Una página de amor (13 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: Una página de amor
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Entre tanto, el sol poniente amarilleaba las altas ramas. De la palidez celeste descendía una especie de serenidad. Julieta, que tenía la manía de hacer preguntas incluso a las personas que menos conocía, interrogaba a su marido constantemente, muchas veces sin aguardar su respuesta.

—¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho?

Entonces él hablaba de sus visitas, hacía referencia a unos conocidos que había saludado, le informaba sobre una tela o un mueble que había entrevisto en un escaparate. A menudo, mientras hablaba, sus ojos se cruzaban con los de Elena. Ni uno ni otro volvían la cabeza; se miraban frente a frente, como si vieran hasta el fondo de sus corazones; luego sonreían bajando lentamente los párpados. La nerviosa vivacidad de Julieta, que procuraba disimular con una languidez estudiada, no les permitía hablar mucho rato entre ellos, pues se entrometía en todas las conversaciones. No obstante, intercambiaban palabras, frases lentas y superficiales que parecían cobrar un significado profundo que se prolongaba más allá del sonido de las voces. A cada palabra, se manifestaban mutuamente su aprobación con un ligero movimiento de la cabeza, como si todos sus pensamientos les fuesen comunes. Había un entendimiento absoluto, íntimo, que surgía del fondo de su ser y que les hacía compenetrarse incluso en sus silencios. A veces Julieta detenía sus palabras de cotorra parlanchina, como avergonzada de estar siempre hablando, y decía a Elena:

—La estamos aburriendo. Hablamos de cosas que no le interesan en absoluto.

—Nada de eso —respondía Elena alegremente—. No se preocupen por mí. Yo no me aburro jamás… Me encanta escuchar y no decir nada.

No mentía. Era durante esos largos silencios cuando mejor apreciaba el encanto de encontrarse allí. Con la cabeza inclinada sobre su labor, levantando la vista de vez en cuando para cambiar con el doctor aquellas largas miradas que los unían el uno al otro, se encerraba complacida en el egoísmo de su emoción. Se confesaba ahora que entre ella y él existía un sentimiento secreto, algo muy dulce, tanto más dulce cuanto nadie en el mundo podía compartirlo con ellos. Pero guardaba su secreto apaciblemente sin que su honestidad se alarmara, pues nada malo la agitaba. ¡Qué bueno era con su esposa y su niño! Todavía le quería más cuando hacía saltar a Luciano o besaba a Julieta en la mejilla. Desde que le veía en su casa, su amistad había aumentado. Ahora ella era como de la familia y no se le ocurría que pudiesen alejarla. En su secreta intimidad le llamaba Enrique, naturalmente, de tanto oír a Julieta llamarle así. Cuando sus labios decían «doctor», un eco, en el fondo de su ser, repetía «Enrique».

Un día el doctor la encontró sola bajo los olmos. Julieta salía casi todas las tardes.

—¡Vaya!, ¿mi mujer no está ahí? —dijo.

—No. Me está abandonando —respondió ella riéndose—. Verdad es que usted ha vuelto más pronto.

Los niños jugaban en el otro extremo del jardín. Se sentó a su vera. Su conversación a solas no los turbaba en absoluto. Durante cerca de una hora hablaron de mil cosas sin sentir ni por un instante el deseo de aludir al sentimiento que llenaba su corazón. ¿Para qué hablar de eso? ¿Acaso no sabían lo que podrían decirse? No tenían que hacerse ninguna confesión. A su felicidad le bastaba con estar juntos, con estar de acuerdo en todo, con gozar sin zozobras de su soledad, en este mismo sitio donde cada tarde él besaba a su esposa.

Aquel día le gastó una broma sobre la furia con que ella trabajaba.

—¿Sabe usted —dijo— que ni siquiera sé de qué color son sus ojos? Los tiene usted siempre fijos en su aguja.

Ella levantó la cabeza y le miró, como hacía siempre, frente a frente.

—¿Es que le agrada gastar bromas? —interrogó en voz baja.

Pero él prosiguió:

—¡Ah!, son grises… Grises con un reflejo azul, ¿no es eso?

Esto era cuanto se atrevían a decir, pero las palabras, cualesquiera que fuesen, adquirían una dulzura infinita. A partir de este día, a menudo la encontró sola al anochecer. A pesar suyo, sin que se diesen cuenta, su intimidad se hacía entonces mayor. Hablaban con la voz demudada, con inflexiones acariciadoras que no tenían cuando los escuchaban. Y, no obstante cuando llegaba Julieta, trayendo la fiebre parlanchina de sus correrías por París, nunca los molestaba, y podían seguir la conversación comenzada sin tener que turbarse ni apartar sus sillas. Parecía como si aquella hermosa primavera, en aquel jardín donde las lilas florecían, prolongase en ellos el primer arrebato de la pasión.

Hacia fines de mes, la señora Deberle se sintió preocupada por un gran proyecto. De pronto se le ocurrió la idea de dar un baile infantil. La estación estaba ya muy avanzada, pero esta idea llenó de tal modo su cabeza, que se lanzó en seguida a los preparativos con su turbulenta actividad. Quería hacer algo que estuviese realmente bien. Sería un baile de disfraces. Desde entonces no se habló más que de su baile, en su casa, en casa de los demás, por todas partes. Se celebraron en el jardín conversaciones interminables. El bello Malignon encontraba el proyecto un poco «tontaina»; no obstante, se dignó interesarse por él y prometió traer a un cantante cómico conocido suyo.

Una tarde, aprovechando que todo el mundo estaba a la sombra de los árboles, Julieta planteó el grave problema de los disfraces de Luciano y Juana.

—Lo estoy dudando mucho —dijo—. He pensado en un Pierrot de raso blanco.

—¡Oh, qué vulgar! —declaró Malignon—. Por lo menos, aparecerán una docena de Pierrots en su baile. Espere; habría que dar con algo…

Se puso a reflexionar profundamente mientras chupaba el puño de su junco. Paulina, que llegaba en aquel momento, exclamó:

—A mí me apetece disfrazarme de doncella de comedia.

—¡Tú! —dijo la señora Deberle sorprendida—, ¡pero si tú no vas a disfrazarte! ¿Te figuras que eres una niña, grandísima tonta?… Vas a hacerme el favor de venir con un traje blanco.

—¡Anda! Pues eso me hubiese divertido —murmuró Paulina, a la que, a pesar de sus dieciocho años y sus redondeces de muchacha, le encantaba juguetear con los niños pequeños.

Mientras, Elena, que seguía trabajando al pie de su árbol, levantaba a veces la cabeza para sonreír al doctor y al señor Rambaud, que charlaban de pie junto a ella. El señor Rambaud había acabado por entrar en la intimidad de los Deberle.

—¿Y a Juana? —preguntó el doctor—. ¿De qué va usted a vestirla?

Pero le interrumpió una exclamación de Malignon:

—¡Ya sé! ¡Un marqués Luis XV!

Y esgrimía su junco con gesto triunfal. Y, como no provocara grandes entusiasmos a su alrededor, pareció sorprendido.

—Pero ¡cómo!, ¿no se dan ustedes cuenta? Es Luciano quien recibe a sus invitados, ¿no es eso? Entonces, le colocan ustedes a la puerta del salón vestido de marqués con un gran ramo de rosas a su lado y él hace una reverencia a las damas que van llegando.

—Es que —objetó Julieta— habrá docenas de marqueses.

—¿Y esto qué importa? —dijo Malignon tranquilamente—. Cuantos más marqueses haya, más divertido va a resultar. Les digo a ustedes que es un hallazgo… Es necesario que el dueño de la casa sea un marqués; de lo contrario, su baile será infecto.

Parecía tan convencido, que la misma Julieta acabó por entusiasmarse también. En efecto, un disfraz de marquesito Pompadour en satén blanco, recamado de pequeños ramilletes, estaría delicioso.

—¿Y Juana? —repitió el doctor.

La chiquilla había venido a apoyarse en el hombro de su madre con este gesto mimoso que tanto le gustaba adoptar. Cuando Elena iba a abrir los labios, murmuró:

—¡Oh mamá!, ya sabes lo que me prometiste…

—¿Qué? —preguntaron a su alrededor.

Entonces, en tanto que su hijita le suplicaba con la mirada, Elena respondió sonriente:

—Juana no quiere que se sepa cuál será su disfraz.

—¡Es verdad! —exclamó la niña—. Si el disfraz ya se sabe, no produce ningún efecto.

Por un momento esta coquetería regocijó a los circunstantes y el señor Rambaud empezó a hacerla rabiar. Desde hacía algún tiempo, Juana se mostraba esquiva con él y el pobre hombre, desesperado, no sabiendo cómo lograr de nuevo los favores de su amiguita, la zahería con sus bromas para acercarse a ella.

Mirándola, repitió varias veces:

—Voy a decirlo. Yo voy a decirlo.

La niña se puso pálida. Su dulce carita enfermita adquirió una hosca dureza, con la frente surcada por dos grandes arrugas y la barbilla alargada y nerviosa.

—Tú —tartamudeó—, tú no dirás nada.

Y, como él simulara todavía que iba a hablar, se lanzó sobre el señor Rambaud gritando alocadamente:

—¡Cállate! ¡Quiero que te calles!… ¡Lo quiero! Elena no había tenido tiempo de prevenir aquel acceso, uno de esos accesos de cólera ciega que a veces acometían de una manera terrible a la pequeña. Dijo severamente:

—Juana, vete con cuidado, que no te castigue.

Pero Juana no la escuchaba ni la oía. Temblando de pies a cabeza, pataleando, ahogándose, repetía: «¡Lo quiero! ¡Lo quiero!», con una voz cada vez más ronca y desgarrada, y con sus manos crispadas había cogido del brazo al señor Rambaud y se lo retorcía con una fuerza extraordinaria. En vano la amenazó Elena. Entonces, no pudiendo dominarla por la severidad, muy apenada por esta escena delante de todo el mundo, se contentó con murmurar en voz baja:

—Juana, me causas mucha pena.

Inmediatamente la niña soltó su presa y volvió la cabeza. Cuando vio a su madre con la cara compungida y los ojos conteniendo el llanto, estalló en un sollozo y se lanzó a su cuello balbuceando:

—No, mamá… No, mamá…

Le pasaba las manos por la cara para impedir que llorara. Su madre la apartó lentamente. Entonces, con el corazón en un puño, desesperada, la pequeña dejóse caer sobre un banco que estaba a pocos pasos y rompió a llorar con más fuerza. Luciano, a quien siempre se la presentaban como un modelo, la contempló sorprendido y ligeramente encantado.

Como Elena recogiera su labor, pidiendo excusas por semejante escena, Julieta le dijo que, ¡por Dios!, a los chiquillos hay que perdonárselo todo; por el contrario, la niña tenía tan buen corazón, y la pobrecita lo sentía tanto, que ya estaba de sobras castigada. La llamó para besarla; pero Juana rechazó el perdón y siguió en su banco, ahogada en lágrimas.

El señor Rambaud y el doctor se habían acercado. El primero se inclinó y preguntó emocionado, con su bondadosa voz:

—Vamos a ver, querida: ¿por qué estás enojada? ¿Qué te he hecho yo?

—¡Oh! —dijo la niña apartando las manos y mostrando su carita alterada—. Has querido quitarme a mi mamá.

El doctor, que escuchaba, se puso a reír. El señor Rambaud no comprendió de momento.

—¿Qué estás diciendo?

—Sí, sí, el martes pasado… ¡Oh, bien lo sabes!… Te pusiste de rodillas preguntándome qué diría si tú te quedabas en casa.

El doctor ya no sonreía. Sus labios, descoloridos, temblaron. Por el contrario, el rubor había subido a las mejillas del señor Rambaud, que bajó la voz y balbuceó:

—Pero tú dijiste que jugaríamos siempre juntos.

—No, no, yo no sabía —repuso la niña con violencia—. No quiero, ¿comprendes?… No vuelvas a hablar de ello jamás, jamás, y seremos amigos.

Elena, de pie, con su labor en una canastilla, había oído estas últimas palabras.

—Vamos, sube, Juana. Cuando se llora, no hay que molestar a la gente.

Saludó, empujando a la pequeña ante ella. El doctor, muy pálido, la miraba fijamente. El señor Rambaud estaba consternado. En cuanto a la señora Deberle y a Paulina, con la ayuda de Malignon, habían cogido a Luciano y le hacían dar vueltas, discutiendo con viveza, sobre sus espaldas, sobre el traje de marqués Pompadour.

Al día siguiente, Elena estaba sola bajo los olmos. La señora Deberle, que recorría medio París organizando su baile, se había llevado a Luciano y a Juana. Cuando el doctor volvió, más pronto que de costumbre, descendió rápidamente la escalinata, pero no se sentó. Daba vueltas alrededor de Elena, arrancando trocitos de corteza de los árboles. Inquieta por esta agitación, ella levantó un momento los ojos; luego dio una nueva puntada con mano un tanto temblorosa.

—Parece que el tiempo se está estropeando —dijo turbada por el silencio—. Esta tarde, casi hace frío…

—Sólo estamos en abril —murmuró él, esforzándose en tranquilizar su voz.

Pareció que iba a alejarse, pero volvió y le preguntó bruscamente:

—Entonces, ¿va usted a casarse?

Esta brutal pregunta la sorprendió hasta tal punto, que dejó caer su labor. Estaba pálida. Por un supremo esfuerzo de voluntad conservó su rostro de mármol, mirándole con los ojos desmesuradamente abiertos. No contestó y, entonces él se mostró suplicante:

—¡Oh, se lo ruego! Una palabra, una palabra nada más… ¿Va usted a casarse?

—Sí, tal vez… ¿Qué puede importarle? —dijo al fin en un tono glacial.

—¡Pero eso es imposible!

—¿Por qué? —dijo ella sin dejar de mirarle.

Entonces, bajo esta mirada que le clavaba sus palabras en los labios, tuvo que callarse. Durante un instante permaneció allí, llevándose las manos a las sienes; luego, como estaba ahogándose y temía ceder a un acceso de violencia, se alejó mientras ella simulaba seguir trabajando tranquilamente en su labor.

Pero el encanto de aquellas plácidas tardes estaba ya roto, y aun cuando, al día siguiente, se mostró tierno y sumiso, Elena se sentía intranquila en cuanto se quedaba sola con él. Ya no existía aquella familiaridad, aquella confianza serena que los dejaba, uno al lado del otro, sin la menor turbación, con la alegre satisfacción de saberse juntos. Pese al cuidado que él ponía en no alarmarla, la miraba a veces sacudido por un estremecimiento súbito, con el rostro inflamado por una oleada de sangre. Ella misma había perdido su tranquila placidez; sentía escalofríos y permanecía, lánguidamente, con las manos cansadas e inocentes. Toda clase de cóleras y deseos parecían haber despertado en ambos.

Elena llegó a no permitir que Juana se alejase. En todo momento, el doctor encontraba entre ellos este testigo que le vigilaba con sus grandes y límpidos ojos. Pero lo que más hacía sufrir a Elena era la sensación de sentirse cohibida ante la señora Deberle. Cuando ésta volvía con los cabellos al viento y la llamaba «mi querida amiga» al contarle sus correrías, ya no la escuchaba con el mismo aire sonriente y tranquilo; en el fondo de su ser bullía un tumulto de sentimientos que se resistía a concretar, sentía como vergüenza, rencor. Luego, su naturaleza honesta se sublevaba; tendía la mano a Julieta sin poder reprimir el estremecimiento físico que los dedos tibios de su amiga le provocaban a flor de piel.

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