Con todo, se acercaba el anochecer y seguía sin haber señales de la ciudad.
El único indicio que daba lugar a la esperanza era que la distancia entre las traviesas tenía unas medidas muy cercanas a las normales. La siguiente vez que Helward paró a beber agua midió una zanja y estimó que tendría unos dos metros de largo.
Delante de él había una elevación de terreno donde vio una loma por la que ascendían los restos del tramo de vías. Estaba seguro de que la ciudad debía hallarse estacionada en el valle de detrás, así que apretó el paso con la esperanza de encontrarse con ella antes de que llegara la noche.
El sol tocaba el horizonte cuando llegó a la loma y miró al otro lado, al valle.
Un ancho río corría por él. Las vías llegaban a la orilla sur y continuaban por el otro lado, luego seguían surcando el valle, hasta donde le alcanzaba la vista, para perderse en una zona boscosa. No había ni rastro de la ciudad.
Enfadado y confuso, Helward se quedó mirando el valle hasta que la oscuridad se cernió sobre él. Entonces montó el campamento.
A la mañana siguiente echó a andar en cuanto amaneció y a los pocos minutos se halló junto a la orilla del río. En esta zona encontró muchos indicios de actividad humana. Los terrenos cercanos a la orilla habían sido manipulados y convertidos en un barrizal en el que aparecían gran cantidad de pedazos de madera y los cimientos rotos de las traviesas. Incluso en el agua vio rastros de madera, presumiblemente todo lo que quedaba del puente que se tuvo que construir para que la ciudad continuara su camino.
Helward se metió en el agua, agarrándose a los trozos de madera desperdigados para no perder el equilibrio. La profundidad iba en aumento, así que acabó por tener que nadar, en dura pugna contra la fuerte corriente que lo arrastró un buen trecho antes de que consiguiera llegar al otro lado.
Empapado, caminó junto al río al encuentro de los restos de las vías. La mochila y la ropa le pesaban mucho, así que se desvistió y puso la ropa al sol. Extendió el saco de dormir y la mochila de lienzo junto a ella. Cuando estuvo seca, una hora después, se volvió a poner la ropa. El saco de dormir no se secó del todo, lo airearía en la siguiente parada. Se preparó para partir.
Justo cuando estaba colocándose la mochila a la espalda oyó un sonido seseante y algo le rozó el hombro. Helward giró la cabeza a tiempo de ver como una flecha de ballesta se clavaba en el suelo.
Se arrojó detrás de los cimientos de una traviesa buscando cobijo.
—¡Quédate donde estás!
Miró en dirección adonde venía la voz. No veía al que hablaba, aunque no había duda de que se encontraba en unos arbustos a apenas cincuenta metros de distancia.
Helward se examinó el hombro. La flecha le había roto un poco la manga, pero no estaba herido. Había perdido su ballesta junto al resto de sus posesiones, estaba indefenso.
—Voy a salir… no te muevas.
Al momento, un hombre con el uniforme de aprendiz surgió de detrás de los arbustos apuntando a Helward con la ballesta.
—¡No dispares! Soy un aprendiz de la ciudad.
El hombre no dijo nada, se limitó a continuar su avance. Se detuvo a cinco metros de él.
—De acuerdo. Ponte de pie.
Helward obedeció, quería que el hombre armado comprobara que decía la verdad.
—¿Quién eres?
—Soy de la ciudad —dijo Helward.
—¿A qué gremio perteneces?
—A los exploradores del futuro.
—¿Cuál es el último punto del juramento?
Helward meneó la cabeza sorprendido.
—Eh, ¿qué demonios?
—Vamos, el juramento.
—Juro todo esto plenamente consciente de que la traición de cualquiera de…
El hombre bajó el arma.
—Bien —dijo—. Tenía que asegurarme. ¿Cómo te llamas?
—Helward Mann.
El otro se le quedó mirando atentamente.
—Dios mío, ¡jamás te hubiera reconocido! ¡Te has dejado barba!
—¡Jase!
Los dos jóvenes se miraron el uno al otro unos pocos segundos, después se saludaron cálidamente. Helward pensó que si les había resultado tan difícil reconocerse es que debían haber cambiado mucho en todo este tiempo. En su día fueron dos muchachos lampiños que se quejaban de las limitaciones de la vida en el orfanato; ahora su apariencia y sus preocupaciones eran muy distintas. En el orfanato, Jase desarrolló una afectada sabiduría y desdén por el orden establecido al que debían someterse, allí era un líder para los chicos que maduraban más lentamente. Ahora, junto al río, donde se encontraban renovando su amistad, Helward no asoció nada de todo aquello con el hombre que tenía delante. Las experiencias en el exterior de la ciudad habían cambiado a Jase tanto como a él mismo. Ninguno de los dos se asemejaba ya a los pálidos, bisoños e inocentes chavales que crecieron juntos; bronceados, barbudos, musculosos y endurecidos por la vida, se habían curtido velozmente, ya eran hombres.
—¿De qué ha ido eso? ¿Por qué me has disparado? —le preguntó Helward.
—Pensé que eras un tuco.
—¿Acaso no has visto mi uniforme?
—Eso ya no significa nada.
—Pero…
—Escucha, Helward, las cosas están cambiando. ¿Cuántos aprendices has visto en el pasado?
—Dos. Tres si te incluyo a ti.
—Correcto. ¿Sabes que la ciudad manda a un aprendiz al pasado cada kilómetro y medio? Debería haber muchos más allí atrás… y, teniendo en cuenta que todos vamos por el mismo camino, deberíamos encontrarnos casi cada día. Los tucos están aprendiendo, matan a los aprendices y les roban los uniformes. ¿Te han atacado a ti?
—No —admitió Helward.
—A mí sí.
—Podrías haber tratado de identificarme antes de disparar.
—No tiré a dar.
Helward le mostró la manga rota.
—Entonces eres un tirador horrible.
Jase se apartó de su lado y fue a recoger la flecha caída. La examinó para ver si estaba en buen estado y la devolvió al carcaj.
—Deberíamos ir en busca de la ciudad —dijo a su regreso.
—¿Sabes dónde está?
Jase parecía preocupado.
—Me resulta imposible —declaró—. Llevo caminando muchos kilómetros. ¿Ha acelerado la ciudad de repente?
—No que yo sepa. Ayer vi a otro aprendiz que me contó que en realidad la ciudad avanzaba con retraso.
—Entonces ¿dónde demonios está? —se preguntó Jase.
—Delante, en algún lugar —dijo Helward señalando las vías que conducían al norte.
—Sigamos pues.
Al final del día seguían sin avistar la ciudad aunque las vías, ahora sí, eran del tamaño adecuado. Montaron el campamento en un bosquecillo por el que corría un arroyuelo de aguas cristalinas.
Jase iba bastante mejor equipado que Helward. Además de la ballesta llevaba un saco de dormir de repuesto (el mojado de Helward olía mal y lo tiró), una tienda y comida de sobra.
—¿Qué puedes decirme sobre ello? —le preguntó Jase.
—¿Del pasado?
—Sí.
—Sigo tratando de entenderlo —dijo Helward—. ¿Qué piensas tú?
—No lo sé. Lo mismo, supongo. No puedo encontrarle la lógica a lo que he visto, sin embargo sé que lo he visto y experimentado, así que así es como debe ser.
—¿Cómo es posible que se mueva el suelo?
—¿Tú también lo notaste? —dijo Jase.
—Eso creo. Es eso lo que pasó, ¿verdad?
Luego se contaron sus experiencias desde que salieron del orfanato. Las de Jase eran notablemente diferentes a las suyas.
Abandonó el orfanato pocos kilómetros antes que Helward y pasó por los mismos trabajos en el exterior de la ciudad. Una diferencia esencial, sin embargo, era que no estaba casado y se le había invitado a conocer a algunas de las mujeres transferidas. Ese era el motivo por el que ya conocía a las que le asignaron para su viaje al pasado.
Se enteró a través de ellas de las historias que circulaban en las aldeas sobre los habitantes de la ciudad. Según ellos, la ciudad estaba ocupada por gigantes que saqueaban, mataban y violaban a las mujeres.
A medida que avanzaban por el camino, Jase advirtió que las chicas estaban cada vez más asustadas. Cuando les preguntó por el motivo le contestaron que tenían miedo de que los suyos las mataran en cuanto regresaran a casa. Querían retornar a la ciudad. En aquel punto Jase ya notaba con curiosidad los efectos de la distorsión lateral. Dio la vuelta y les dijo a las chicas que volvieran solas a la ciudad. Él quería pasar otro día por su cuenta antes de regresar al norte.
Siguió al sur, no descubrió nada interesante allí, y dio media vuelta para ir en busca de las chicas. Las encontró tres días más tarde, colgadas cabeza abajo de un árbol, con el cuello rebanado. Antes de que se recobrara de la sorpresa, le atacó un grupo de lugareños, algunos de los cuales iban vestidos con uniformes de aprendiz. Se las arregló para escapar, pero fue perseguido. Fueron tres días de pesadilla. Durante la huida sufrió una mala caída y se torció el tobillo; en tan lamentable estado la única alternativa era esconderse. A causa de la persecución se vio obligado a alejarse de las vías, adentrándose varios kilómetros en el sur. La caza se suspendió y Jase se encontró solo, aislado. Poco a poco la presión del sur comenzó a ser notable. Se hallaba en una región que no reconocía. Le describió a Helward el terreno plano y vacío, la tremenda fuerza meridional, el modo en el que percibió las distorsiones físicas.
Trató de buscar el camino de regreso a las vías, sin embargo la pierna herida le impedía progresar a buen ritmo. Al final, tuvo que anclarse al suelo con el enganche y la cuerda hasta que pudo andar de nuevo. La presión seguía creciendo. Temeroso de que la cuerda no aguantara se vio forzado a gatear al norte. Tras un largo período, se las arregló para escapar de la zona donde la presión era más acuciante y emprendió el regreso a la ciudad.
Vagó mucho tiempo sin encontrar el rastro de la ciudad. A consecuencia de ello, su conocimiento de los terrenos alejados del sendero de las vías era mayor que el de Helward.
—¿Sabías que existe otra ciudad por allí? —dijo, señalando las tierras al oeste de los tramos de vía.
—¿Otra ciudad? —repitió Helward incrédulo
—No es como Tierra. Aquella está construida en el suelo.
—¿Pero cómo…?
—Es inmensa. Diez o veinte veces mayor que Tierra. No supe lo que era hasta después, al principio creí que era otro asentamiento, uno mucho más grande. Helward, escucha, es una ciudad como las que nos enseñan en el orfanato… las del planeta Tierra. Cientos, miles de edificios construidos en suelo firme.
—¿Hay personas allí?
—Unas pocas… no muchas. Estaba muy dañada. No sé qué sucedió allí, pero parecía abandonada en su mayor parte. No me quedé mucho tiempo porque no quería ser visto. Es una visión maravillosa, con todos esos edificios.
—¿Podemos ir?
—No… mantente alejado. Demasiados tucos. Allí ocurre algo, la situación está cambiando. Se están organizando mejor, poseen líneas de comunicación. En el pasado, cuando la ciudad pasaba junto a una aldea, éramos a menudo las primeras personas del exterior que veían. Según me dijeron las chicas las cosas ya no son así. Se está corriendo la voz de la existencia de la ciudad. A los tucos no les gustamos, nunca les hemos gustado, sin embargo son débiles si están en pequeños grupos. Creo que quieren destruir nuestra ciudad.
—Y por eso se visten de aprendices —dijo Helward, sin comprender del todo el tono serio de Jase.
—Eso es solo una pequeña parte. Se ponen las ropas de los aprendices que asesinan para matar a los demás con mayor facilidad. Se decidirán a atacar la ciudad cuando estén mejor organizados y posean la firme determinación de hacerlo.
—Soy incapaz de creer que supongan una serie amenaza.
—Quizá no lo sean. A pesar de todo, tú tuviste suerte.
Por la mañana partieron temprano. Caminaron a buen ritmo todo el día, sin detenerse más que unos pocos minutos en cada parada. Junto a ellos, las cicatrices dejadas por las vías eran del tamaño normal, lo que los espoleaba a seguir con la esperanza de que la ciudad se encontrara a escasas horas de viaje.
Por la mañana, a medida que avanzaron, las vías remontaban un sendero sinuoso que rodeaba las faldas de una colina. Al llegar a la cresta de la elevación divisaron la ciudad, quieta en mitad de un ancho valle.
Se detuvieron a observarla.
Había cambiado.
Algo en ella hizo a Helward descender rápidamente la colina para ir a su encuentro.
Desde esta altura observaba los signos habituales de actividad alrededor de la ciudad. Cuatro grupos de trabajo desmontaban las vías tras ella, un grupo mayor clavaba pilares en el río que había impedido el discurrir de los nuevos tramos de delante. La forma de Tierra era distinta, la parte trasera parecía deformada, ennegrecida.
El perímetro de control de los milicianos era ahora mayor, no tardaron en darles el alto para comprobar su identidad. Jase y Helward estaban malhumorados por la demora, estaba claro que la ciudad había sufrido algún desastre. Mientras esperaban que les dieran el permiso de entrada desde dentro, Jase supo por los milicianos al cargo que la ciudad había sufrido dos ataques de los tucos, el segundo más serio que el primero. Veintitrés milicianos murieron en él, el recuento de los cuerpos no había terminado en el interior de la ciudad.
Presenciar aquello calmó las ansias que sentían por regresar a la ciudad. Una vez llegó el permiso, Helward y Jase caminaron en silencio analizando los daños.
El orfanato había sido devastado, el ataque había causado muchas víctimas, casi todas niños. En el interior de la ciudad habían cambiado muchas más cosas. El impacto de los cambios era importante, pero Helward no tenía tiempo de reaccionar. Los anotó en su mente, echándolos a un lado a la espera de que cesaran. No había tiempo para recrearse en sus pensamientos.
Supo que su padre murió pocas horas después de su marcha, la angina de pecho le detuvo el corazón. El propio Clausewitz le comunicó la noticia justo antes de anunciarle también que su aprendizaje había terminado.
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Y por último, ligado implícitamente a todos estos acontecimientos pero no por ello más concebible: al mirar el calendario central, Helward averiguó que mientras estuvo fuera la ciudad se desplazó un total de ciento diecisiete kilómetros y se hallaba a trece del óptimo. Según su subjetiva concepción del tiempo, apenas estuvo fuera unos cinco kilómetros.