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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

Un seminarista en las SS (8 page)

BOOK: Un seminarista en las SS
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Me preguntó directamente: «¿Rezas devotamente?».

Aunque, a primera vista, era una curiosa pregunta para un soldado, repliqué: «Usted sabe cómo rezaba yo en esta capilla, Hermana».

«Y ¿rezas para ser ordenado sacerdote el año próximo?», insistió.

«¿Yo, Hermana? ¿El año próximo? ¡Eso es imposible!».

Me preguntó amablemente: «¿Por qué es imposible, hijo mío?».

«¡Todavía no he estudiado teología! Y lo que he venido estudiando durante mis permisos está muy lejos de ser teología. Antes de ser ordenado, todavía me esperan por lo menos cuatro años en el seminario después de la guerra… si llego con vida».

Me miró sonriendo dulce y confiadamente. «No te preocupes… el año que viene serás ordenado sacerdote».

Algo me decía que estaba diciendo insensateces, y le pregunté cómo había llegado a semejante conclusión.

Ante mi asombro, replicó: «¡Porque tú eres un caso excepcional!». Sacó un libro de un cajón y me lo dio para que lo examinara. Allí estaba escrito que el día de la muerte de mi madre había empezado a rezar por mí, para que fuera sacerdote después de cumplir veinte años. Había rezado a nuestro Señor y se había sacrificado durante diecinueve años con el fin de que yo llegara a ser sacerdote en la Orden Franciscana. Había ofrecido todas sus plegarias del día y de la noche… de hecho, cada sencillo acto piadoso de todo aquel tiempo estuvo destinado al simple propósito de hacer de mí un sacerdote. Y, como consideraba que sus sencillas plegarias eran demasiado insignificantes, había rogado a las otras Hermanas —eran 280— que se unieran a ellas; y las Hermanas prometieron hacerlo así. Pedía a muchas hermanas, ya fallecidas, que, ahora que estaban en el Cielo, recordaran a aquel monaguillo.

Siempre sonriendo, me retiró el sorprendente documento y dijo: «Ya lo ves,
eres
un caso excepcional. Y ya que la Sagrada Escritura asegura que serán oídas todas nuestras plegarias, no hay duda de que el próximo año serás sacerdote».

Con cierta tristeza, respondí: «Pero Hermana, ¡cuando usted empezó a rezar ignoraba que iba a estallar esta desdichada guerra y que todos sus planes iban a cambiar!».

Sacudiendo la cabeza, replicó con enorme seguridad: «¿La guerra? La Biblia no habla de guerra. No dice nada sobre ella. No dice, “Todas esas cosas son ciertas excepto en caso de guerra”. Dice que nuestras plegarias serán oídas y tendrán respuesta. La respuesta a nuestras plegarias no depende de algo tan insensato como la guerra».

Tuve que reírme. Una fe tan inocente… ¡casi infantil! Cuando me vio reír, preguntó: «¿No crees que Dios es más poderoso que la guerra?».

Yo solo pude decir: «Sí, por cierto, pero la guerra está ahí, y yo soy un soldado que no ha terminado mis clases en el seminario. Todavía existe una ley en la Iglesia que dice que nadie puede ser ordenado sacerdote si no ha estudiado… y las oraciones más fervorosas, querida hermana, no pueden cambiar eso».

Se me quedó mirando, sorprendida ante la fragilidad de mi fe, y preguntó: «¿Quién ha hecho esas leyes?».

«Bueno, el Papa».

Entonces se echó a reír alegremente. «La cosa es muy sencilla. El Papa que ha hecho las leyes, puede también dispensar de ellas».

«Podría hacerlo, si tuviera una buena razón; pero está fuera de toda cuestión que ordene sacerdote a alguien que no haya estudiado. Y yo no estoy en Roma».

De nuevo aquella dulce, infantil y confiada sonrisa. «Tendrás que ir a Roma. Hoy empezaré a rezar para que veas al Papa en Roma. Entonces le podrás pedir resueltamente tu ordenación».

Me quedé sin palabras ante aquella loca confianza y saqué del bolsillo la orden de partir hacia Rusia al día siguiente. Dije: «Mañana me pondré en camino hacia Rusia, mañana por la mañana temprano. El Papa no vive allí, hermana».

Ella contestó simplemente: «Ya lo verás. No tendrás que ir a Rusia. Verás al Papa». ¡Vaya una idea!

Yo dije: «Gracias por sus esperanzas y por sus oraciones, Hermana. Ahora tengo que marcharme a la estación.
Auf Wiedersehen!
».

Me pidió que esperara un minuto y regresó rápidamente con su manto y el permiso de la Superiora para acompañarme a la estación. Yo me reía pensando en nuestra curiosa apariencia, el alto soldado de uniforme y la menuda hermana. Afortunadamente, la estación no estaba lejos. Durante todo el camino, no dejó de insistir en que confiara firmemente en sus oraciones y, cuando llegara a Roma, tuviera fe y solicitara al Papa mi ordenación. Yo callaba; estaba empezando a sentirme molesto. Entró conmigo en el andén, así que tuve que sacarle un billete. Subí al tren, y ella me indicó con gestos que abriera la ventanilla. Me asomé y le oí decir: «Pensándolo bien, necesitas la ayuda de la Madre de Dios, la Madre de todos los sacerdotes. Y así, lo primero que harás será una peregrinación a la Madre de Dios para pedirle ayuda. Entonces, todo saldrá bien».

Yo había recuperado mi buen humor, pero lo perdí rápidamente cuando oí aquello y, blandiendo mis órdenes con enfado por delante de su nariz, grité: «Aquí dice Rusia y nada sobre una peregrinación, o sobre Roma, o sobre el Papa… ¡y ciertamente nada sobre la Madre de Dios!».

Con el mismo rostro confiado y sonriente, la Hermana continuó: «Cuando estés en Lourdes, ¡reza fervorosamente!». Cerré de golpe dando un bufido, y el tren se puso en marcha. Intenté sacarme de la cabeza aquella insensatez, pero no pude calmarme durante las dos horas de viaje hasta Kassel, y me quedé en el abarrotado pasillo. Al llegar al cuartel, empecé a prepararme para emprender el viaje a Rusia el día siguiente.

Llegó la mañana, y los doscientos soldados dispuestos para la marcha parecían un montoncillo de hormigas. Yo iba a conducir a la compañía hasta Rusia. A las ocho en punto llegamos a la estación de ferrocarril y subimos al tren que salía a las 9:10h. Cinco minutos antes bajé del vagón para comprobar que todo estaba en orden. De repente, se acercó un automóvil con un oficial, un soldado con un arma, y un sargento de uniforme. «
Ach
, también quiere partir», pensé. Me acerqué al oficial y le informé de la salida de las tropas. Me miró, me preguntó mi nombre y me dijo fríamente: «Está usted arrestado» y, dirigiéndose al sargento: «Hágase cargo de él». Le entregué los papeles y subí al auto con el soldado armado a mi espalda; y me llevaron al cuartel.

Me introdujeron en una empalizada al momento, y el comandante que me había sacado de apuros en otras ocasiones, vino a verme inmediatamente. Me dijo que un oficial del ejército había llamado desde Berlín diciendo que debían arrestarme, aunque no le habían comunicado el motivo. «Si me dice lo que ha hecho, quizá pueda ayudarle».

Pero yo, sencillamente, lo ignoraba. Salió meneando la cabeza. Entonces, me puse a pensar. Comencé a preguntarme si habría sido descubierta mi asociación con el grupo que pretendía asesinar al Führer.

En noviembre del año anterior, estaba entre mis amigos evangelistas en Imhausen, donde había ido desde Kassel para infundirme valor y nueva energía. Trabé conocimiento con Adam von Trottzu Soiz, un hombre de noble cuna que me impresionó gratamente. Una mañana temprano, cuando recorría el jardín de un extremo a otro diciendo mis oraciones, el noble se acercó y me pidió que diéramos un corto paseo. No pude negarme, y así, caminamos por la carretera que llevaba al castillo de su propiedad edificado sobre la colina. Por el camino, me preguntó mi opinión sobre aquellos que regían Alemania. Como era el hermano de la señora de la casa donde me alojaba, no tenía la menor intención de decirle lo intensamente que odiaba a los nazis. De repente, me explicó que formaba parte de un grupo clandestino opuesto al Tercer Reich de Hitler. Dijo: «Usted puede ayudarnos a librar a Alemania de esta desgracia».

«¿Cómo será posible?».

Él dijo simplemente: «
Él
debe marcharse. Todo está preparado. Pero todavía necesitamos un mensajero para los informes importantes que no pueden escribirse». Yo no comprendía. Con, cierta impaciencia, continuó: «Es preciso que entienda lo que le estoy diciendo. Ya ha estado con nosotros anteriormente, pues obtuvo la libertad en Kassel con este único fin».

Entonces comprendí que los jueces del tribunal de guerra formaban parte de la conspiración anti-nazi. Haciendo esfuerzos por respirar, pregunté: «¿Piensan asesinar a Hitler?».

Mirándome fijamente, replicó: «
Jawohl
, es el único modo».

Dije inmediatamente que yo era un soldado y que había prestado juramento y que, como cristiano, no podía faltar a mi juramento. Me dijo que también era cristiano, así como todos los que estaban con él. Habían rezado ante el crucifijo y habían estado de acuerdo en que «como somos cristianos, no podemos violar la lealtad que debemos a Dios. Por lo tanto, hemos de romper la palabra dada al que ha roto tantos acuerdos y sigue haciéndolo. ¡Si usted supiera lo que sé yo, Goldmann! No hay otro camino. Puesto que somos alemanes y cristianos debemos actuar y, si no lo hacemos pronto, será demasiado tarde. Piense en ello durante la noche». Y se marchó a su castillo.

Cuando llegó la noche, yo ya había pensado intensamente sobre el tema y le di mi consentimiento. Recibí algunos mensajes para determinados caballeros en París y Roma, aunque no sabía si podría entregarlos. Solo debía transmitirlos verbalmente. No me parecieron unos mensajes especialmente vitales, pero él les atribuía una gran importancia. Yo no debía evaluar su contenido pero, pasara lo que pasara, tenía que guardarlos en secreto.

Permanecí en la empalizada durante tres días, preguntándome si se habría descubierto el complot. Al tercer día llegó un mensaje desde Berlín. El comandante lo abrió en mi presencia. Ahora iba a conocer mi destino.

Sorprendentemente, iba a ser trasladado inmediatamente al sur de Francia, a una nueva división con obligaciones especiales. «¿Dónde?», pregunté.

«A Pau», replicó. «¿Conoce usted Lourdes? Está muy cerca».

¡Fantástico!, pensé. ¡La fe de la Hermana Solana estaba justificada! Evidentemente mis co-conspiradores de las altas esferas habían oído hablar de mi destino a Rusia y habían empleado todos los medios para que no me enviaran donde no podía serles útil.

En cuanto llegué a Pau, fui inmediatamente al santuario de Lourdes. Estaba terriblemente agitado. Dos de las predicciones de la Hermana Solana se habían hecho realidad. No había ido a Rusia y había ido a Lourdes. Recé con todo mi corazón, tanto porque la fe de la menuda Hermana estuviera justificada, como para que pudiera ser ordenado sacerdote dentro del improbable transcurso de un año.

Escribí a la Hermana Solana relatándole lo sucedido y me contestó con una tarjeta: «
Sé valiente y continúa rezando
». Intenté hacer ambas cosas y acudí a la gruta con la mayor frecuencia posible. Por las tardes iba a la capilla de las Hermanas de la Adoración Perpetua de Pau, donde, como siempre, me sentía en casa. Me sorprendió y defraudó encontrarme con que la comunidad franciscana de Pau me cerraba las puertas por la sencilla razón de que era un soldado alemán. No obstante, las buenas Hermanas me alimentaban y cuidaban de tal modo, que obtuve cierta compensación por la frialdad que mostraban mis hermanos.

Una tarde, mientras cumplía con mis especiales obligaciones escuchando las transmisiones de radio, capté la noticia de que habían concluido los preparativos para la invasión de Italia. Lo escribí y se lo entregué al oficial al mando. Se echó a reír, diciendo que ni los americanos ni los ingleses pondrían un pie en Europa, pues estaba bajo dominio alemán. Yo no estaba tan seguro; pensaba que, si venían, lo harían por Sicilia. Adquirí una gramática italiana y, durante tres semanas, estudié italiano concienzudamente. Mis camaradas se reían de mí, pues estaban convencidos de que todos nosotros iríamos a Rusia… donde no tendríamos necesidad de saber italiano. Yo sonreía y continuaba estudiando, siempre confiando en mi intuición.

Cuando nos llegó la orden de marchar a Rusia a través del sur de Francia, pasé por un mal momento. De repente, cuando estábamos en ruta, nos mandaron girar al sur, desde la Riviera hasta Génova, donde quedamos en espera. Nos cambiaron los equipos para Rusia por otros uniformes más ligeros y nos enviaron al sur de Italia: el enemigo había desembarcado en Sicilia.

Pasamos por Roma… ¡el Santo Padre estaba cerca! Después de todo, las oraciones de la Hermana Solana May y su fe «insensata» no parecían tan insensatas. Yo recordaba que en Fulda había afirmado que Dios es más poderoso que la guerra, ¡y que la Sagrada Escritura no dice que las plegarias no sean escuchadas en tiempo de guerra!

Capítulo 7

DESPUÉS DE TODO, ITALIA

A finales de julio de 1943, nuestras tropas recibieron la orden de marchar a Sicilia para proteger la retirada del resto del derrotado ejército alemán. La mayor parte de la isla estaba en manos de los aliados, y nuestras perspectivas eran muy poco halagüeñas. Aunque figurábamos como tropas de refresco, solamente el 10% eran soldados con experiencia que habían sufrido grandes dificultades en Francia, Rusia y Polonia. El restante 90% lo formaban, en su mayor parte, estudiantes jóvenes, reclutados directamente en las escuelas. La mayor parte de ellos contaba menos de veinte años, y algunos solamente tenían dieciséis o diecisiete. Los más jóvenes llegaban a alardear de haber falsificado sus edades con objeto de ser llamados a filas. Eran las Juventudes Hitlerianas que, de buena fe, luchaban con entusiasmo por la causa alemana. Todos tenían algo en común: su mala preparación.

Muchos de sus oficiales no eran mejores, pues solían ser tenientes jóvenes sin experiencia alguna. Así, se mostraban ansiosos por demostrar a los veteranos lo que eran capaces de hacer.

Nos despacharon inmediatamente a la parte norte de Sicilia para, en la medida de lo posible, contener la terrible ofensiva enemiga que avanzaba desde Palermo, de modo que los soldados procedentes del flanco sur de Sicilia pudieran alcanzar la Italia continental.

Organizamos nuestra línea de defensa no lejos de Patti, a unos cuarenta kilómetros de Messina. Ocupamos una posición tras un promontorio que terminaba en el mar. Unos túneles bajo los escarpados y fangosos acantilados constituían el único camino que llevaba hasta la ciudad. Aquellos agrestes cerros, unidos por un único puentecillo sobre un profundo valle, nos ofrecieron el lugar adecuado para instalar nuestras defensas.

Montamos las ametralladoras en el acantilado; carecíamos de armas pesadas, de morteros e incluso de municiones extra para las armas que arrastrábamos con nosotros. No teníamos cañones, solo unos pocos tanques con escasa munición. Abajo, en medio del profundo valle, aparecía un pueblecito pegado al acantilado. Los residentes huyeron cuando observaron que estábamos preparando una línea de defensa justamente sobre sus cabezas. La Novena Compañía tenía la orden de tomar posiciones al lado opuesto del valle con objeto de prevenir, en la medida de lo posible, la llegada del enemigo por el puente.

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