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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (9 page)

BOOK: Viaje alucinante
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Dezhnev se quitó la ropa interior y se acercó a una parte de la pared donde brillaba un pomo rojo, colocando su pulgar derecho inmediatamente por encima. Se descorrió un pequeño panel en la pared y dejó al descubierto unas ropas blancas colgadas a un lado. Dejó su ropa interior en el fondo.

Parecía totalmente impertérrito por estar desnudo. Su pecho y hombros estaban cubiertos de vello oscuro y se veía una vieja cicatriz en la nalga derecha. Morrison se preguntó distraído de dónde o de qué procedía.

Boranova hizo lo mismo que Dezhnev, diciendo:

–Búsquese una luz, doctor Morrison. La huella de su pulgar abrirá el panel, y cuando vuelva a tocarla, se cerrará. A partir de ahora sólo su huella podrá abrirlo, así que por favor recuerde el número de su taquilla y no tendrá que apretar todas las luces hasta encontrar la suya.

Morrison hizo lo que se le indicaba. Boranova añadió:

–Si necesita ir al baño antes, puede entrar allá.

–Estoy bien.

A continuación, la habitación se llenó de una bruma húmeda hecha de pequeñas gotitas de agua.

–Cierre los ojos –le advirtió Boranova. Fue innecesario que se lo dijera. El escozor que le produjo el agua se los hizo cerrar al instante.

En el agua había jabón, o por lo menos algo que escocía, sabía amargo e irritaba su nariz.

–Levante los brazos –le gritó Dezhnev–. No necesita girar. Le llega por todas partes.

Morrison alzó los brazos. Sabía que venía en todas direcciones, del suelo también, como notó por la presión vagamente desagradable en su escroto.

–¿Cuánto durará esto? –jadeó.

–Demasiado –murmuró Dezhnev–. Pero es necesario.

Morrison empezó a contar. Al llegar a 58 le pareció que cesaba el amargor en sus labios. Entreabrió los ojos. Sí, los otros dos seguían allí. Continuó contando y cuando llegó a 126, el agua paró y un aire caliente, seco e incómodo, lo envolvió.

Cuando eso paró también, jadeaba y se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento.

–¿Y para qué ha sido todo esto? –exclamó incómodo ante la visión de los pechos grandes y firmes de Boranova y el poco consuelo del pecho velludo de Dezhnev.

–Ya estamos secos –anunció Boranova–. Vistámonos.

Morrison estaba impaciente por hacerlo, pero casi al momento lo decepcionó la naturaleza de las ropas blancas de la taquilla. Consistían en un blusón y pantalones de algodón, estos últimos sujetos por una cinta. También había un gorro para cubrir el cabello y unas sandalias ligeras. Aunque el algodón era opaco, le pareció a Morrison que poco o nada quedaba para la imaginación.

–¿Es esto lo único que vamos a llevar?

–Sí –contestó Boranova–. Trabajamos en un ambiente limpio y tranquilo. A temperatura regular y con ropas desechables no podemos esperar mucho en cuanto a moda o calidad. En realidad, exceptuando una repugnancia comprensible, podríamos fácilmente trabajar desnudos. Pero basta..., vamos.

Y ahora, al fin, entraban en lo que Morrison reconoció como el cuerpo principal de la Gruta. Se extendía ante él, entre, y más allá, de unas columnas adornadas en exceso, hasta una distancia que no podía calcular.

No reconocía nada del equipo. ¿Cómo iba a hacerlo? Era un completo teórico, y cuando trabajaba en su propia especialidad se servía de aparatos computadorizados que él mismo había diseñado y modificado. Por un segundo sintió una punzada de nostalgia por su laboratorio de la Universidad, por sus libros, por el olor de las jaulas de animales, incluso por la estúpida testarudez de sus colegas.

En la Gruta se veía gente por todas partes. Había docenas cerca y otros más lejos y la impresión era la de un hormiguero humano repleto de maquinaria, de humanidad, de determinación.

Nadie se fijaba ni en los recién llegados, ni en sí mismos. Realizaban su trabajo en silencio, con los pasos apagados por sus sandalias.

Otra vez Boranova pareció leer en el pensamiento de Morrison y cuando habló lo hizo en voz baja:

–Aquí cada uno va a lo suyo. Ninguno de nosotros sabe más de lo que le conviene saber a él o a ella. Nada significativo debe filtrarse.

–Pero tendrán que comunicarse.

–Cuando deban hacerlo, lo harán, pero lo mínimo. Reduce el placer de la camaradería, pero es necesario.

–Este tipo de compartimentalización retrasa el progreso –observó Morrison.

–Es el precio que pagamos por la seguridad, así que si nadie le habla, no es una cuestión personal. No deberán tener ninguna cosa que decirle.

–Sentirán curiosidad por un desconocido.

–Ya me he ocupado de que sepan que es un especialista de fuera. Es lo único que necesitan saber.

–¿Cómo pueden esperar que un americano sea un especialista de fuera?

–Porque ignoran que sea usted americano.

–Mi acento me delatará al instante, como lo hizo con la camarera.

–Pero es que usted no hablará con nadie, excepto con aquellos a los que le presentaré.

–Como quiera –aceptó Morrison indiferente.

Seguía mirando a su alrededor. Puesto que estaba allí, mejor averiguar lo que pudiera, aunque pareciese trivial. Cuando regresara a los Estados Unidos, seguro que le preguntarían por cada detalle que hubiera observado, así que sería mejor que pudiera contarles algo. Dijo a Boranova, al oído:

–Todo esto debe ser sumamente caro. ¿Qué fracción del presupuesto se aplica aquí?

–Es caro –asintió Boranova, sin añadir más–, y el Gobierno se esfuerza por limitar el gasto.

Dezhnev declaró con acritud:

–Esta mañana he tenido que trabajar una hora para persuadirlos de que autorizaran un pequeño experimento adicional en beneficio de usted..., así enfermarán de cólera en el Comité.

–Arkady, si estos comentarios supuestamente humorísticos llegan a oídos del Comité, lo pasará mal.

–No tengo miedo a esos cerdos, Natasha.

–Yo sí. ¿Qué pasará con el presupuesto del año que viene si los enfurece?

Morrison, impaciente pero hablando aún en voz más baja, insistió:

–Lo que a mí me preocupa no es ni el Comité, ni el presupuesto, sino la simple cuestión de qué estoy haciendo aquí.

–Está aquí para presenciar una miniaturización y para que le expliquemos por qué necesitamos su ayuda. ¿Le satisface esto, camarada ame..., camarada Especialista Exterior?

Morrison los siguió hasta algo que parecía un vagoncito de tren antiguo, sobre unos delgados raíles. Boranova colocó su pulgar sobre una superficie lisa y una puerta se abrió suavemente y sin ruido:

–Entre, por favor, doctor Morrison.

Morrison se detuvo.

–¿A dónde vamos?

–A la cámara de miniaturización, por supuesto.

–¿En tren? ¿Es muy grande este lugar?

–Mucho, pero no tanto. Es una cuestión de seguridad. Sólo ciertas personas pueden utilizar este aparato y solamente valiéndose de él pueden penetrar en el corazón de la Gruta.

–¿Tan desconfiada es su gente?

–Vivimos en un mundo complejo, doctor Morrison. Nuestra gente es digna de confianza, pero no queremos someter a gran número de ellos a tentaciones que no tienen por qué sufrir. Y si alguno de nosotros convence a alguien de que vaya a otra parte, como lo persuadimos a usted, es más seguro si sus conocimientos son limitados, ¿comprende? Por favor, suba.

Morrison entró en el compacto vehículo con cierta dificultad. Dezhnev lo imitó con similares molestias, diciendo:

–Éste es otro ejemplo del ahorro insensato. ¿Por qué tan pequeño? Porque los burócratas gastan miles de millones de rublos en un proyecto y se sienten virtuosos si ahorran unos cientos en cosas que ellos consideran superfluas a costa de amargar la vida a los trabajadores.

Boranova se acomodó en el asiento delantero. Morrison no pudo ver cómo manipulaba los controles, o si había algún control que manipular. Tal vez lo manejaba una computadora. El vehículo comenzó de pronto a moverse y Morrison percibió un ligero tirón hacia atrás.

Había una ventanilla a cada lado, pero no de cristal transparente. Morrison pudo ver una pequeña sección de la caverna de una forma borrosa, como mal enfocada. Aparentemente, las ventanas no estaban concebidas para la visión, sino simplemente utilizadas para reducir la impresión de claustrofobia que les provocaba la estrechez inaceptable del vehículo.

A Morrison le pareció que las pocas personas que pudo entrever no prestaban la menor atención al convoy. «Aquí –pensó– todo el mundo está bien entrado» Demostrar cualquier interés por algo en lo que no se estaba directamente interesado debía parecer una muestra de descortesía..., o algo peor. Le pareció también que se iban acercando al muro de la caverna, y con otra sacudida, disminuyó la velocidad. Una sección del muro quedó atrás y el vehículo, con otra sacudida más, aceleró y traspasó la abertura.

Todo quedó instantáneamente a oscuras y la pobre luz del techo no hizo más que transformar la noche en penumbra.

Se encontraban en un estrecho túnel en el que el vehículo encajaba con poco margen sobrante excepto por el lado izquierdo, donde Morrison, mirando más allá de Dezhnev, creyó ver otro par de raíles. Debía de haber por lo menos otro coche igual, y espacio para cruzarse en el túnel si ambos funcionaban al mismo tiempo.

El túnel estaba tan poco iluminado como el vagón, y no era recto. O había sido excavado en la colina de forma que se siguieran las líneas de menor resistencia a fin de ahorrar dinero o, deliberadamente, trazado con curvas con el propósito atávico y vago de hacer que las cosas fueran más seguras cuanto más complicadas se hiciesen. La oscuridad dentro y fuera del vagón podía servir al mismo propósito.

–¿Cuánto tiempo nos llevará...? –empezó Morrison. Y Dezhnev le miró (pese a la penumbra) con expresión impenetrable.

–Veo que no sabe cómo dirigirse a mí. No tengo título académico, así que, ¿por qué no me llama Arkady? Todo el mundo lo hace, ¿y por qué no usted? Mi padre decía siempre: «Lo que cuenta es la persona, no el nombre»

Morrison asintió.

–Muy bien. ¿Cuánto tardaremos, Arkady?

–Poco, Albert –respondió Dezhnev alegremente, y Morrison, que había sido empujado a la informalidad de servirse del nombre propio, no pudo objetar nada a la reciprocidad.

Se sorprendió un poco al descubrir que no deseaba contradecirlo. Dezhnev, aun incluyendo los aforismos de su padre, parecía no ser complicado y, pese a las circunstancias, Morrison agradeció la oportunidad de dejar la lucha perpetua a la que Boranova parecía someterlo.

El vehículo no parecía moverse a una velocidad superior a la de un paseo tranquilo, pero cada vez que tomaban una curva daban un bandazo. Aparentemente, las mezquinas economías incluían las curvas sin peralte.

Entonces, y sin previo aviso, la luz inundó el coche cuando éste se detuvo en seco.

Morrison parpadeó al salir. La estancia donde se encontraban ahora no era tan grande como la que habían dejado atrás y, virtualmente, no había nada en ella. Sólo los raíles, debajo del vagón, trazaban un amplio arco para volver a la sección del muro por la que habían entrado. Pudo ver otro vagoncito desapareciendo por su abertura y cerrarse tras él. El vehículo en el que habían llegado recorrió despacio el arco y paró junto al muro.

Morrison miró a su alrededor. Había muchas puertas y el techo era relativamente bajo. Sin tener una clara evidencia del hecho, sintió que se hallaba sobre un tablero tridimensional, con numerosos cuartitos a distintos niveles.

Boranova lo esperaba, pareciendo observar su curiosidad con un algo de desaprobación.

–¿Está preparado, doctor Morrison?

–No, doctora Boranova. Como ignoro a dónde voy y lo que estoy haciendo, no estoy preparado. No obstante, si me indica el camino, la seguiré.

–Con esto me basta. Por aquí, entonces. Hay alguien más a quien debe conocer.

Cruzaron por una de las puertas y pasaron a otra habitación pequeña. Estaba bien iluminado y con las paredes recubiertas de gruesos cables.

En la habitación había una joven que apartando algo que, por su aspecto, parecía ser una especie de informe técnico, levantó la cabeza cuando entraron. Era muy bonita y su aspecto pálido y vulnerable. Su cabello pajizo era corto pero con una ondulación que parecía quitar severidad al corte. El escaso uniforme de algodón que llevaba, y que Morrison ya sabía era general en la Gruta, demostraba que, aunque esbelta, era atractiva y bien formada, aunque sin la opulencia de Boranova. Su rostro estaba marcado o tal vez favorecido (según los gustos) por un pequeño lunar bajo la comisura izquierda. Tenía pómulos salientes, las manos delgadas y graciosas y no tenía expresión de sonreír con frecuencia.

Pero Morrison sí sonrió. Por primera vez desde su secuestro le parecía encontrar un lado más claro de la lúgubre situación en que se había visto involuntariamente involucrado.

–Buenos días –la saludó–. Es un placer conocerla.

Trató de dar a su ruso un tono educado y suprimir lo que aquella sirvienta había fácilmente detectado como «acento americano» La joven no le contestó directamente, pero, volviéndose a Boranova, dijo con voz ligeramente ronca:

–¿Es éste el americano?

–Sí. Es el doctor Albert Jonás Morrison, profesor de Neurología.

–Profesor adjunto –corrigió Morrison, tímidamente.

Boranova ignoró la corrección.

–Y ésta, doctor Morrison, es la doctora Sofía Kaliinin, que es nuestra especialista en electromagnetismo.

–No parece lo bastante vieja –observó galantemente Morrison.

A la joven no pareció hacerle gracia. Respondió:

–Quizá parezco más joven de lo que soy. Tengo treinta y un años.

Morrison pareció avergonzado y Boranova intervino al instante:

–Venga, estamos listos para empezar. Por favor, compruebe los circuitos y póngalo todo en marcha. Rápido.

Kaliinin salió apresuradamente. Dezhnev la siguió con la mirada, sonriendo.

–Me alegro de que no parezcan gustarle los americanos. Descarta con ello un potencial de cien millones de competidores, por lo menos. Ahora bien, si tampoco le gustaran los rusos, llegaría a la conclusión de que soy tan carelo-finlandés como ella.

–¿Usted carelo-finlandés? –exclamó Boranova con forzada sonrisa–. ¿Quién iba a creerle, loco?


Ella
lo creería..., si estuviera con en el debido estado de ánimo.

–Sería un estado de ánimo imposible. –Boranova se volvió a Morrison–. Por favor, no tome el comportamiento de Sofía como algo personal, doctor Morrison. Muchos de nuestros ciudadanos pasan por una fase ultrapatriótica y sienten que lo más soviético es odiar a los americanos. Pero es más una actitud que realidad. Estoy segura de que, cuando empecemos a trabajar juntos como equipo, Sofía bajará sus defensas.

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