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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (33 page)

BOOK: Viaje alucinante
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La sonrisa de Dezhnev se hizo incómoda y sus dientes superiores, ligeramente amarillentos, mordieron el labio inferior. Boranova intervino con su autoritaria voz de contralto, abortando así cualquier protesta de Dezhnev:

–¿Y qué se sabe de Shapirov?

–Eso ha pasado ya. Con una inyección de no sé qué regularizaron sus latidos.

–Bien, pues, ¿estamos listos para marchar? –preguntó Konev.

–Sí –respondió Boranova.

–En tal caso..., salgamos de la corriente sanguínea, por fin.

Boranova y Kaliinin estaban inclinadas sobre sus instrumentos. Morrison las estuvo observando un momento, pero claro, no sabía nada de lo que estaban haciendo. Se volvió a Dehznev, sentado en posición relajada (al contrario que Konev cuyo cuerpo estaba tenso, casi trenzado de músculos).

–¿Qué vamos a hacer, Arkady? No podemos salir reventando el vaso sanguíneo para entrar en el cerebro –comentó Morrison.

–Podremos hacerlo, una vez seamos lo bastante diminutos. Volvemos a miniaturizarnos. Mire a su alrededor.

Sobresaltado, Morrison, miró. Se dio cuenta de que cada vez que el mundo exterior parecía estabilizarse, él lo daba por supuesto y ya no le prestaba atención.

La corriente había aumentado en velocidad. O, mejor dicho, la nave se había vuelto a reducir y los objetos que se movían junto a ellos tardaban menos en pasar, de modo que la mente, empeñada en considerar el tamaño de la nave inalterado, interpretaba lo que veía como una corriente más rápida.

Un glóbulo rojo pasó de largo, moviéndose como lo había hecho (o pareciendo hacerlo) en la arteria carótida, pero pese a su velocidad, flotó un buen rato, como si fuera una ballena adelantando una barquita. Se había vuelto borroso, ahora era casi transparente y con los bordes vibrando a causa del movimiento browniamo. Tenía una coloración grisácea que la hacía parecer una nube de tormenta extendiéndose en el cielo. Para entonces había perdido la mayor parte de su oxígeno, naturalmente, porque lo había entregado a las ávidas células cerebrales que, sin movimiento o visibles señales de vida, consumían un cuarto de todo el oxígeno llevado por la sangre a los diversos órganos del cuerpo. Y pese a ello, el cerebro parecía estar simplemente sentado allí; percepciones, reacciones y pensamiento, todo ello coordinado con una complejidad que ninguna computadora podía acercarse ni astronómicamente a duplicar..., que jamás duplicaría..., a ningún precio.

Para compensar la expansión de los glóbulos rojos, las plaquetas y los relativamente escasos leucocitos que se habían transformado ahora en monstruos, demasiado grandes para ser captados, el plasma sanguíneo se estaba volviendo menos diáfanamente líquido.

Había empezado a volverse granulado y los gránulos aumentaban lentamente a medida que pasaban a su lado cada vez con mayor velocidad. Morrison sabía que estaba viendo moléculas de proteína; pasado un instante, le pareció que a través de sus giros y flexiones podía distinguir los arreglos helicoidales de sus átomos de un modo impreciso. Algunas tenían un bosque en miniatura de moléculas lípidas envolviéndolas parcialmente.

También empezaba a darse cuenta de un movimiento, no el temblor del movimiento browniano, sino un cabecear que se volvía cada vez más pronunciado.

Volvió la cabeza para mirar, del otro lado, la pared capilar a la que estaban sujetos.

Las baldosas habían desaparecido..., o por lo menos una baldosa (o una célula como debería llamarla ahora) había crecido de tal forma que era la única que podía verse. Sobresaliendo por detrás se veía el bulto del núcleo de la célula, grande y grueso, creciendo cada vez más.

La nave dio un bandazo cuando parte de la misma se separó de la pared y volvió a cabecear cuando volvió a unirse.

–¿Qué está ocurriendo? –preguntó Morrison mirando a Kaliinin que sacudió la cabeza impaciente. Estaba totalmente absorta en su trabajo. Dezhnev trató de explicar:

–Sofía está tratando de neutralizar la carga eléctrica de la nave, aquí y allá para que se suelte antes de que la tensión dañe la pared. Y tiene que buscar nuevas áreas de sujeción para no separarse del todo de la pared. No es fácil, tener que miniaturizarse y al mismo tiempo mantenernos sujetos a la pared.

Morrison, alarmado, preguntó:

–¿Hasta qué punto vamos a miniaturizarnos?

Sus palabras quedaron cubiertas por la orden estridente de Kaliinin.

–Arkady, adelante. ¡Cuidado! ¡Despacio! Imprima sólo un poco de presión a la nave.

–Bien, Sofía..., pero dígame sólo cuándo tengo que detenerme.

Y dirigiéndose a Morrison, añadió:

–Mi padre solía decir: «Entre no mucho y demasiado hay sólo el espesor de un cabello»

–Más, más –ordenó Kaliinin–. Bien. Ahora lo intentaremos.

La nave pareció sujetarse y tensarse y de pronto saltó hacia delante y Morrison fue suavemente proyectado hacia atrás en su asiento.

–Bien. Ahora un poco menos.

Llegaron al final de la célula. Más allá de ésta había otra. Células delgadas encajadas una en otra hasta formar un pequeño tubo; mientras la nave y sus cinco tripulantes se sujetaban a la superficie interior por diminutas atracciones de cargas eléctricas.

El espacio entre células parecía de soga, con cables tendidos desde dentro de una célula, a la otra. No estaban todos intactos y había muñones visibles como si fueran restos de un bosque talado. A Morrison le pareció que había huecos, estrechos, en ese bosque pero no podía percibirlo claramente desde el ángulo en que lo miraba. Volvió a preguntar:

–¿Hasta dónde nos miniaturizaremos, Arkady?

–Eventualmente, hasta el tamaño de una pequeña molécula orgánica.

–¿Cuáles van a ser las probabilidades de desminiaturización en este tamaño?

–Apreciables –respondió Dezhnev–. Mucho mayores que cuando teníamos el tamaño de un glóbulo rojo, o incluso de una plaqueta.

–Pero no para preocuparse aún. Se lo aseguro –dijo Boranova.

–Exactamente –confirmó Dezhnev y levantó a medias la mano con los dedos cruzados, para que Morrison pudiera verlos, pero no Boranova desde su asiento trasero. Ese gesto americano se había vuelto universal y Morrison, al verlo, sintió que un frío lo invadía. Dezhnev tenía la vista fija delante, pero debió presentir la mueca de Morrison por su apagado gruñido. Dijo:

–No se preocupe, joven Albert. Lo prudente, siempre, es tener una sola preocupación a la vez, y ahora debemos preocuparnos por escurrirnos fuera del vaso sanguíneo... Sofía, ¡mi amor!

–¿Sí, Arkady?

–Debilite el campo de la popa de la nave y cuando le avise busque otro por delante.

–Así lo haré, Arkady. ¿No dijo su padre una vez: «Es inútil tratar de enseñar a robar a un ladrón»?

–Sí, lo hizo. Robe, pues, pequeña ladrona. Robe.

Morrison se preguntó si Dezhnev y Kaliinin estaban bromeando deliberadamente ante la posibilidad de una muerte instantánea, para animarle, o trataban de demostrar desprecio por su cobardía. Prefirió suponer lo primero. Cuando una acción puede igualmente interpretarse como amistosa u hostil, uno debe elegir siempre la amistosa. Quizás el padre de Dezhnev hubiera estado de acuerdo. Con solo aquella idea ya se sintió animado.

La popa de la nave parecía estar despegada y permanecer a varios centímetros (¿o serían picómetros la medida real?) de la pared del capilar. Morrison la estudió atentamente y pudo ver las apretadas hileras de moléculas lípidas y de proteínas que formaban aquella pared. Pensó: «¿Cómo podemos ignorar todo esto? Aquí está la oportunidad de estudiar los tejidos con mayor precisión de lo que el mejor microscopio electrónico es capaz de hacerlo..., y estudiarlos en vivo; ver no sólo su situación, sino su movimiento y cambio vivientes.

«Hemos recorrido la corriente sanguínea y nos hemos encajado entre las paredes de un capilar sin fijarnos en nada en sentido realmente científico. Sólo navegamos, sin mayor interés que el que sentiríamos en el Metro, lanzados a través de un túnel subterráneo... Solamente para estudiar oscilaciones que podría producir el pensamiento..., o tal vez no»

La nave avanzaba pulgada a pulgada (una palabra antigua pensó de pronto Morrison, anterior al sistema métrico) como si fuera tanteando el camino. Quizás era precisamente lo que hacía entre los motores de Dezhnev y los campos eléctricos fluctuantes de Kaliinin.

–Nos acercamos al cruce, pequeña Sofía –dijo Dezhnev con voz curiosamente tensa–. Asegúrese de que su punto delantero es firme, mientras yo trato de avanzar un metro o así.

–Sospecho, a juzgar por lo que veo y el comportamiento eléctrico, que tenemos un grupo de argininas en dirección al cruce. Eso representa una fuerte región de carga positiva, pero puedo manejarla como si fuera crema de leche.

–Déjese de excesos de confianza, Sofía –advirtió Boranova–. Manténgase alerta. Si falla y la nave se desprende, habrá mucho que hacer.

–De acuerdo, Natalya, pero con todo respeto, la advertencia no es necesaria.

Dezhnev acudió en su ayuda:

–Sofía, haga exactamente lo que le diga. Mantenga la proa de la nave sujeta a la pared, pero con fuerza. Suelte todo lo demás.

–Hecho –respondió Sofía con voz sofocada.

Morrison se encontró conteniendo el aliento. La popa de la nave se había separado de la pared, pero por delante seguía sujeta. La corriente zarandeó la nave y la colocó en ángulo recto con la corriente, mientras que la pared capilar donde la nave seguía sujeta se hinchaba como un grano, hacia fuera.

–¡Cuidado! –advirtió Morrison de pronto–. Vamos a arrancar una sección de pared.

–¡A callar todos! –tronó Dezhnev. Después, en un tono de voz normal–. Sofía, voy a aumentar la potencia de los motores. Póngase en posición de suprimir la atracción restante. La nave debe quedarse enteramente neutral..., pero no hasta que se lo diga.

Sofía dirigió una mirada a Boranova que dijo con su calma habitual:

–Haga exactamente lo que él le diga, Sofía. En esto la palabra de Arkady es la que manda.

Morrison imaginó que sentía la nave tirando hacia delante. La sección de pared capilar a la que estaba sujeta, estaba cada vez más tirante. Sofía dijo con insistencia:

–Arkady, o se partirá el campo o se romperá la pared.

–Un momento más, querida mía, un poquito más...
¡Ahora!

La pared se soltó hacia atrás y la nave se proyectó hacia delante con un gran salto que sacudió a Morrison. El extremo delantero de la nave se hundió en la materia que había entre las dos células de la pared capilar.

Por primera vez, Morrison se dio cuenta del esfuerzo de los motores de microfusión. Había como un latido apagado a medida que la nave se abría paso a través de la junta, con lo que parecía una creciente dificultad. No se veía nada por delante. El grosor de la pared capilar, por fina que fuera en términos normales, era mucho mayor que la longitud de la nave.

La nave estaba totalmente inmersa en aquella materia y Dezhnev, con la frente cubierta de sudor, volvió la cabeza para hablar con Boranova.

–Estamos gastando energía más de prisa de lo que deberíamos.

–Entonces, detenga la nave y reflexionemos.

–Si lo hago hay una posibilidad de que la elasticidad de esta materia nos proyecte fuera otra vez a la corriente sanguínea.

–Entonces aminore la marcha. Busque un nivel que baste para mantenernos en el sitio.

El latido cesó. Dezhnev observó:

–La materia está ejerciendo una presión considerable sobre la nave.

–¿Lo bastante para aplastarnos, Arkady?

–Por el momento no. ¿Pero quién puede predecir el futuro si la presión continúa?

–Esto es ridículo –exclamó Morrison–. ¿No ha dicho alguien que teníamos el tamaño de una pequeña molécula orgánica?

–Nuestro tamaño es el de una molécula de glucosa –dijo Boranova– que está compuesta, en total, de veinticuatro átomos.

–Gracias, pero sé perfectamente cuántos átomos tiene una molécula de glucosa. Da la casualidad de que las pequeñas moléculas atraviesan las paredes capilares por difusión. ¡Difusión! ¿Es así cómo trabaja el cuerpo, por qué la difusión no nos hace pasar a través?

–La difusión –explicó Boranova– es una proposición estadística. Hay veinticinco mil millones de moléculas de glucosa en la corriente sanguínea en cualquier momento dado. Se mueven al azar y algunas consiguen chocar en tal lugar y de tal forma que pueden atravesar una junta, o meterse en la membrana de una célula de la pared capilar, luego dentro de la célula, y por fin salen del otro lado. Un muy pequeño porcentaje lo consigue en un segundo dado, pero es lo bastante para asegurar el debido funcionamiento del tejido. No obstante, por casualidad, una determinada molécula de glucosa puede permanecer en la corriente por espacio de un mes sin lograrlo. ¿Podemos esperar todo un mes la ocasión de que haga su trabajo?

–Este argumento no vale, Natalya –arguyó Morrison impaciente–. ¿Por qué no hacemos deliberadamente lo que una verdadera molécula de glucosa haría por casualidad? Especialmente ahora que nos encontramos a mitad de camino. ¿Por qué nos hemos quedado pegados en esta posición?

–Estoy de acuerdo con Albert –anunció Konev–. La difusión no es una filtración pasiva. Hay una especie de interacción entre el objeto que se filtra y la barrera a través de la sangre cerebral.

–Ya estamos en la barrera –anunció Dezhnev–. Usted es el especialista en cerebros, ¿puede echar un vistazo alrededor y decirnos cómo funciona esta difusión?

–No, no puedo. Pero la glucosa es una molécula que cruza fácilmente la barrera sanguínea del cerebro. Así debe ser porque es el único combustible que le proporciona energía. El problema está en que si bien la nave es tan pequeña como una molécula de glucosa,
no es
una molécula de glucosa.

–¿Se propone algo, Yuri, o es sólo una lección? –preguntó Boranova.

–Me propongo algo. Hemos quitado las cargas a la nave a fin de meternos entre las moléculas, ¿por qué dejarla descargada ahora? ¿No se le puede dar la carga tipo de una molécula de glucosa? Si se puede,
será
una molécula de glucosa en cuanto al cuerpo de Shapirov se refiere. Sugiero que ordene que se haga, Natalya.

Kaliinin no esperó la orden:

–Ya está hecho, Natalya.

(Morrison se fijó en que ambos se dirigían siempre a Boranova. Cada uno seguía manteniendo la ficción de la inexistencia del otro.)

–Y la presión disminuye al momento –dijo Dezhnev–. Reconoce a una amiga, así que se inclina cortésmente y nos deja pasar. La madre de mi padre, que Dios me conserve su memoria, hubiera dicho que era «magia negra» y se hubiese escondido debajo de la cama.

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