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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Alrededor de la luna (14 page)

BOOK: Alrededor de la luna
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El hemisferio de la derecha dedicado a las mujeres, encierra mares más reducidos, cuyos significativos nombres expresan todos los incidentes de una existencia femenina. El Mar de la Serenidad es aquel en que se mira la joven, y el Lago de los Sueños, es el que le refleja a un porvenir sonriente. Vienen luego el Mar del Néctar con sus oleadas de ternura y sus brisas de amor. El Mar de la Fecundidad, el Mar de las Crisis, el Mar de los Vapores, cuyas dimensiones son demasiado reducidas quizá; y por fin, el extenso Mar de la Tranquilidad, donde son absorbidas todas las falsas pasiones, todos los sueños inútiles, todos los deseos no satisfechos, y cuyos torrentes se derraman por último en el Lago de la Muerte.

¡Qué extraña sucesión de nombres! ¡Qué singular división la de estos dos hemisferios de la Luna, unidos uno a otro como el hombre y la mujer, y formando esa esfera de vida transportada al espacio! ¿No tenía el poético Miguel sobrada razón para interpretar así toda aquella fantástica poesía de los antiguos astrónomos?

Pero mientras su imaginación recorría de este modo los mares, sus graves compañeros consideraban las cosas más geográficamente, aprendían de memoria aquel nuevo mundo, y medían sus ángulos y sus diámetros.

Para Barbicane y Nicholl, el Mar de los Nublados era una inmensa depresión del terreno, sembrado de cierto número de montañas circulares, que cubría una gran porción de la parte occidental del hemisferio Sur, ocupando ciento ochenta y cuatro mil ochocientas leguas cuadradas, y teniendo su centro en los 15° de latitud Sur y 20° de longitud Oeste. El Océano de las Tempestades, Oceanus Procellarum, la llanura más extensa del disco lunar, ocupaba una superficie de trescientas veintiocho mil trescientas leguas cuadradas, hallándose situado su centro en los 10° de latitud Norte y 45° de longitud Este. De su seno se alzaban las admirables montañas radiantes del Mar de los Nublados por altas cordilleras, se extendía el Mar de las Lluvias, Mare Imbrium, con su punto céntrico a los 35° de latitud septentrional y 20° de longitud oriental; era de forma casi circular, y cubría un espacio de ciento noventa y tres mil leguas cuadradas. No lejos de él el Mar de los Humores, Mare Humorum, pequeña cavidad de cuarenta y cuatro mil doscientas leguas cuadradas, se hallaba situado a los 25° de latitud Sur y 40° de longitud Este. Por último en el mismo litoral de aquel hemisferio se dibujaban tres golfos más, el golfo Tórrido, el golfo del Rocío, el golfo de los Lirios, llanuras de poca extensión encerradas entre elevadas cordilleras.

El hemisferio femenino, naturalmente más caprichoso, se distinguía por sus mares más pequeños y en mayor número. Eran éstos, hacia el Norte, el, mar del Frío, Mare Frigoyis, hacia los 50° de latitud y 0° de longitud, con una superficie de setenta y seis mil leguas cuadradas, que confinaba con el lago de la Muerte y también con el lago de los Sueños; el mar de la Serenidad, Mare Serenitatis, a los 25° de latitud Norte y 20° de longitud Oeste, con una superficie de ochenta y seis mil leguas cuadradas; el mar de las Crisis, Mare Crisium, perfectamente limitado y muy redondo, que comprendía los 17° de latitud Norte y los 55° de latitud Este; una superficie de cuarenta mil leguas cuadradas, verdadero Caspio sepultado en medio de un anfiteatro de montañas. Después, en el Ecuador, a los 5° de latitud Norte y 25° de longitud Oeste, aparecía el mar de la Tranquilidad, Mare Tranquilitatis, con una superficie de ciento veintiuna mil quinientas nueve leguas cuadradas. Este mar comunica por el Sur con el mar del Néctar, Mare Nectaris, extensión de veintiocho mil ochocientas leguas cuadradas a los 15° de latitud y 25° de longitud Oeste; y por el Este con el mar de la Fecundidad, Mare Fecunditatis, el más extenso de aquel hemisferio, puesto que ocupa doscientas diecinueve mil trescientas leguas cuadradas, a los 3° de latitud Sur y 50° de longitud Oeste. Finalmente, al Norte y al Sur se distinguían, además; otros dos mares, el mar de Humboldt, Mare Humboldtianum, de superficie de seis mil leguas cuadradas, y el mar Austral, Mare Australe, con una superficie de veintiséis mil.

En el centro del disco lunar y cabalgando sobre el Ecuador y el meridiano cero, se abría el golfo del Centro, Sinus Medu, especie de lazo de unión entre ambos hemisferios.

De este modo se descomponía a los ojos de Barbicane y de Nicholl la superficie siempre visible del satélite de la Tierra. Cuando reunieron aquellas medidas, calcularon que la superficie de aquel hemisferio era de cuatro millones setecientas treinta y ocho mil ciento sesenta leguas cuadradas, de las cuales tres millones trescientas diecisiete mil seiscientas las componían los volcanes, las cordilleras, los circos, las islas, en una palabra cuanto parecía formar la parte sólida de la Luna; y un millón cuatrocientas diez mil cuatrocientas leguas los mares, lagos, pantanos, lo que parecía constituir la parte líquida. Todo lo cual era completamente indiferente al bueno de Miguel.

Vemos, pues, que ese hemisferio es tres veces y media más pequeño que el hemisferio terrestre; y sin embargo, los selenógrafos han contado ya en él más de cincuenta mil cráteres. Es, por tanto, una superficie aburbujada, resquebrajada, una criba o espumadera en toda la extensión de la palabra, y digna de la calificación poco poética que le han dado los ingleses, de green cheese, que quiere decir «queso verde».

—¡Véase —dijo Ardán— cómo tratan los anglosajones del siglo XIX a la rubia Febe, a la amable Isis, a la hechicera Astarté, a la reina de la noche, a la hija de Latona y de Júpiter, a la hermana menor del radiante Apolo!

Capítulo XII. Detalles orográficos

Como ya hemos hecho observar, la trayectoria que seguía el proyectil los arrastraba hacia el hemisferio septentrional de la Luna. Los viajeros se hallaban lejos de aquel punto central en que hubieran tenido que caer, si su trayectoria no hubiese sufrido una desviación irremediable.

Eran las doce y media de la noche. Barbicane calculé entonces su distancia en cuatrocientos kilómetros, distancia algo mayor que la extensión del radio lunar y que debía disminuir a medida que avanzaran hacia el Polo Norte. A la sazón el proyectil no se encontraba a la altura del Ecuador, sino a la del décimo paralelo, y desde aquella latitud, cuidadosamente tomada en el mapa, hasta el polo, Barbicane y sus dos compañeros pudieron observar la Luna en las mejores condiciones.

En efecto, con el auxilio de los anteojos, aquella distancia de mil cuatrocientos kilómetros quedaba reducida a catorce, o sea a cuatro leguas y media. El telescopio de las Montañas Rocosas acercaba más la Luna; pero la atmósfera terrestre disminuía considerablemente su potencia óptica. Así Barbicane, desde su proyectil, con el anteojo en la mano, veía ya ciertos detalles casi imposibles de apreciar por los observadores de la Tierra.

—Amigos míos —dijo entonces con gravé acento el presidente—, no sé dónde vamos ni si volveremos jamás a ver el globo terrestre. Sin embargo, procedamos como si nuestros estudios debieran servir algún día a nuestros semejantes. Procuremos tener el ánimo libre de todo cuidado. Somos astrónomos. Este proyectil es un gabinete del observatorio de Cambridge transportado al espacio; observemos.

Dicho esto empezaron a trabajar con una atención y precisión extremadas, y reprodujeron fielmente los diversos aspectos de la Luna a las distintas variables que el proyectil ocupaba respecto al astro.

Al mismo tiempo que el proyectil se hallaba a la altura del décimo paralelo Norte, parecía seguir rigurosamente la dirección del vigésimo grado de longitud Este.

Conviene hacer aquí una observación importante respecto del mapa que servía para las observaciones. En los mapas selenográficos, que a causa de la inversión de los objetos producidos por los anteojos presentan el Sur arriba y el Norte abajo, parecía natural que a consecuencia de esa inversión el Este se hallase situado a la izquierda y el Oeste a la derecha. Sin embargo, no es así. Si se volviera el mapa y presentase a la Luna tal como aparece a simple vista, el Este se hallaría a la izquierda y el Oeste a la derecha, contrario de los mapas terrestres. La causa de esta anomalía es la siguiente: los observadores colocados en el hemisferio boreal, en Europa por ejemplo, ven la Luna en el Sur con relación a ellos. Cuando la observan vuelven la espalda al Norte, posición inversa de cuando examinan un mapa terrestre; y si dan la espalda al Norte, el Este se encuentra a su izquierda y el Oeste a su derecha. En cambio, el observador situado en el hemisferio austral, por ejemplo, en la Patagonia, tendrá a su izquierda el Oeste de la Luna y a su derecha el Este, puesto que se hallaban de espaldas al Sur.

He ahí la causa de esa aparente inversión de los dos puntos cardinales, y debe tenerse en cuenta para seguir las observaciones del presidente Barbicane.

Con ayuda del Mappa selenographica de Beer y Moedler los viajeros procedían a reconocer en detalle la porción del disco que abarcaba su anteojo.

—¿Qué vemos en este instante? —preguntó Miguel.

—La parte septentrional del Mar de los Nublados —respondió Barbicane—. Estamos demasiado lejos para poder reconocer su naturaleza. Esas llanuras se componen sólo de arenas áridas, como lo han supuesto los primeros astrónomos, o son bosques inmensos, según la opinión de Waren de la Rue que atribuye a la Luna una atmósfera muy baja, pero muy densa. Esto lo sabremos más adelante; no afirmemos mientras no tengamos en qué fundar la afirmación.

El mar de los Nublados no está limitado con precisión exacta en los mapas. Se supone que esa inmensa llanura se halla sembrada de bloques de lava arrojados por volcanes inmediatos a su derecha como Tolomeo, Purbach y Arzachel. Pero el proyectil avanzaba y se acercaba sensiblemente, y pronto se distinguieron las cumbres que cierran aquel mar por su límite septentrional. Delante se alzaba una montaña magnífica cuya cima parecía perdida entre una erupción de rayos solares.

—¿Qué monte es ése? —preguntó Miguel.

—Copérnico —respondió Barbicane.

—Veamos a Copérnico.

Este monte, situado a los 9° de latitud Norte y 20° de longitud Este, se eleva a una altura de 3,438 metros sobre el nivel de la superficie de la Luna. Es muy visible desde la Tierra y los astrónomos lo pueden estudiar perfectamente, sobre todo durante la f ase comprendida entre el último cuarto y el novilunio; porque entonces las sombras se proyectan extensamente del Este al Oeste y permiten medir las alturas.

Copérnico forma el sistema radiado más importante del disco, después de Tycho, situado en el hemisferio meridional; y se alza aisladamente, como un faro gigantesco, en aquella porción del mar de los Nublados que confina en el mar de las Tempestades, e ilumina con su brillante irradiación dos océanos a la vez. Es un espectáculo sin igual al de aquellas largas ráfagas luminosas, tan deslumbradoras en el plenilunio, y que, pasando por el Norte, más allá de las cordilleras limítrofes, van a extinguirse en el mar de las Lluvias. A la una de la mañana terrestre el proyectil, como un globo arrastrado en el espacio, dominaba aquella soberbia montaña.

Barbicane pudo reconocer exactamente sus disposiciones principales. Copérnico se halla comprendido en la serie de montañas anulares de primer orden en la división de los grandes circos. Al igual que Kepler y Aristarco., que domina el océano de las Tempestades, se presenta a veces como un punto brillante a través de una luz cenicienta y en algún tiempo se creyó que era un volcán en erupción, Pero no es más que un volcán apagado, como todos los de aquella faz de la Luna. Su circunferencia presentaba un diámetro como de veintidós leguas. El anteojo descubría en él indicios de estratificaciones producidas por las erupciones sucesivas, y sus cercanías aparecían sembradas de fragmentos volcánicos, algunos de los cuales se mostraban todavía en el interior del cráter.

—En la superficie de la Luna —dijo Barbicane— hay varias clases de circos, y es fácil ver que Copérnico pertenece al género radiado. Si estuviéramos más cerca distinguiríamos los conos que la erizan por el interior y que en tiempos antiguos fueron otras tantas bocas ignígenas. Una circunstancia curiosa y constante del disco lunar es que la superficie interior de estos circos es notablemente más baja que la llanura exterior, al revés de la forma que presentan los cráteres terrestres. De lo que se deduce que la curvatura general del fondo de estos circos da una esfera de un diámetro inferior al de la Luna.

—¿Y a qué se atribuye esa disposición especial? —preguntó Nicholl.

—No se sabe —respondió Barbicane.

—¡Qué irradiación tan brillante! —repetía Miguel—. ¡Dudo que pueda verse un espectáculo más bello!

—¿Qué dirás, pues —respondió Barbicane—, si los azares de nuestro viaje nos arrastran al hemisferio meridional?

—¡Toma! ¡Diré que es más bello todavía! —contestó Miguel Ardán.

En aquel momento el proyectil dominaba el circo perpendicularmente. El contorno de Copérnico formaba un círculo casi perfecto, y sus picos escarpados se destacaban con la mayor claridad, distinguiéndose un doble recinto angular. Alrededor se extendía una llanura gris, de aspecto salvaje, cuyas prominencias sobresalían en forma de puntos amarillos. En el fondo del circo, y como encerrados en un estuche, centellearon un momento dos o tres conos eruptivos, como grandes joyas deslumbradoras. Hacia el Norte las rocas presentaban una depresión, que sin duda en otro tiempo más que remoto, daba paso al interior del cráter.

Al pasar por encima de la llanura inmediata pudo notar Barbicane un gran número de montañas poco importantes, y entre otras una forma anular denominada Gay-Lussac, que mide veintitrés kilómetros de ancho. Hacia el Sur, la llanura se mostraba muy plana, sin prominencias ni desigualdades. En cambio, por el Norte, y hasta el sitio en que confinaba con el Océano de las Tempestades, tenía el aspecto de una superficie líquida agitada por un huracán y cuyas olas se hubieran solidificado súbitamente. Sobre todo el conjunto y en todas direcciones se extendían las ráfagas luminosas que partían de la cumbre de Copérnico. Algunas presentaban una anchura de treinta kilómetros y una longitud incalculable.

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