"Habla el profesor Chang, desde Europa, informando la destrucción de la nave espacial Tsien. Aterrizamos cerca del Gran Canal y conectamos los tubos en el borde del...
La señal se apagó abruptamente, regresó por un instante, luego apareció completamente por debajo del nivel de estática. Aunque Leonov siguió escuchando en la misma frecuencia, no hubo ya ningún otro mensaje del profesor Chang.
Finalmente, la nave estaba ganando velocidad, en su carrera de descenso hacia Júpiter. Ya había atravesado hacía tiempo la tierra de nadie gravitacional en que las cuatro pequeñas lunas exteriores —Sinope, Pasiphac, Ananke y Carme— deambulaban en sus órbitas retrógradas y salvajemente excéntricas. Sin duda eran asteroides capturados, y de forma completamente irregular. El más grande sólo tenía treinta kilómetros de diámetro. Peñascos recortados, astillados, sin interés para nadie, excepto para los geólogos planetarios, su lealtad las hacía vacilar continuamente entre el Sol y Júpiter.
Algún día, el Sol los volvería a capturar definitivamente.
Pero Júpiter conseguía retener al segundo grupo de cuatro, a la mitad de distancia de los otros. Elara, Lysithea, Himalia y Leda estaban todos juntos, sobre un mismo plano. Se especulaba que alguna vez podrían haber formado un solo cuerpo; de ser así, el asteroide madre debía haber tenido apenas cien kilómetros de diámetro.
A pesar de que sólo Carme y Leda estuvieron lo bastante cerca como para mostrar sus discos a simple vista, fueron saludados como a viejos amigos. Eran el primer indicio de tierra firme después del larguísimo viaje por el océano; las islas costeras de Júpiter. Las últimas horas se iban rápidamente; se acercaba la fase más crítica de toda la misión: la entrada en la atmósfera joviana.
Júpiter era más grande que la Luna en los cielos de la Tierra, y se podían ver los gigantescos satélites interiores girando a su alrededor. Todos ellos mostraban claramente sus circunferencias coloreadas, aunque aún estaban demasiado lejos para distinguir sus señas particulares. El eterno ballet que ejecutaban, desapareciendo detrás de Júpiter, reapareciendo para atravesar la cara iluminada, acompañados por sus sombras, era un espectáculo de infinito atractivo. El mismo que habían venido observando los astrónomos desde que Galileo lo había descubierto hacía cuatro siglos; pero los tripulantes de Leonov eran los únicos hombres y mujeres vivientes que lo habían visto con sus ojos.
Habían terminado las interminables partidas de ajedrez, las horas de descanso se pasaban frente a los telescopios, o en conversaciones formales, o escuchando música, mirando generalmente el panorama exterior. Y por lo menos un romance de a bordo había llegado a concretarse: las frecuentes desapariciones de Max Brailovsky y Zenia Marchenko eran tema de bien fundados chismorreas.
Floyd pensaba que formaban una pareja singularmente compatible. Max era un hombre rubio, alto y bien parecido, que había sido campeón de gimnasia, llegando a las finales en los Juegos Olímpicos del 2000. A pesar de haber pasado los treinta, tenía una expresión abierta, casi de niño, lo cual no estaba del todo errado; no obstante su brillante carrera como ingeniero, muchas veces le pareció a Floyd que era inocente y simple, una de esas personas con las cuales es agradable hablar, pero no demasiado. Fuera de su indiscutible campo de erudición era simpático, pero algo insípido.
Zenia —con sus veintinueve años, la más joven a bordo— aún era un misterio. Como nadie quería hablar de ello, Floyd nunca había aludido a sus heridas, y sus fuentes de Washington no poseían información. Obviamente había estado envuelta en algún accidente serio, pero éste podría no haber sido más inusual que un choque automovilístico. La teoría de que había intervenido en una misión espacial secreta, que seguía formando parte de la mitología popular fuera de la URSS, podía ser desechada. Gracias a las redes mundiales de rastreo, nada similar había podido ser posible en cincuenta años.
Además de sus indudables cicatrices psicológicas y físicas, Zenia sobrellevaba otra desventaja. Era un reemplazo de última hora y todos lo sabían. La dietista y médica asistente de Leonov iba a ser Irina Yakunina, antes de que aquel desafortunado accidente con un ala-delta le quebrara tantos huesos.
Todos los días a las 18:00 GMT la tripulación de siete, más un pasajero, se reunía en el cuarto común que separaba la cabina de vuelo de la cocina y los camarotes. La mesa circular del centro era del tamaño justo para ocho personas apretujadas; cuando Chandra y Curnow fueran revividos, no podría alojar a todos, y habría que disponer dos asientos más en algún otro lado.
A pesar de que el "Soviet de las Seis", como se llamaba a la reunión diaria, pocas veces duraba más de diez minutos, jugaba un papel vital en el mantenimiento de la moral. Quejas, sugerencias, críticas, informes; se podía exponer cualquier tema, sometido sólo al voto inapelable de la capitana, apenas ejercido.
En la agenda inexistente eran típicos los pedidos de cambios en el menú, intentos de conseguir mayor tiempo de conexión privada con Tierra, propuestas de películas, intercambio de noticias y chismes, y un amistoso aguijoneo al contingente norteamericano, fuertemente superado en número. Las cosas cambiarían, les había advertido Floyd, cuando sus colegas salieran de su hibernación, y pasaran de ser uno contra siete a tres contra nueve. No había mencionado su secreto convencimiento de que Curnow era capaz de hablar o gritar más que tres de ellos (cualesquiera que fueran).
Cuando no dormía, Floyd pasaba gran parte de su tiempo en el cuarto común; en parte porque, a pesar de su pequeñez, causaba mucho menos claustrofobia que su propio cubículo. Además estaba alegremente decorado, con todas las superficies planas disponibles cubiertas por fotos o hermosos paisajes terrestres y marinos, escenas deportivas, retratos de conocidas estrellas del video, y otros recuerdos de la Tierra. El lugar de honor, sin embargo, estaba reservado a una pintura original de Leonov: su estudio "Más allá de la Luna" realizado en 1965, el mismo año en que, como un joven teniente coronel, salió de Voshkod II y se convirtió en el primer hombre de la historia en efectuar una excursión extravehicular.
Evidentemente el trabajo de un talentoso aficionado, antes que de un profesional, mostraba el borde de cráteres de la Luna con el hermoso Sinus Iridum, Bahía de los arco iris, como fondo. Levantándose monstruosamente sobre el horizonte lunar se cernía un delgado cuarto creciente de Tierra, abrazando la parte nocturna del planeta. Detrás de todo esto brillaba el Sol, con los rayos de su corona esparciéndose por el espacio a través de millones de kilómetros.
Era una composición alucinante; y una visión del futuro que todavía distaba tres años. En el vuelo de Apolo 8, Anders, Borman y Lovell la tendrían con sus propios ojos, cuando contemplaran a la Tierra elevarse por el lado oscuro, en la Navidad de 1968.
Heywood Floyd admiraba el cuadro, pero le despertaba sentimientos encontrados. No podía olvidar que era más antiguo que cualquier persona de la nave... con una excepción.
Cuando Alexei Leonov lo había pintado, él ya tenía nueve años de edad.
Aun hoy, más de tres décadas después de las revelaciones del primer Voyager, nadie comprendía realmente por qué los cuatro satélites gigantes diferían tanto unos de otros. Tenían aproximadamente el mismo tamaño, pertenecían a la misma región del Sistema Solar; y aun así eran totalmente disímiles, como hijos de matrimonios diferentes.
Sólo Calisto, el más exterior, había resultado ser como se esperaba. Cuando Leonov pasó a poco más de cien mil kilómetros de distancia, los cráteres más grandes eran perfectamente visibles a simple vista. A través del telescopio, el satélite parecía una bola de vidrio que había servido de blanco a rifles de alto poder; estaba totalmente cubierto de cráteres de todos los tamaños, hasta el límite inferior de visibilidad. Alguien había dicho alguna vez que Calisto parecía más la luna de la Tierra, que la Luna misma.
No es que esto fuera particularmente sorprendente. Allí, afuera, en el borde del cinturón de asteroides, cabía esperar un mundo bombardeado con los restos de rocas perdidos desde la creación del Sistema Solar. Pero Ganimedes, el satélite vecino, tenía una apariencia totalmente distinta. A pesar de haber estado abundantemente salpicado de cráteres en un pasado remoto, la mayoría de ellos habían sido arados, expresión que parecía singularmente apropiada. Grandes áreas de Ganimedes estaban cubiertas por lomos y surcos, como si algún jardinero cósmico hubiera pasado un rastrillo gigante sobre ellos. Había también líneas de colores suaves, que recordaban estrías dejadas por una babosa de cincuenta kilómetros de ancho. Lo más misterioso de todo eran unas bandas largas y serpeantes, que contenían docenas de líneas paralelas. Había sido Nikolai Ternovsky el que decidió que de debían ser superautopistas de varios carriles, trazadas por algún ingeniero borracho. E inclusive pretendía haber detectado cruces sobre nivel y retornos en forma de trébol.
Leonov había añadido unos pocos trillones de pedazos de información acerca de Ganimedes al conocimiento humano, antes de atravesar la órbita de Europa. Este mundo helado, con su naufragio y su muerte, estaba del otro lado de Júpiter, pero nunca se alejaba de los pensamientos de nadie.
Allá en la Tierra, el doctor Chang ya era un héroe y sus compatriotas habían recibido, con evidente incomodidad, incontables mensajes de condolencia. Se había enviado uno en nombre de la tripulación de Leonov, después de lo que Floyd sospechaba una considerable reelaboración en Moscú. El sentimiento a bordo era ambiguo, mezcla de admiración, pesar y alivio. Todos los astronautas, sin respetar nacionalidades, se consideraban ciudadanos del espacio y sentían un vínculo común, compartiendo victorias y tragedias. Nadie en Leonov se alegraba de que la expedición china se hubiera enfrentado al desastre; pero, al mismo tiempo, había una muda sensación de alivio porque la carrera no hubiera llegado a sus últimas consecuencias.
El inesperado descubrimiento de vida en Europa había agregado un nuevo elemento a la situación; elemento éste que estaba siendo objeto de agudas discusiones, tanto en Tierra como a bordo de Leonov. Algunos exobiólogos gritaban "¡se lo dije!" señalando que no debería haber sido una sorpresa, después de todo. Ya en los años setenta, los submarinos de investigación habían descubierto colonias colectivas de extrañas criaturas marinas, desarrollándose precariamente en un ambiente que se había considerado igualmente hostil para la vida: las fosas submarinas en el lecho del Pacífico. Los movimientos volcánicos, fertilizando y dando calor a los abismos, habían creado verdaderos oasis en los desiertos abisales.
Cualquier cosa que alguna vez hubiera sucedido en la Tierra podría repetirse millones de veces en cualquier otro lugar del Universo; esto era casi un artículo de fe de los científicos. Existía agua, o al menos hielo, en todas las lunas de Júpiter. Y en Ío había volcanes en erupción continua; de tal manera que era razonable esperar una actividad menor en el mundo vecino. Uniendo los dos hechos, la vida en Europa no sólo parecía posible, sino inevitable... como la mayoría de las sorpresas de la naturaleza, cuando se la miraba con una perspectiva amplia.
Sin embargo, esta conclusión despertaba otro interrogante, vital para la misión Leonov. Ahora que se había descubierto vida en las lunas de Júpiter, ¿tenía ésta alguna conexión con el monolito de Tycho, y el aún más misterioso artefacto en órbita cerca de lo?
Éste era el tema favorito de discusión en el Soviet de las Seis. Había coincidencia general en que la criatura encontrada por el doctor Chang no representaba una forma de inteligencia superior; por lo menos, si la interpretación de su comportamiento había sido correcta. Ningún animal con el más elemental poder de raciocinio se habría permitido ser víctima de sus propios instintos, atraído como una polilla a un farol hasta la destrucción.
Vasili Orlov se apresuró a dar un contraejemplo que debilitaba, si no refutaba, ese argumento.
—Miren las ballenas y los delfines —decía —. Decimos que son inteligentes, ¡pero cuán a menudo se suicidan en masa! Este pareciera ser un caso en que el instinto supera a la razón.
—No hay necesidad de recurrir a los delfines —intercedió Max Brailovsky —. Uno de los ingenieros más brillantes de mi promoción fue fatalmente atraído por una rubia de Kiev. La última vez que escuché hablar de él, estaba trabajando en un garaje. Y había obtenido medalla de oro en diseño de estaciones espaciales. ¡Qué desperdicio!
Incluso aunque el Europeano del doctor Chang fuera inteligente, esto no descartaba necesariamente la existencia de formas superiores en otro lado. La biología de todo un mundo no podía juzgarse a partir de un solo espécimen.
Pero se había discutido ampliamente la imposibilidad de que una inteligencia avanzada pudiese desarrollarse en el mar; en un medio tan benigno e invariable no existían estímulos ni exigencias suficientes para ello. Sobre todo, ¿cómo podrían las criaturas marinas desarrollar alguna tecnología sin la ayuda del fuego?
Sin embargo, tal vez hasta esto era posible; la ruta que había seguido la humanidad no era la única. Podrían existir civilizaciones enteras en los mares de otros mundos.
Aun así era improbable que una cultura espacial pudiera haber surgido en Europa sin dejar signos inconfundibles de su existencia, ya sea en forma de edificios, instalaciones científicas, pistas de aterrizaje, u otros artefactos. De polo a polo, no se distinguía nada, excepto la uniforme superficie del hielo, y unos pocos afloramientos de roca desnuda.
No quedó más tiempo para especulaciones y discusiones cuando Leonov atravesó las órbitas de Ío y la pequeña Mimas. La tripulación estaba ocupada casi de continuo, preparándose para el encuentro y el breve instante de peso, después de tantos meses de caída libre. Todos los objetos sueltos debían ser sujetados antes que la nave entrara en la atmósfera de Júpiter, ya que la desaceleración produciría momentáneos picos que podrían alcanzar hasta dos gravedades.
Floyd era afortunado; sólo él tenía tiempo para admirar el soberbio espectáculo del planeta que se acercaba, llenando ahora la mitad del cielo. Como no había ninguna referencia, la mente no tenía manera de intuir su verdadero tamaño. Debía repetirse continuamente que cinco Tierras no alcanzarían a cubrir el hemisferio que estaba viendo ahora.