Authors: Douglas Niles
Apenas advirtió que los indígenas retrocedían, agachando las cabezas por miedo o reverencia, y se arrodillaban en señal de súplica. La muchacha, en cambio, miraba hacia lo alto, con el rostro bañado por la luz fría.
La rueda bajaba velozmente mientras los legionarios permanecían traspuestos. Halloran observó que el anillo lo formaba el cuerpo de una enorme serpiente voladera. Sus grandes alas brillantes resultaban visibles, a pesar de que se movían a una velocidad asombrosa. La luz emanaba del cuerpo del ofidio. No tenía la fuerza de la luz solar, pero era más brillante que cualquier otra fuente luminosa nocturna conocida en Maztica.
La inmensa rueda, de varios pasos de diámetro, se posó alrededor de Halloran y Erix. Los anillos de la serpiente no sólo abrazaron a la pareja sino que en sus movimientos incluyeron también a Daggrande y Kachin.
Entonces la luz desapareció, y con ella se esfumaron las cuatro personas abrazadas por la serpiente.
Mixtal contempló boquiabierto la fantástica escena. Espió por el borde de la plataforma superior de la pirámide, desde donde había presenciado el desarrollo de la batalla. La mente del sacerdote era un caos, los acontecimientos del día habían sobrepasado su capacidad de entendimiento.
En primer lugar, las protestas del Caballero Jaguar le habían impedido sacrificar al soldado enemigo. Después, la muchacha había vuelto de entre los muertos, acompañada por los extranjeros. él sabía que la había sacrificado, porque su cuerpo todavía se encontraba junto al altar. A continuación, había comenzado la batalla, y entonces había aparecido el
cuatl.
¡La criatura mítica de las leyendas de la antigüedad estaba aquí y ahora!
Y, por último, la súbita desaparición de la serpiente y los cuatro abrazados por sus anillos acabó por trastocar el sacerdote, que se echó al suelo y comenzó a llorar, desesperado.
¡Mixtal no vio la figura oscura que de pronto apareció junto a él. No vio la silueta delgada, vestida de negro, que se inclinó sobre el cadáver junto al altar, el cuerpo de la joven Martine.
Pero el sacerdote escuchó el suave roce de la seda. Levantó la cabeza y vio al Muy Anciano que se encaminaba hacia él sin hacer ruido, por el pavimento de piedra. Después, atisbo los ojos grandes y claros que lo observaban desde las profundidades de la capucha.
—Veo que has realizado el sacrificio, ¿no es así, clérigo? —La voz sonó muy suave en los oídos de Mixtal.
—Así es —asintió—. Ya lo has visto.
Spirali dirigió una mirada al cadáver antes de volverse una vez más hacia el sacerdote.
—¡Has fracasado! —gruñó, despreciativo—. ¡Has fallado a Zaltec!
El Muy Anciano tendió la mano, sujetó al hombre por la garganta, y apretó. Pero el ataque fue algo más que el estrangulamiento físico.
Los ojos de Mixtal se abrieron en una mirada de horror indescriptible. La lengua asomó entre sus labios e intentó respirar. Mientras se ahogaba, pudo sentir cómo el poder de Spirali le arrebataba el alma. El sumo sacerdote comprendió que su muerte representaba la aniquilación, consumada como venganza de unos seres endemoniados.
Spirali arrojó sobre las piedras el cuerpo del hombre. El Muy Anciano contempló el rostro momificado, y se burló de sus facciones retorcidas por el terror.
—Quizá le hayas fallado a Zaltec —murmuró—. Pero lo importante, y mucho más grave, es que les has fallado a los Muy Ancianos.
De la crónica de Coton:
Que estos relatos se conserven para brillar a la luz de la gloria de la Serpiente Emplumada.
Naltecona, el más grande y omnipotente gobernante del Mundo Verdadero, el poderoso Naltecona, reverendo canciller de los nexalas y ocupante del Trono Floral, que gobierna la vida y la —muerte de los hombres con un movimiento de su mano, el supremo Naltecona, bendecido con la sabiduría de sus antepasados...
Naltecona ha decidido.
Después de meses de ayuno, después de largas consultas con sus clérigos y magos más sabios, él ha decidido. Después de docenas de sacrificios consagrados a los dioses jóvenes, y la muerte de muchos guerreros, para que el reverendo canciller pudiese contar con las visiones que necesitaba, Naltecona ha decidido.
Él ha escuchado el consejo de sus jefes guerreros, que lo han urgido a reunir su ejército y hacer frente a los invasores en la playa, con todo el poderío de Nexal.
Él ha escuchado la cháchara de los agoreros y adivinos, según los cuales los extranjeros son la encarnación de Qotal, el padre Plumífero, que por fin ha regresado a Maztica.
Él ha escuchado los miedos, transmitidos a través del vuelo del águila, de los guerreros payitas, que incluso ahora hacen frente a los extraños, quizás en combate, quizás en parlamento.
Todo esto lo ha escuchado Naltecona, para tomar su decisión con la mayor sabiduría, con el mayor conocimiento posible. Todo esto ha escuchado, y él ha decidido.
Él ha decidido no hacer nada. Los poderosos nexalas, amos de Maztica, se sentarán a esperar.
Cordell miró hacia el acantilado, inquieto por los gritos indisciplinados que sonaron de pronto entre los piquetes de la playa. Sabía que los guardias, apostados a fe largo de la faja selvática en la base del farallón, no gritarían así sin tener una buena razón.
—¡Domincus! ¡Darién! —llamó a sus principales lugartenientes, y el trío marchó a paso rápido a través de la arena. La oscuridad ocultaba el acantilado y sus gigantescos rostros de piedra, pero las voces provenían de algún lugar muy cercano al sendero central que conducía a la pirámide en la cima. El fraile se adelantó, con el rostro tenso y angustiado.
—¡Helm todopoderoso, dependo de tu misericordia! —clamó el clérigo.
También el capitán general temía las noticias de los exploradores, si bien por razones mucho más pragmáticas que las del fraile. ¿Había perdido al capitán Halloran? Era una posibilidad a considerar seriamente.
Una sola palabra llegó a sus oídos mientras avanzaba: «Atacados».
Cordell se unió al piquete y vio a dos soldados que sostenían a un tercero. Este último apenas si podía respirar. Presentaba múltiples heridas, y tenía el cuerpo cubierto de sangre. Cordell lo reconoció; era Grabert, un veterano de confianza.
—¡Martine! —rugió el fraile, antes de que Cordell pudiese abrir la boca—. ¿Qué le ha pasado a mi hija? ¡Dímelo!
—¿Dónde está Daggrande? —preguntó el comandante, sin hacer caso de la ira de Domincus. El hombre herido se reanimó al escuchar la voz de su jefe, e hizo todo lo posible para comportarse como un legionario, mientras daba su informe.
—Daggrande y Halloran han desaparecido, señor. ¡Fue cosa de magia! Un círculo brillante, un anillo que flotaba en el aire, se posó a su alrededor. Después desaparecieron, junto con una pareja de salvajes. —El hombre miró al suelo para eludir la mirada del fraile, y añadió—: Creo, señor..., por lo que dijo Halloran, que los nativos asesinaron a Martine. En lo alto de la pirámide.
El fraile gritó su pena hasta que su voz se convirtió en un ronquido ahogado. Cayó de rodillas y miró hacia el cielo, desahogando su dolor mientras sacudía los puños con tanta furia, que los hombres a su alrededor retrocedieron varios pasos.
—¡Que las maldiciones de Helm caigan sobre vuestras cabezas! —bramó—. ¡Que vuestra ignorancia sea suprimida para siempre con un golpe de su mano omnipotente!
El clérigo hizo una pausa, se incorporó, y su mirada de loco buscó a Cordell.
—¡
Debes
enviar la legión contra ellos! ¡Los barreremos de la faz de la tierra! —añadió.
En los ojos del capitán general brilló un relámpago oscuro, pero el clérigo estaba demasiado ciego para ver la advertencia.
—La legión actúa a
mis
órdenes —dijo Cordell, sin alzar la voz—. Deberías saber que nosotros
siempre
destruimos a nuestros enemigos. Este ataque recibirá el castigo que se merece.
Para estos momentos, una decena de legionarios habían bajado la escalera desde lo alto del acantilado, y muchos de los soldados en la playa se habían unido a ellos antes de que Graben acabara su informe. El fraile gimió mientras el explorador comunicaba la captura de Hal y Martine, y la persecución encabezada por Daggrande.
—Entonces nos atacaron centenares de salvajes, señor; salieron de la selva armados con lanzas y garrotes. Nos vimos rodeados. El capitán Daggrande nos hizo formar en cuadrado, pero cayeron muchos de los nuestros y no se pudo mantener la formación.
—¿Y cómo habéis escapado, tú y estos otros hombres? —La pregunta la hizo una figura vestida de negro que estaba junto a Cordell. Hasta ahora nadie había advertido la presencia de Darién.
Grabert se puso tenso al escuchar la pregunta, aunque no devolvió la mirada de la hechicera.
—Cuando apareció el anillo, el que arrebató a Daggrande y Halloran, los salvajes se pusieron de hinojos, tomo si estuvieran asustados, o quizá paralizados de asombro. Aprovechamos la ocasión para correr hacia el acantilado, y así salvar nuestras vidas.
Cordell miró a la mujer elfa, y ella asintió.
—Volveré enseguida —murmuró Darién. Nadie la vio hacer ningún gesto o recitar las palabras de un hechizo, pero, pese a ello, todos pudieron ver cómo desaparecía de la vista, convirtiéndose en invisible. Había partido a la búsqueda de los nuevos enemigos de la legión.
Halloran sintió que la tierra desaparecía bajo sus pies, y después se vio rodeado de un anillo multicolor. Agitó los brazos desesperado, buscando un asidero para frenar su caída. Percibió el cuerpo de la joven que se retorcía a su lado, y un tirón en su cintura le avisó que Daggrande se mantenía sujeto a él.
Confundido, comprendió de pronto que en realidad no caía. No sentía el peso del cuerpo, pero no notaba el azote del viento ni el movimiento. Intentó mirar a su alrededor y sólo consiguió ver un aro de color, que se expandía como un caleidoscopio gigante.
Entonces la tierra firme volvió a aparecer debajo de sus pies. Los colores se transformaron en una bruma lechosa, y vio que se encontraba en un edificio de piedra. La muchacha nativa, que había permanecido a su lado durante el misterioso viaje, se apartó en el acto para mirar el recinto con expresión de pánico.
Se encontraban en una habitación circular, de unos diez pasos de diámetro, con las paredes hechas de piedra labrada. Una abertura dejaba ver unos escalones que subían para perderse en la oscuridad. Más allá del portal y la escalera, el resplandor de las estrellas iluminaba el cielo nocturno.
—¡Que Helm maldiga esta brujería! —gritó Daggrande, enfadado por el golpe recibido al tocar tierra. Se levantó y blandió el hacha manchada de sangre, con aire amenazador.
Hal observó al cuarto del grupo, el anciano de túnica blanca que había intentado apoderarse de la muchacha. Era el único que parecía tranquilo. El capitán no ocultó su asombro al ver cómo se arrodillaba y agachaba la cabeza delante de una imagen, al otro lado de la habitación. La larga cabellera gris del hombre, sujeta con una cinta, rozó el suelo cuando inclinó la cabeza.
—¡Qotal! —exclamó la joven, alejándose de la escultura. También Erixitl había reconocido la imagen del dios, con sus colmillos y la melena de plumas. De pronto comprendió con absoluta claridad la verdad de las palabras pronunciadas por
Chitikas;
que la fe de Qotal había estado detrás de ella durante toda su vida: Tanto su padre como Huakal, el noble kultaka, habían adorado al Plumífero, si bien en privado y con discreción. Kachin, clérigo de Qotal, la había comprado en nombre del templo por una suma exorbitante. Había sido objeto de mucha atención por parte de
Chitikas,
un ofidio con plumas que casi era la imagen del dios en su forma de serpiente.
Miró con nuevos ojos al bondadoso sacerdote, y vio que él la observaba con una expresión de inocencia angelical. Su rostro, lleno de arrugas, resplandecía con una sonrisa dedicada sólo a ella.
Un aluvión de preguntas apareció en su mente. ¿Por qué los dioses daban tanto valor a su vida..., o a su muerte? ¿Por qué los fieles de Qotal la habían llevado al otro extremo del Mundo Verdadero? ¿Para convertirla en esclava? ¿O en una sacerdotisa?
Ahora
Chitikas
la había traído a este santuario, al lugar sagrado dedicado a Qotal, como broche de un día tumultuoso.
Estudió la imagen sonriente del dios Plumífero, y después a la serpiente cubierta de plumas, sin dejar de pensar en lo ocurrido.
Por su parte, Halloran también miró el rostro esculpido en la pared de piedra. Para él no era más que la representación de las fauces de un ofidio rodeadas por una gran melena; descubrió que la melena correspondía al dibujo de un collar de plumas.
De pronto miró hacia lo alto, extrañado por el fulgor blanquecino, y vio el largo cuerpo de la serpiente que flotaba en el aire, con un lento batido de sus alas irisadas. ¡El cuerpo del ofidio era la fuente de luz! Enarboló la espada sin darse cuenta, pero se dominó y bajó el acero. Pensó que nada bueno podía resultar de un ataque a la serpiente luminosa, al menos por ahora.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Qué quieres? —En el mismo momento en que desafió al ser, éste se posó con mucha gracia delante de él, con la cola apoyada en el suelo y el resto de su cuerpo en el aire.
Creo que me corresponde a mí preguntar, extranjero. ¿Qué quieres?
La voz sonó en su mente, aunque la criatura no había emitido ningún sonido. Asombrado, Halloran dio un paso atrás; comprendió que los poderes del ser eran muy superiores a los suyos.
La muchacha intervino; hablaba muy rápido y sin alzar el tono. él no conseguía entender sus palabras, pero de pronto conoció su significado.
—
¡Chitikas!
¿Por qué nos has traído aquí? ¿Quiénes son estos hombres?
Hal se dio cuenta de que la serpiente no sólo era capaz de comunicarle sus propios pensamientos, sino que también traducía y le pasaba las palabras de la nativa.
—Esto no me gusta nada —gruñó Daggrande; su voz sonó como un susurro áspero—. ¡Salgamos de aquí!
—Debemos quedarnos y escuchar. —El hombre vestido de blanco se puso de pie; él también hablaba en su propia lengua, que era traducida telepáticamente—. El
cuatl
es la señal del dios supremo, discípulo de Qotal. Yo, Kachin, sacerdote de Qotal, os ruego que lo escuchéis.
El clérigo asintió hacia el rostro esculpido, y Hal comprendió que el rostro de serpiente con la melena de plumas representaba al dios Qotal.