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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (3 page)

BOOK: Una misma noche
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Hay tiroteos nocturnos, a lo lejos, como un
basso continuo.
Y hasta balas que silban, de pronto, en la ventana, a la hora de la cena. Una tía del campo se escandaliza. Mi madre, en cambio, apenas si deja de comer para pedirnos que la ayudemos a correr la mesa a un lugar más protegido, subir el volumen del televisor y seguir comiendo: «Mañana lo sabremos por el diario
El Día
», dice: cuántos policías asesinados, cuántos subversivos abatidos.

Calle 17 y 532
. Una embarazada aparece acribillada y queda allí tendida, casi veinticuatro horas, entorpeciendo el tránsito, rodeada de soldados que cuidan el espectáculo a modo de advertencia.

Ante este caos, por cierto, se tienen opiniones, se atribuyen culpas, se toma posición. Vean a los padres de familia salir a la vereda, temprano en la mañana, a abrir cada uno la puerta de su garaje: con cada movimiento parecen decir algo en relación al orden. Han nacido todos entre el ‘15 y el ‘25, han crecido hablando de la Guerra de España y la Segunda Guerra Mundial; han apoyado todos el peronismo y después, tras cada gobierno débil, han aprobado también cada golpe militar, creyendo que impondría en el país aquello que «la milicia» impuso en sus propias vidas. Han llegado hasta aquí creyendo haber creado la vida nacional, y quieren creer que el Proceso tampoco se hace sin ellos.

Véanlos, sí, en plena sesentena, sacando marcha atrás sus autos, cerrando los portones de sus garajes: aún tienen gestos de inmigrantes, movimientos de obreros. Pero están decididos a entrar en la vejez como dándose el lujo privado a sus ancestros: una larga vacación. Por eso disfrazaron los frentes de sus casas de piedra Mar del Plata, el único lugar en que, además, vislumbraron el lujo. No los escandaliza la guerrilla, oh no, a ellos, que han empuñado armas, tan solo la desprecian porque saben que perderá.

Salen entonces sus mujeres, a la vez más robustas y más gráciles, y al verse a lo lejos corren a saludarse y, tras alguna palabra de preocupación apenas susurrada, («¿Oíste lo de anoche?», «¡Pero qué barbaridad! ¿Cuándo terminará todo esto?»), intercambian noticias de los hijos que empiezan a vivir. Que pronto honrarán el esfuerzo de sus vidas con diplomas, con nietos, con triunfos. En el fondo, no imaginan que puedan ser, ellos mismos, las víctimas.

Calle 19 y 531
. Un tableteo de ametralladora intercepta el tronar de dos motocicletas. Cuando todo se calma, un médico de la otra cuadra sale de su casa a auxiliarlos. Todo es inútil. Aquella sola ráfaga a uno le alcanzó el corazón; al otro, hijo de la directora del Colegio Normal, lo ha decapitado.

Razias, operativos. Llevar siempre documentos. Prohibido caminar por la vereda de los edificios públicos: el centinela abrirá fuego. Prudencias que se hacen hábito para poder olvidarlas, para olvidar el miedo. Y es obligatorio declarar las armas, renovar documentos. Apresurarse a constar en el padrón de los perdonados.

Hay leyendas urbanas que se cuentan como chistes: alguien ha caído preso por llevar por la calle un libro sobre el cubismo; otro fue acribillado por sacar de su bolso un frasco con líquido ambarino: no era una molotov, era una prueba de orina.

Pero estoy yendo rápido. La historia que me propongo contar de aquella noche, sucede, ante todo, en mi casa, la casa 9. Veamos por ahora al resto de los vecinos:

Casa 5
, departamento A, planta alta. Familia Berenguer. Catalanes, han adoptado un niño de rasgos indios. El padre es otro marino mercante, de
YPF
, a punto de jubilarse por problemas de obesidad. La madre, ama de casa, de la iglesia evangélica. Han llegado al país en los años cuarenta, pero no como exiliados —el saludo fascista del público en los cines de Barcelona, cuando aparecía el Caudillo en un noticioso, es vivencia que añoran— sino «huyendo del hambre». Que Dios haya dado tanta riqueza a esta tierra de vagos, de negros, los obsesiona… Eso, y no saber cómo decirle a su hijo lo que para el mundo es obvio. En la planta baja, Casa 5, departamento B, tienen un departamento que no se deciden a alquilar, con tantas advertencias como hace la
TV
sobre los desconocidos.

Casa 7
. Familia Aragón. Coca y Martín Aragón, dueños de dos viveros. De anchos ojos verdes, son casi tan hermosos como sus cuatro hijos, de entre veinte y treinta, que posan en la foto mural que cubre entera la pared del comedor: tres varones rugbiers y una hija mayor, menos bella, más temible: en la mirada fija, en la nariz rapaz, parece que ha avistado exactamente la presa con que soñaron sus padres, sin que —como a sus hermanos— la distraiga su propia juventud. Bajo la parra del patio, los domingos, mi padre y Martín Aragón, rodeado de sus hijos, se reúnen a recordar cómo estos se peleaban de chicos con otros pibes del barrio. Desde que viven solos, Coca y Martín viajan, con el auxilio del Automóvil Club, por las provincias, porque detestan los países limítrofes. Una vara con un garfio en la punta cuelga de la parra, lista para enganchar tiburones en playas patagónicas, para atraer dorados en ríos de Corrientes, para doblegar, en el Alto Valle, ramas cargadas de frutos.

Casa 2
. La vereda de enfrente. Familia Cavazzoni. El padre es un marino que acaba de asumir un rol indefinido, pero muy importante, en la Gobernación, coronando una carrera tan encumbrada como discreta. Sin precisar las fuentes —y nadie se las pide: su gravedad, su solvencia, parecen ser la prueba de que Cavazzoni
siempre ha estado allí
—, fue él quien avisó a mi padre de la inminencia del golpe; y mucho antes, cuando murió Perón, describió los ritos que el Brujo López Rega hacía sobre el cadáver: la prueba más irrefutable de que las Fuerzas Armadas deberían voltear ese gobierno corrupto. Su esposa, de pantalones, enteca y temblorosa, sale a fumar a veces, a sacudir felpudos contra el palo de la luz. Por las ventanas, entre maquetas y buques y dibujitos de anclas, se ven los retratos de los hijos mayores, vestidos de cadetes en la Escuela Naval. Tienen custodia y un chofer que lleva al colegio a los dos hijos menores: una chica de quince, un chico de unos siete.

Todos estos vecinos, me atrevería a decir, sin tener amistad, se conocen, simpatizan, se respetan. Pero hay algo distinto en la casa 29, como si el incomprensible salto numérico entre esta y la mía, que simplemente es 9, remitiera a una distancia secreta que ya hubiera previsto quien diseñó la ciudad, o numeró los lotes.

Casa 29
. Familia Kuperman. La casa de la esquina, la casa que todos llaman, devotamente, el chalet. Fue construida antes que las demás, o mucho antes al menos de que las otras pudieran maquillar su aspecto proletario. Y tiene un estilo más antiguo, que fascina a los chicos, quizá por su semejanza con el País de los Niños —que está a pocos kilómetros— o con esas películas yanquis de nazis y judíos.

El chalet de las Kuperman imita vagamente a una casa del bosque —piedras de
trompe l’oeil,
leños de mampostería y una alta chimenea que envuelve al tanque de agua—. La habitan tres mujeres: la señora Felisa, viuda, de unos sesenta y tres años, y sus dos hijas solteras, de entre treinta y cuarenta.

Pero algo más destaca a ese chalet: una chapa de bronce en la puerta, con el nombre de la hija mayor y su título:
abogada,
la única de la nueva generación que ha logrado, diez años antes, el trofeo al que, secretamente, aspiran todos.

Y hay otra casa que tener en cuenta. Calle 531 número 2. Las casas de la cuadra dan todas a ella por los fondos. Allí vive un matrimonio de ancianos —ella pantalonera, él jardinero— cuyo único hijo, se dice, está implicado en la lucha contra la subversión.

Pero en fin, de mi casa, de la casa 9, ahora, ¿qué podría decir?

Que mi padre la ha hecho surgir junto al chalet de Kuperman, como una suerte de émulo y rival, de imitador y enemigo.

Dos plantas, techo de tejas, un balcón de madera hacia la calle y otro hacia al patio trasero: las barandas de babor y estribor de una nave varada sin proa ni popa.

Y esa extraña preferencia por la piedra Mar del Plata que aparece, aquí y allí, semejando esos huecos de revoque desconchado que muestran antigüedad en países lejanos, donde se construye en piedra. De una vez y para siempre.

Pero de sus dueños, de mi padre, mi madre y yo, la familia Bazán, ¿qué decir? Solo contar la historia me hará saber cómo somos.

Empezar por decir que, a esta casa, una noche, llega un Torino naranja. Con cuatro tipos, armados. Y que ese auto frena de repente, como yo detengo ahora, por prudencia y temor, mi escritura.

C

2010

—Asaltaron la casa de al lado —expliqué a Miki, al mediodía del martes—. Treinta años después, ¿comprendés? Los mismos métodos.

Yo había ido a Buenos Aires a hacer trámites y lo invité a almorzar. No concebía mejor confidente. Sólo él, me había dicho, podía asombrarse, fascinarse, como yo, por la repetición.

—Treinta y tres años después, ¿te das cuenta? Todo casi igual. ¿Qué es lo que perdura?

Miki fue mi alumno, es abogado, judío. Su padre, guerrillero, fue asesinado en el ‘76, cuando faltaban apenas días para que Miki naciera: la edad de mi recuerdo. Sus tíos maternos, que estaban con el padre al momento del asesinato, fueron secuestrados y, como se dice, aún hoy permanecen desaparecidos. La incertidumbre sobre su destino final ha marcado la vida de Miki. Y la de su madre. Que dirige el Instituto «Rodolfo Walsh» de la Memoria, en las antiguas instalaciones del campo de concentración de la
ESMA
, donde casi con seguridad sus tíos fueron torturados.

—¿Por qué reaccioné así?, me pregunto. No hice nada. Un vecino me preguntó por qué no llamé al 911. Y yo no sé qué es el 911. ¿Qué es el 911?

Miki deja de comer, recita, irónico:


Si ves o sabés algo, llamá al 911
—después explica, con su parsimonia de militante—. La gran conquista del ingeniero Blumberg. Un número telefónico, ¿nunca oíste hablar de él en las películas? Al que puede llamar quien se cree en peligro.

—Pero yo, ¿por qué me callé? —le pregunto a Miki—. ¿Te das cuenta de que en otro país, o alguien de otra generación habría actuado distinto? ¿Dónde aprendí a callarme? ¿Y dónde aprendieron estos ladrones de ahora a actuar como los otros?

La mesera interrumpe con dos cervezas.

—Todo igual —repito, aunque no entro en detalles—. Y al día siguiente, los vecinos que yo no había advertido se acercaron a decirme que habían visto algo raro, ¿entendés? Si nos hubieran llamado a declarar… quizá podríamos haber recompuesto todo. Uniendo los fragmentos. Y también en el ‘76.

Miki se asombra: treinta y tres años de sufrimiento, fundados casi exclusivamente en esa imposibilidad de declarar. Me cuenta que, hace unos meses, su madre consiguió hablar por primera vez con la única testigo del asesinato de su padre y del secuestro de sus tíos. Una mucama. En Misiones, donde vive. Pero que, tres décadas después, la mujer recuerda poco.

—Y sobre todo, ¿sabés qué fue lo más asombroso de la otra noche? —prosigo—. La sensación:
ya está.
Para ellos, ya está. Fue solo un segundo. Eso que puede quedar treinta años, cuarenta, toda una vida, atormentando a los familiares de las víctimas, a los testigos, para ellos duró un segundo. Eso que permanecerá por siempre en la palabra
desaparecido,
pasó. Porque nadie puede declarar.

Miki me sonríe sobre el plato:

—Ahí tenés una novela.

Él también querría escribir, dice, pero no puede. La militancia no le deja tiempo. Miki es peronista, kirchnerista.

—Y la familia —agrega sonriendo—, la familia.

Y el dolor, pienso. Cada una de estas palabras remueve un dolor. Y si el dolor callado une, el dolor escrito nos separa, de la familia, con precisión de bisturí.

—Siempre quise contar lo que nos pasó esa noche del ‘76 —confieso, con ese pudor supersticioso de revelar lo que se escribe—. Escribir esos diez minutos en que la patota estuvo en casa… Pero nunca pude. Porque siempre sentí que mi modo de escribir le daba a esa experiencia un sentido que no correspondía.

Miki no responde. Tengo terror de lo que pueda pensar. Pero también una especie de embriaguez de poder liberarme.

—Últimamente imaginé un relato que contara esos diez minutos varias veces, nombrándonos cada vez con palabras diferentes. Porque basta que nos nombremos de manera distinta para que varíe todo el relato, y sobre todo, el juicio del lector. Para algunos seremos, claro, héroes. Para otros, cómplices —digo, temblando—. Colaboracionistas.

Miki me mira como si exagerara. Entonces decido arriesgarme.

—¿Sabés qué hice yo, por ejemplo, mientras la patota daba vueltas por la casa y un tipo con una Itaka me tenía acorralado contra el piano? Me puse a tocar.

Deja de comer. Me avergüenzo, y al mismo tiempo, no puedo dejar de sonreír.

—Lo recordé hace poco, ¿podés creer? Leyendo una novela,
El silencio de Kind.
La protagonista hace eso, en distintas circunstancias. Da un concierto de piano ante un jerarca de la dictadura para poder acercársele después y preguntarle por su hermana desaparecida. Pero, ¿por qué toqué el piano, yo?

Terminamos hablando de música. Pero no digo lo que hicieron mi madre, mi padre, aquella noche. Y cuando me despido, me duele el estómago.

E
N EL MICRO
de vuelta, atravesando la franja de pampa que bordea el río sin otra orilla, ¿por qué no podía dejar de pensar en Miki? Ni de temblar. ¿Por la vieja vergüenza de haberme abierto demasiado a otro varón? ¿Pero en qué me había abierto? ¿Y qué temía que pudiera pasarme? ¿O acaso tenía terror de que la mirada del otro me revelara lo que soy, o lo que verdaderamente había hecho, aquella noche? No, quizá no debía declarar ante Miki ni ante nadie. Quizá solo la literatura podría perdonar. La literatura, ese lector futuro.

¿Y
CÓMO
se enteró mi madre del asalto a los Chagas? Quizá por los herreros que llegaron a casa a media tarde del lunes para tomar medidas, mientras yo comía con Miki en Buenos Aires, y ella los dejó pasar contra mis prevenciones sobre los desconocidos. Quizá por la paraguaya mucama de los Chagas que vino después a traer revistas, y le dijo, llorando de resentimiento, que quería abandonar de una vez a «esos dos mierdas» para emplearse aquí, para cuidar a mi madre, «porque esto ya es el colmo» (Nota: si me hubieran llamado a declarar habría agregado: los sirvientes de Chagas no guardan el secreto). Y mi madre, que en su sordera apenas si podía escucharla, casi descompuesta de terror, creyó entender que había quedado a solas con «la entregadora». Como quiera, habría bastado mucho menos para que mi madre entendiese: «A los vecinos de al lado
les entraron
». «Y también con nosotros, si quisieran, lo harían. Y lo harán.»

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