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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (40 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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SEGUNDA PARTE

El médico de Balbec, a quien llamamos con motivo de un acceso de fiebre que tuve, estimó que no debía pasarme todo el día a la orilla del mar y a pleno sol con aquellos calores tan grandes, y escribió unas cuantas recetas farmacéuticas de cosas que yo había de tomar; mi abuela cogió las recetas con aparente respeto, en el que yo discerní en seguida su firme propósito de no encargar ninguna de aquellas medicinas; pero en cambio tuvo muy en cuenta el consejo higiénico y aceptó el ofrecimiento de la señora de Villeparisis, que se brindó a llevarnos de paseo en su coche. Yo me pasaba el tiempo hasta que llegaba la hora de almorzar yendo y viniendo de mi cuarto al cuarto de la abuela. Este cuarto no daba frente al mar como el mío; tenía vistas a un rincón del dique, a un, patio y al campo; el mobiliario era también distinto, y había unos sillones bordados con filigranas metálicas y florcitas de color rosa, de las que parecía salir el olor fresco y grato que notaba uno al entrar en aquella habitación. En ese momento del día diferentes rayos de luz, que venía cada cual de una dirección, y al parecer de una hora distintas, quebraban los ángulos de las paredes y ponían encima de la cómoda, junto a un reflejo de la playa, un altarito de mayo todo salpicado de colorines, como las flores del camino; posaban en la pared las dos alas plegadas, trémulas y tibias, de una claridad siempre dispuesta a emprender el vuelo, o iban a calentar, como un baño, el cuadradito de alfombra provinciana que caía delante de la ventana del patio, y que estaba, festoneado de sol como una parra, y realzaban el encanto y la complejidad de la decoración mobiliaria quitando a los sillones su corteza de seda florida y su pasamanería; de modo que aquella habitación que atravesaba Yo un momento antes de ir a vestirme para salir de paseo parecía un prisma que descomponía los colores de la luz exterior, una colmena donde se hallaban disociadas aún, desparramadas, visibles y embriagadoras, las mieles de la tarde que iba a disfrutar, o un jardín de la esperanza que se disolvía en rayos de plata y pétalos de rosas; pero lo primero que yo hacía era descorrer los visillos de mi balcón, con objeto de enterarme de cuál era el mar que estaba aquella mañana jugueteando, como una nereida en la tierra costeña. Porque cada uno de estos mares no estaba allí más que un día. Al siguiente ya había otro, muchas veces parecido. Pero nunca vi el mismo dos veces.

Los había de tan rara belleza, que al verlos se redoblaba aún mi placer por la sorpresa. ¿Qué privilegio gozaba una determinada mañana sobre las demás, para que el balcón, al entreabrirse, descubriera a mis maravillados ojos a la ninfa Glauconómena, cuya perezosa hermosura y muelle respirar tenían la vaporosa transparencia de una esmeralda, a través de la cual veíanse afluir los elementos ponderables que le daban colorido? Hacía juguetear al sol, con sonrisa entibiada por invisible bruma, que no era otra cosa sino un espacio vacío reservado en torno de su superficie translúcida, la cual venía a ser por ende más abreviada y seductora, como esas diosas que el escultor destaca en medio de un bloque dejando todo el resto de la piedra sin desbastar siquiera. Y así, con su único color nos invitaba a pasear por los groseros caninos terrenos, desde los cuales, bien instalados nosotros en la carretela de la señora de Villeparisis, la veíamos toda la tarde, sin llegar nunca hasta la frescura de su blanda palpitación.

La señora de Villeparisis mandaba enganchar temprano para que tuviésemos tiempo de ir hasta Saint-Mars-le-Vétu, hasta las peñas de Quetteholme, o a otro punto de excursión, que para un coche no muy rápido era lejano y requería el día entero. Yo, muy contento por el paseo que nos esperaba, tarareaba alguna de las últimas canciones que había oído y andaba arriba y abajo esperando que estuviese preparada la señora de Villeparisis. Los domingos, además de su coche, solía haber otros parados delante del hotel; eran carruajes de alquiler, que estaban esperando no sólo a las personas invitadas a ir al castillo de Féterne por la señora de Cambremer, sino también a otras que, con tal de no quedarse en el hotel como niños castigados, declaraban que el domingo era un día muy cargante en Balbec y se iban en cuanto almorzaban a esconderse en una playa cercana o a visitar algún lugar de los alrededores. Y muchas veces la mujer del notario, cuando le preguntaban si había estado en casa de los Cámbremer, respondía terminantemente: "No; estábamos en las cascadas del Bec", como si ése hubiera sido el único motivo que tuvo para no pasar el día en el castillo de los Cambremer. Y el abogado decía, caritativamente:

—Les tengo envidia. De buena gana hubiese cambiado con ustedes es más divertido.

Junto a los coches, delante del pórtico, en donde yo esperaba, estaba plantado, como un arbusto joven de rara especie, un
botones
que llamaba la atención visual tanto por la singular armonía de su encendido pelo como por su epidermis de planta. Dentro, en el
hall
, que correspondía al
narthex
o iglesia de los catecúmenos de las iglesias romanas, lugar donde tenían derecho a entrar las personas que no vivían en el hotel, había otros compañeros del
groom
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exterior, que no trabajaban mucho más que el de afuera, pero que por lo menos ejecutaban algunos movimientos. Es muy probable que por la mañana ayudasen a la limpieza; pero por la tarde estaban allí sólo como esos coristas que aun cuando ya no sirven para nada, se quedan en escena para aumentar la comparsería. El director general, aquel que me daba a mí tanto miedo, tenía pensado aumentar el número de
botones
el año siguiente, porque veía las cosas en gran escala. Y su decisión contristó mucho al director del hotel, que estimaba a todos aquellos niños muy impertinentes, con lo que quería dar a entender que estorbaban el pase y no servían para nada. Pero, por lo menos en los espacios que mediaban entre almuerzo y cena, entre las entradas y salidas de las huéspedes, servían para llenar los vacíos de la acción, como esas discípulas de madama de Maintenon que, vestidas de jóvenes israelitas, bailan un intermedio cada vez que salen Ester o Joab. Pero el
botones
de afuera, tan rico de matices, de tan buen talle y estatura, ese
groom
junto al cual me paseaba yo esperando que bajara la marquesa, manteníase inmóvil, inmovilidad que se teñía de cierta melancolía porque sus hermanos mayores habían abandonado el hotel para más brillantes destinos y él se sentía aislado en aquella tierra extraña. Por fin llegaba la señora de Villeparisis. Acaso hubiera entrado en las funciones del
botones
el mandar acercar el coche y ayudar a la señora a subir, pero sabía que cuando una persona lleva consigo su servidumbre es para que sirvan ellos y suele dar pocas propinas en un hotel; y que esta última costumbre la comparten, por lo general, los nobles del viejo barrio de Saint-Germain. Y como la señora de Villeparisis pertenecía a la vez a estas dos clases de gente, el arbóreo
groom
deducía que no tenía nada que esperar de la marquesa, y dejaba a su mayordomo y a su doncella que la instalaran en el coche, sin salir de su vegetal inmovilidad, soñando tristemente en la envidiable suerte de sus hermanos.

Salíamos; al poco rato de haber rodeado la estación del ferrocarril entrábamos en un camino del campo que pronto se me hizo tan familiar como los de Combray, desde el recodo en que comenzaba a aventurarse por entre deliciosos cercados hasta la otra vuelta en que lo abandonábamos, cuando ya corría por entre tierras de labor. De cuando en cuando veíase en medio de esas tierras un manzano, sin flores, sí, tan sólo con un ramillete de pistilos, pero que era lo bastante para deleitarme porque allí reconocía yo esas hojas inimitables por cuya amplia superficie, igual que por la alfombra de estrado de una fiesta nupcial ya terminada, había pasado la cola de blanco raso de las florecillas rojizas.

Al año siguiente, en París cuando llegó el mes de mayo, más de una vez compré una rama de manzano en una tienda de florista y me pasé la noche delante de esas flores, en las que triunfaba esa misma esencia blanquecina que aún espolvorearía con su espuma los brotes de las hojas; y parecía que entre las blancas corolas había ido poniendo de propina el comerciante, para tener una generosidad conmigo, y por gusto de inventiva y de contraste ingenioso, unos capullitos rosa, que caían muy bien; las miraba, las ponía a la luz de la lámpara —y tanto y tanto, que muchas veces aun me estaba así cuando el alba les traía el mismo reflejo rojizo que debía de estar naciendo en Balbec—, y mi imaginación trataba de colocarlas otra vez en aquel camino, de multiplicarlas y extenderlas en el marco ya preparado, en el lienzo ya listo, formado por aquellos cercados cuyo dibujo me sabia yo de memoria, cercados que yo ansiaba ver —algún día había de lograrlo— en el momento en que la primavera cubre su tela de colores con la deliciosa fantasía del genio.

Antes de subir al coche ya llevaba yo compuesto el cuadro de mar que iba a cruzar, en la esperanza de verlo a "sol radiante", porque ese cuadro en Balbec se me ofrecía muy divertido por tantas cosas vulgares, bañistas, casetas y yates ele recreo, que mi ilusión se negaba a admitir. Pero cuando el coche de la señora de Villeparisis llegaba a lo alto de una loma y veía yo el mar entre el follaje de los árboles, entonces desaparecían con la lejanía los detalles contemporáneos que, por así decirlo, lo colocaban fuera de la Naturaleza y de la Historia, y al mirar las olas pensaba yo que eran las mismas que nos pinta Leconte de Lisle en la Orestíada, cuando los cabelludos guerreros de la heroica Hélade, "como bandadas de aves de presa a la hora del alba, hacen palpitar con mil remos el mar sonoro". Pero, en cambio, estaba ahora muy lejos de la orilla, y el mar no se me representaba con vida, sino inmóvil, de modo que ya no sentía yo la fuerza oculta tras esos colores, extendidos, como los de una pintura, entre las hojas de los árboles, y el agua se aparecía tan inconsistente como el cielo, tan sólo un poco más obscura en, su azul.

La señora de Villeparisis, al ver que me gustaban las iglesias, me prometía que iríamos viéndolas poco a poco; sobre todo, había que ver la de Carqueville, "toda envuelta en hiedra vieja" decía la señora marquesa; y hacía con la mano un movimiento como si se deleitase en cubrir la ausente fachada con invisible y delicado follaje. Eran muy frecuentes en la señora de Villeparisis o esos menudos ademanes descriptivos, o una frase exacta para definir el encanto y la singularidad de un monumento, evitando siempre los términos técnicos, pero sin poder disimular que conocía perfectamente las cosas de que estaba hablando. Y a modo de excusa alegaba que uno de los castillos de su padre, aquel en que ella se crió, estaba en una comarca en que había una iglesia del mismo estilo que las de los alrededores de Balbec, y hubiera sido una vergüenza que no se aficionara a la arquitectura; tanto más, cuanto que aquel castillo era el modelo más hermoso de los castillos del Renacimiento. Pero como resultaba que aquel castillo era además un verdadero museo que allí tocaron Chopin y Liszt, que allí recitó Lamartine y que todos los artistas célebres del siglo habían dejado pensamientos, melodías o dibujos en el álbum de la familia, la señora de Villeparisis, por gracia, por buena educación, por modestia real o por falta de espíritu filosófico, atribuía a esta causa, puramente material, su conocimiento de todas las bellas artes, y acababa por considerar pintura y música, literatura y la filosofía como particular atributo de una señorita educada del modo más aristocrático en un monumento ilustre y catalogado. Parecía que para ella no había más cuadros que los que se heredan. Se alegró mucho de que a mi abuela le gustara u n collar que llevaba y que le pasaba de la cintura. Ese collar figuraba en un retrato de una bisabuela suya, pintado por Ticiano, retrato que nunca salió de la familia; de modo que podía asegurarse que era un Ticiano auténtico. Porque la marquesa no quería oír hablar de cuadros comprados Dios sabe dónde por un Creso, y persuadida de antemano de que eran falsos, no sentía deseos de verlos; sabíamos nosotros que ella pintaba acuarelas de flores, y mi abuela, que había oído alabarlas, le habló de su afición. La señora de Villeparisis cambió de conversación, pero sin dar mayores muestras de sorpresa o de satisfacción que esos artistas conocidos a quienes los elogios no suenan a nada nuevo. Se contentó con decir que era un entretenimiento delicioso, porque aunque las flores nacidas de su pincel no sean gran cosa, por lo menos el tener que pintarlas le obliga a uno a vivir entre flores naturales, y éstas son tan hermosas, sobre todo cuando hay que mirarlas de cerca para copiarlas, que nunca cansan. Pero en Balbec la señora de Villeparisis se daba asueto para descansar la vista.

A la abuela y a mí nos asombró el ver que la marquesa era mucho más "liberal" que la mayor parte de la gente de clase media. Se admiraba la señora de Villeparisis de que causara escándalo la expulsión de los jesuitas, y decía que eso se había hecho siempre, hasta en una monarquía, y hasta en España. Defendía la República, y el único reproche que dirigía al anticlericalismo se encerraba en estos mesurados términos: "Me parecería tan mal que no me dejaran ir a misa si quiero ir, como el que me obligasen a ir sin tener gana"; y de cuando en cuando lanzaba frases como: "¡Ah la nobleza hoy día es muy poca cosa!", o "Para mí, un hombre que no trabaja no es nada", quizá porque tenía conciencia de lo graciosas, significativas y memorables que eran esas palabras dichas por ella.

A fuerza de oír expresar a menudo ideas avanzadas —pero sin llegar nunca al socialismo, que era la pesadilla de la señora de Villeparisis—, precisamente a tina de esas personas que por inspirarnos consideración, gracias a su talento, impulsan a nuestra escrupulosa y tímida imparcialidad a no condenar las ideas de los conservadores, la abuela y yo casi llegamos a creernos que nuestra agradable compañera poseía la medida y dechado de la verdad en todo. Le creíamos como artículo de fe todo lo que nos decía de sus Ticianos, de la galería de su castillo, del talento de conversación de Luis Felipe. Pero la señora de Villeparisis —al igual de esos eruditos que maravillan al verlos desenvolverse en el terreno de la pintura egipcia o las
inscripciones etruscas
, pero que hablan de las obras modernas de un modo tan superficial que nos hacen dudar si no habremos exagerado el interés de las ciencias que ellos dominan, porque al tratar de ellas no dejaron asomar esa mediocridad que era de esperar y que aparece en sus necios estudios sobre Baudelaire— cuando yo le preguntaba por Chateaubriand, por Balzac o Víctor Hugo, que ella conoció porque iban todos a casa de sus padres, se reía de mi admiración y contaba de ellos cosas de risa, lo mismo que había hecho un momento antes con los grandes señores y los políticos; y juzgaba con severidad a esos escritores, precisamente porque carecían de esa modestia, de ese olvido de su valer, de ese arte sobrio que se satisface con un solo trazo y no insiste, que huye sobre todo del ridículo de la grandilocuencia de esa oportunidad y de esas cualidades de moderación de juicio y sencillez que son exclusivo patrimonio, según le habían señalado a ella, del verdadero mérito; y se veía que la marquesa prefería a hombres que, quizá por dominar esas cualidades expuestas, llevaron ventaja a un Balzac, a un Hugo o a un Viny en un salón, en una academia o en un consejo de ministros hombres como Molé, Fontanes, Vitroles, Bersot, Pasquier, Lebrun, Salvandy o Daru.

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