelirroja Dos estará confundida.

Pelirroja Tres estará asustada.

Se tomó unos momentos para observar las fotos ligeramente borrosas de cada mujer, tomadas con una cámara con un objetivo de largo alcance. En la pared que quedaba encima del ordenador había clavado por lo menos una docena de fotos de cada Pelirroja, junto con fichas llenas de información sobre cada mujer. Quedaban representados meses de observación, distante pero intensamente personal. Varios retazos de su historia, pequeños detalles de su vida —todos bajo el prisma del análisis cauto— se convirtieron en palabras de una ficha o fotos brillantes a todo color. A Pelirroja Uno la había pillado fumando. «Una mala costumbre peligrosa», pensó. Pelirroja Tres estaba sentada sola bajo un árbol del campus. «Siempre sola», se recordó. Pelirroja Dos aparecía saliendo de una licorería, bien cargada. «Qué débil eres», susurró. Había colocado esa fotografía encima de un recorte de periódico que amarilleaba por el tiempo. El titular decía: «Bombero y su hija de tres años muertos en accidente de coche.»

No difería demasiado de las muestras que recogían los cuerpos de policía, para que los agentes tuvieran una representación visual del progreso de un caso. Era la típica imagen de cinematógrafo de cientos de películas, con una justificación, porque era muy habitual. Sin embargo, había una diferencia muy grande: la policía clavaba fotos de escenas de personas asesinadas porque necesitaban respuestas a sus preguntas. Su muestra era de los vivos y la mayoría de las preguntas ya tenían respuesta: destinadas a morir.

Sabía que cada una de las Pelirrojas respondería de forma distinta a la carta, porque sabía que el miedo afectaba a cada persona de diferente manera. Había dedicado un tiempo considerable a examinar diversas obras literarias y científicas que analizaban el comportamiento humano en caso de sumirse en la confusión que provocan las amenazas directas. Si bien había tendencias comunes asociadas con el temor —basta con ver la aleta de un tiburón para que el corazón se salte un latido—, el Lobo Feroz creía de forma instintiva que los miedos reales se procesaban de otro modo. Cuando un vuelo comercial se encuentra con turbulencias y parece tambalearse en el aire, el pasajero del asiento 10A grita y se agarra a los reposabrazos con tanta fuerza que los nudillos se le quedan blancos, mientras que el del asiento 10B se encoge de hombros y sigue leyendo. Aquello le fascinaba. Le gustaba pensar que en su carrera tanto de novelista como de asesino, había analizado aquellos temas con profundidad. Y no era de los que subestimaba la correlación entre el temor y la creatividad.

Esperaba que sucediesen varias cosas en concreto después de que leyeran la carta. También intentó anticipar varias de las emociones que albergaban. «Se tambalearán y caerán —pensó—. Se estremecerán y temblarán.» Hacía poco había visto un programa de televisión en el Canal de Historia en el que entrevistaban a varios francotiradores militares famosos y, mediante unas técnicas muy avanzadas de reconstrucción fotográfica, mostraban algunos de los asesinatos más sorprendentes que habían perpetrado, en Corea, Vietnam y en la guerra de Irak. Pero lo que le había dejado anonadado no era solo la extraordinaria pericia de los tiradores, que robaban vidas y llamaban a sus víctimas «blancos» como si no tuvieran más personalidad que una diana, sino el desapego emocional que mostraban. Lo que se denomina «sangre fría». Ni el menor atisbo de pesadilla subsiguiente. No sabía si se lo creía porque, en su experiencia asesina, no solo era importante robar una vida sino las repercusiones mentales posteriores. Revivir los momentos era la principal fuente de satisfacción. Le encantaban las pesadillas y supuso que a los asesinos militares también. Lo que pasa es que tampoco iban a decir eso en público delante de la cámara para un documental.

Eso también lo convertía en alguien especial. Lo estaba documentando todo.

Aquello era lo que le parecía delicioso: actos y pensamientos, el guiso de la muerte. Tecleó con furia mientras las palabras se agolpaban en su mente.

Una de ellas, por lo menos una, pero no todas, llamará a la policía. Es lo que cabe esperar. Pero la policía estará tan confundida como ellas. Evitar que pase algo no es precisamente para lo que está preparada la policía. Quizá la policía sea capaz de encontrar al autor de un asesinato, después de que se produzca, pero es relativamente incompetente para evitar que ocurra. El Servicio Secreto protege al Presidente y dedica miles de horas-hombre, de recursos informáticos, análisis psicológicos y estudios académicos para mantener seguro a un solo hombre. Y aun así fracasan. Con regularidad.

Nadie protege a las Pelirrojas.

Una —quizá las tres en un momento dado— intentarán esconderse de mí. Pensad en el juego infantil del escondite. La persona que busca siempre va con ventaja: conoce a su presa. Sabe lo que la hace ocultarse. Y probablemente también conozca los lugares en los que intentará esconderse.

Una, estoy seguro de que al menos una, se negará a creer la verdad: que van a morir en mis manos. El temor hace pasar a la clandestinidad a algunas personas. Pero a veces el miedo hace que las personas ignoren el peligro. Es mucho más fácil creer que a uno no le va a pasar nada que pensar que cada vez que respiras puede ser la última de tu vida.

Una, o quizá las tres, pensará que necesita pedir ayuda, aunque no tenga ni idea del tipo de ayuda que necesita. Así pues, la incertidumbre las asfixiará. E incluso cuando pidan consejo a otra persona, bien, es probable que esa persona reste importancia a la amenaza, no que la ponga de relieve. Eso se debe a que nunca queremos creer en el carácter caprichoso de la vida. No queremos creer que nos persiguen cuando, en realidad, es lo que nos pasa todos los días. Y, por tanto, consulten con quien consulten, querrán tranquilizar a mi Pelirroja diciéndole que todo irá bien, cuando lo cierto es que será todo lo contrario.

¿A qué desafío me enfrento?

Mis Pelirrojas intentarán protegerse de distintas maneras. Mi misión, obviamente, es asegurarme de que no lo consiguen. Para ello, tengo que acercarme a todas ellas, para anticipar todo paso patético que intenten dar. Pero, al mismo tiempo, tengo que mantener el anonimato. Cerca pero oculto, esa es la táctica.

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