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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (9 page)

BOOK: Una misma noche
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Así, fascinado por el modo en que se aprende repitiendo, creo que olvidé un tiempo el caso de Diana Kuperman; hasta que de pronto, un sábado, por la mañana, ocurrió el segundo imprevisto. La presidenta reflotaba el denominado «Caso Papel Prensa».

N
O ESCUCHÉ
su discurso por Cadena Nacional, un viernes, desde el salón de una Casa de Gobierno todavía aureolada por los festejos del Bicentenario. «Una hora y media hablando», criticó un periodista opositor, «sobre algo sucedido más de treinta años atrás».

Treinta años, pensé, más de lo que había durado cualquier período de nuestra historia reciente. Un caso del que yo, en principio, creía ignorarlo todo. Y es probable que hubiera terminado por considerarlo apenas uno más entre tantos embates a
Clarín,
el diario enemigo del gobierno, cuando leí que en aquel acto había estado la viuda de David Graiver —el antiguo jefe de Diana Kuperman—, y en un apartado descubrí una foto que empezó a revelarme los secretos de aquella noche que hasta entonces no podía recordar.

No hablo de la foto de los pocos sobrevivientes de aquella familia que durante mi adolescencia la dictadura había expuesto como el Mal, y que ahora escuchaban a la presidenta desde la primera fila, el mentón levantado y un empaque atento que dejaba traslucir orgullo y satisfacción por el desquite. Hablo de otra foto tomada por sorpresa a la viuda de Graiver y a su hermano, en el momento en que salían de Casa de Gobierno a un playón de estacionamiento y se disponían a subir al coche cuando alguien los sorprendió, alguien a quien este hermano parecía haber confundido con un
paparazzi.

«Nos extorsionaron para que vendiéramos la empresa», decía el epígrafe de la foto, y fue lo primero que supe sobre el caso.

Lidia Papaleo de Graiver era una mujer rara, enigmática, en la foto. Tras el tapado rojo, los anteojos negros, la peluca copiosa y esa especie de camuflaje que labran los liftings, parecía hurtarse a la mirada de los demás, esconder bajo un disfraz de mujer burguesa sus heridas aún vivas, el precioso secreto de su labilidad. Y al mismo tiempo, estaba ese sutilísimo gesto, esa reacción ya casi automática de ponerse en guardia al comprender que la miraban, como si a la vez que temía lo peor se dispusiera a dar batalla. A su lado, su hermano, Osvaldo, parecía haber sido construido especialmente como su contrafigura. Alto, frontal, de traje, avanzaba hacia el fotógrafo con aire de guardaespaldas gritando, exigiendo, demasiado seguro de que había que defenderla. Pero más allá de su violencia, ¿por qué me atraían tanto estos dos? ¿Por qué, cuanto más miraba la foto, ellos me parecían otras letras de ese alfabeto que al fin me ayudaría a contar mi historia, a liberarme de ella? ¿Simplemente porque Diana Kuperman, alguna vez, había pertenecido a sus empresas? ¿Porque no podían inspirar compasión, porque no llevaban ninguno de los disfraces que ganan la simpatía ajena, empezando por la pobreza, y por eso habían entrado últimos en el desfile de horrores que debían repararse?

No se esperaban novedades sobre el caso aquel fin de semana —y quizá el domingo llegué a olvidarme de todo. No lo creo. Pero el lunes, después de la última clase, habíamos quedado con mis alumnos en ver una película,
Rocco y sus hermanos;
y cuando encendimos el televisor para verla en una antigua copia en
VHS
, un aviso publicitario anunció que en pocos minutos más la viuda de Graiver estaría, por primera vez, en televisión. Les pedí permiso para demorar media hora la película, y me dejaron ver el programa «a condición de que no me pusiera mal» —como si advirtieran en mí una debilidad que a mí se me escapaba.

Y es que un extranjero, un joven —esa otra forma de ser extranjero— pudo haber advertido, más allá de todas las diferencias que para mí eran centrales, cuánto tenía yo en común con aquella mujer. Lidia Papaleo de Graiver era, como yo, de La Plata. Había estudiado Psicología en la misma facultad que todos mis psicólogos, y donde yo mismo había estudiado Letras —y hablaba mi misma lengua, aquella con que ahora se disponía a describir el horror, con que ahora
declaraba.

Y dijo: que la dictadura la había obligado a vender, bajo amenazas, la empresa Papel Prensa, la fábrica de papel que aún hoy abastece a todos los diarios del país. Que poco después de firmada la venta, por la que jamás habían recibido un centavo, ella, sus suegros y todos los empleados de las Empresas Graiver habían sido desaparecidos y torturados y permanecieron presos para que no pudieran denunciar tanto atropello.

El punto era probar —porque había quien lo discutía, se asombró el periodista que entrevistaba a Lidia Papaleo— cómo una persona, por esos años, podía sentirse extorsionada aun fuera de una cárcel —ya que las únicas transacciones económicas válidas son aquellas que se realizan entre personas libres.

El periodista enumeró: en agosto de 1976 David Graiver —el jefe del grupo— había muerto en un sospechoso accidente de aviación en México. Desde el momento en que la viuda —exiliada en Nueva York desde 1975— había vuelto a la Argentina a hacerse cargo de las empresas, había empezado a recibir constantes, diarias, visitas de personas, algunas de ellas funcionarios del gobierno, que le aconsejaban, le urgían, le suplicaban que pusieran en venta todos sus bienes, «porque estaban mal vistos y estaban siendo investigados».

Paralelamente, los principales diarios habían comenzado una campaña de desprestigio de las Empresas Graiver, publicando sospechas sin asidero. Por fin, cuando a principios de noviembre los Graiver empezaron a considerar la venta de Papel Prensa a los tres compradores que la dictadura avalaba —los diarios
Clarín,
La Razón
y
La Nación
—, Lidia, junto con el hermano y los padres de David, fueron citados a entrevistarse con sus representantes. «Fue en un salón enorme del edificio de
La Nación.
Nos separaron», contó la viuda. «Por un lado mis suegros; por otro mi cuñado Isidoro; y por otro lado yo sola, con el representante del diario
Clarín,
Héctor Magnetto.» «Y este me hizo entender que si no firmaba corría peligro mi vida, y la vida de mi hija. Y yo no lo dudé», dijo, «porque ese hombre tenía en la mirada toda la soberbia, toda la inhumanidad del poder. Y sobre todo», agregó al cabo de una pausa en que, misteriosamente, ya intuí que hablaría de
aquello que yo estaba esperando,
«porque pocos días antes habíamos sufrido ya un golpe tremendo».

«Y es que si había alguien de quien dependía nuestra sobrevivencia como grupo; alguien que si hoy estuviera aquí podría cambiar el curso de la historia, ese era el doctor Jaime Goldenberg, la mano derecha de David», dijo, y yo me emocioné como si hablara de mí, como si justificara mi obsesión, mi pasión por aquella noche.

«Y pocos días antes de esa entrevista en
La Nación,
una noche en la ruta que va a La Plata, Jaime Goldenberg sufrió un accidente feroz, que lo dejó prácticamente inutilizado, con problemas cardíacos que después le acarrearían la muerte en la mesa de torturas…»

«¡Yo sé mucho de eso!», les dije a mis alumnos, con voz quebrada por la alegría de comprobar, al fin, que también para otros aquella noche había sido crucial.

«Un accidente extrañísimo, ocasionado por un auto que impactó en el medio de su… del vehículo… del remís en que iba… Y desde ese día yo pensaba, claramente, cuál será el próximo de nosotros en morir…»

Y no, no dijo nada de Diana Kuperman, no dijo que Jaime Goldenberg iba en el autito blanco que yo conocía, pero no me importó: porque esa firmeza, esa inteligencia hacía que yo creyera escuchar la voz de la propia Diana, la voz de aquella noche.

T
AN PRONTO
terminó el programa los alumnos echaron a andar la película y yo conseguí meterme en la trama, pero en mi conmoción todo se mezclaba y me hablaba de lo mismo: Annie Girardot arrastrándose por el borde de un río mientras recibía las puñaladas de uno de los hermanos de Rocco:
«Non voglio morire! Non voglio morire!».
La frase de la viuda de Graiver diciendo: «la picana eléctrica es dolorosa, tremendamente dolorosa, pero lo más duro son los golpes». Katina Paxinou, que hacía el papel de la madre del hijo asesino, gritando: «Dios se arrepentirá de todo lo que nos ha hecho sufrir».

El periodista había hablado del «Circuito Camps» —la serie de reparticiones policiales, públicas o secretas, dependientes de Ramón Camps, aquel comisario que había pedido para sí, casi avaramente, «lo más duro de la lucha»—, y yo no hacía más que recordar a su hijo, que por aquella época era compañero mío en el colegio marista. La cara del hijo de Camps, larga y tajeada en la mejilla, el cuerpo enorme y en tensión —era mayor que el resto de nosotros y sus rodillas alzaban el pequeño pupitre en cada movimiento nervioso—, capaz de imbuirme de un terror físico, una sensación de amenaza, anterior a toda idea. El hijo de Camps que llega a casa de Federico Vaena al día siguiente del velorio de su padre —¿por qué me enamoraba inmediatamente de los hijos que quedaban huérfanos?—, y que parece no estar allí hasta que de pronto, sin permiso, empezó a aporrear la batería. Le gustaba el rock, sí, ¿y quién me creería si dijera que fue por él que conocí esa canción:
Mister Jones abrió la puerta/ vio a su madre recién muerta/ y la sangre en el chaleco se limpió…
?El hijo de Camps explicándonos por indicación de la propia profesora en la clase de Historia el asalto a «la casa de los conejos». El hijo de Camps, en lo alto del estadio del campo de deportes, descerrajando con una voz castrense que «a veces el padre de uno puede ser el peor enemigo», una frase que durante años atribuí —¿para perdonarme a mí también?— a una revelación sobre su propio padre, pero que ahora me parece la justificación del robo de hijos de desaparecidos.

Los alumnos se fueron, y yo me fui a acostar, pero en mí seguía aquella danza de horror, como un presagio de literatura.

Y Ferni, el hijo menor de Cavazzoni, preguntándome en 1976 por qué venían tantos muchachos jóvenes a mi casa; y sus nietas, intrigadas en 2010 por el patrullero de la Policía Científica… Un vecino extraño, hijo de un croata nazi, me había dicho poco tiempo atrás que Cavazzoni, en la Escuela Naval, enseñaba «Inteligencia». ¿Y no sería esa habilidad lo que Ferni y las gordas ejercían como un divertimento, un juego que quizá el propio viejo les había enseñado en las sobremesas: vigilar a los vecinos, «leer» en sus costumbres, denunciarlos? ¿Y qué diferencia había entre un órgano de Inteligencia y la Policía Científica?

La viuda de Graiver diciendo «Me insistían en que vendiera con dos condiciones: no a extranjeros, no a la colectividad judía». ¿Y habría sido Camps antisemita? ¿Y Cavazzoni? ¿Y si el odio que mi padre sentía por los judíos se lo hubieran inculcado en la
ESMA
? ¿Si se lo hubieran concedido como el mayor premio a cambio de su sumisión de por vida: el placer insospechado de saber que hay un estrato aún más bajo en la escala, de poder despreciarlo, de hermanarse en el odio con quienes siempre lo habían despreciado a él? Hacia 1937 o 1938, mi padre había conocido al capitán Hans Langsdorff, del acorazado
Graff Spee,
bombardeado por la flota británica frente a las costas de Montevideo. Eso contaba siempre. ¿Y dónde había podido conocerlo sino en la
ESMA
? Una vez, cuando yo todavía cursaba Letras, un profesor especialista en Macedonio Fernández me había dicho que el escritor se había contado entre los admiradores de Langsdorff —y creo que junto con Xul Solar había asistido al entierro del capitán nazi custodiado por «aprendices» de la Escuela de Mecánica de la Armada Argentina.

«No, no estaba en una cárcel», había dicho Lidia Papaleo. «Pero al menos desde la muerte de mi marido, yo no era libre. No iba adonde elegía ir, sino adonde me empujaban.» Y agregó: «Durante treinta años he vivido así, en el miedo; o peor, en el miedo al miedo».

El miedo al miedo, me repetí, en eso he vivido yo, y creo que fue entonces cuando salté de la cama, como despertando de uno de esos sueños que no nos atrevemos a seguir soñando —y me refugié en Internet.

Langsdorff, anoté en Google, Hans Langsdorff. Como un flash, recordé a mi padre hablando de Diana Kuperman como «la judía»; sin demasiado odio, es cierto, apenas con rutinario desprecio —sin ganarse siquiera un reproche de mi madre, quizá porque no era necesario. ¿Pero había llegado mi padre a odiar a las Kuperman, a la señora Felisa?

Y entonces apareció la foto de ese entierro, sí, rodeado de aprendices de la Escuela de Mecánica, y entre esos aprendices —que en realidad parecen recién egresados— uno que era, sí, inequívocamente, mi padre.

Y así, mientras afuera iba amaneciendo, empecé a escribir mi segunda tentativa, sintiendo que por fin esa noche se abría en mí y se prolongaba.

J

1976

Cuando suena el timbre y corro hasta la puerta y los veo en la calle, no es demasiado tarde: estamos todavía a la mesa, mi madre y yo, después de cenar, mirando algún programa tardío.
Yo Claudio
o
Videoshow
o
El Mundo del Espectáculo.

Hay un Torino amarillo o naranja justo frente a casa, con el chofer parado afuera junto a la puerta abierta, del lado de la calle, mientras otros se alejan de espaldas para mirar los techos, y el Jefe sale de lo oscuro y me pregunta por mi padre.

No piden documentos: saben bien a quién buscan. ¿Y cómo lo saben? Les ha dicho Cavazzoni:
«Un suboficial. Su mujer. Su hijo».
¿Es zona liberada? Es zona controlada. Se oyen gritos de ellos y a lo lejos un tren. Frenadas. Acaso un tiro al aire por uno que no para, acaso un tiroteo.

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