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Authors: Linda Howard

Tags: #Romántico

Amanecer contigo (18 page)

BOOK: Amanecer contigo
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—No está mal, ¿eh?

—Como una cabra corriente —contestó ella, y sólo Blake captó la insinuación.

Le lanzó otra de sus sonrisas deslumbrantes.

—Querrás decir como una cabra montesa.

Ella se encogió de hombros.

—Una cabra es una cabra.

La mirada de Blake auguraba venganza, pero Dione se sentía a salvo de momento. Si intentaba algo en el camino de regreso a casa, sería ella la que se bajara del coche y fuera andando.

Antes de que acabara la cena tradicional estaban todos ahítos. Blake y Richard se retiraron a hablar de negocios y Dione ayudó a Serena a recoger la mesa. Serena tenía cocinera, pero le dijo a Dione que había hecho preparar la cena el día anterior para darle al servicio el resto de la semana libre.

—No me importa quedarme sola en casa con Richard —dijo con una risilla.

—¿La Operación Caza del Hombre va bien? —preguntó Dione.

—A ratos —rió Serena—. A veces consigo… minar su resistencia. Luego se vuelve otra vez como un témpano. Pero creo que estoy ganando la batalla. Ha notado que he dejado de ir a casa de Blake todos los días.

—¿Te ha preguntado por qué?

—¿Richard? ¡Qué va! Pero me llama casi todas las tardes para preguntarme por tonterías, como si quisiera saber dónde estoy.

Intercambiaron unos cuantos comentarios acerca de la tozudez de los hombres en general y acabaron de recoger la cocina. Cuando por fin salieron, descubrieron que los hombres seguían enfrascados en su conversación acerca de la empresa. Richard estaba hablándole a Blake de un tipo de dispositivo electrónico. Dione miró a Serena y las dos se encogieron de hombros. Se quitaron los zapatos, se sentaron y Serena usó el mando a distancia para encender la televisión, en la que aparecieron dos equipos de fútbol americano haciéndose papilla mutuamente.

Al cabo de diez minutos, los hombres habían abandonado su conversación técnica y se habían sentado junto a ellas. A Dione le gustaba el fútbol, así que no le importó ver el partido, y evidentemente Serena compartía su afición. Al principio, Dione no prestó atención a la mano que le tocaba el hombro distraídamente, de modo que sus dedos le rozaban la clavícula. Poco a poco su contacto se hizo más firme, se desplazó y comenzó a ejercer presión. Sin saber cómo había ocurrido, Dione se percató de pronto de que estaba recostada en el hueco que formaba el brazo de Blake, apoyada contra su pecho mientras él la sujetaba firmemente con el brazo.

El respingo que dio hizo aflorar una sonrisa a los labios de Blake, que se limitó a abrazarla con más fuerza.

—Chist. Mira el partido —susurró.

Estaba tan nerviosa que nada hacía mella en su conciencia, pero al fin el calor del cuerpo de Blake comenzó a relajarla. Blake no haría ninguna inconveniencia en casa de su hermana, así que ella era libre de disfrutar de aquella sensación y de ahogarse en el olor embriagador de su piel. Muy pronto sólo podría saborear sus recuerdos.

El tiempo pasó volando. Por increíble que pareciera tenían hambre otra vez, de modo que desvalijaron el frigorífico y se prepararon enormes sándwiches de pavo, lechuga, tomate y todo lo que encontraron. Blake necesitaba saciar su gusto por el dulce, y devoró lo que quedaba de la tarta de fresa. El ambiente era relajado, confortable, y Blake se lo hizo notar a Dione cuando esa noche, ya muy tarde, regresaron a casa en coche.

—Serena y Richard parecen haber resuelto sus diferencias —dijo mientras la miraba atentamente a la luz tenue del salpicadero.

—Creo que van por buen camino —contestó ella sin inflexión. No pensaba contarle nada de lo que le había dicho Serena.

Cuando llegaron a casa le miró directamente a los ojos y sonrió.

—Creo que no hay razón para que siga arropándote —dijo con dulzura—. Ya puedes moverte perfectamente. Nos veremos por la mañana. Buenas noches.

Al entrar en su dormitorio le oyó hacer una imitación perfecta del cacareo de una gallina, y tuvo que morderse el labio para contener la risa. ¡Aquello era el colmo!

Pero cuando Blake la llamó unas horas después, sacándola de un sueño profundo, no vaciló. Corrió a su cuarto y encendió la luz. El estaba tumbado boca abajo; se había enredado en la sábana e intentaba alcanzar con la mano su pierna izquierda.

—Tranquilo —dijo Dione. Buscó el calambre y comenzó a frotar el músculo de su gemelo con las dos manos. El dolor comenzó a disiparse, y Blake quedó flojo sobre la cama.

—¿Cuánto tiempo seguirá esto? —masculló contra la almohada.

—Hasta que tus músculos se acostumbren a las exigencias que les haces —dijo ella—. Ya no son tan fuertes como antes. Ahora casi nunca tienes calambres en la pierna derecha.

—Sí, lo sé. Arrastro más la izquierda que la derecha. Voy a cojear siempre, ¿verdad?

—¿Quién sabe? Pero eso no importa. Estarás guapísimo con bastón.

Él se echó a reír y se tumbó de espaldas, enredando aún más la sábana. A pesar de lo que había dicho antes, Dione se inclinó sobre él y comenzó a estirarla inmediatamente.

—Has conseguido convertir la cama en zona catastrófica —se quejó.

—Esta noche estoy inquieto —dijo Blake con la voz repentinamente crispada.

Dione levantó la vista y de pronto sus manos quedaron quietas. Él la miraba fijamente, con los ojos clavados en sus pechos. Su mirada era tan codiciosa que ella se habría apartado de un salto de haber tenido fuerzas. Pero siguió sentada al borde de la cama, hipnotizada por el modo en que su mirada se movía amorosamente, llena de anhelo, sobre sus turgencias.

—Lo que me haces es casi un crimen —gruñó él con voz temblorosa.

Una extraña tirantez en los pechos la hizo cerrar los ojos.

—Tengo que irme —dijo débilmente, pero no pudo moverse.

—No, no te vayas —le suplicó Blake—. Déjame tocarte. Dios mío, tengo que tocarte.

Dione contuvo el aliento con un gemido al sentir que las yemas de sus dedos se deslizaban con suavidad sobre su pecho, y cerró los ojos con más fuerza que antes. Por un instante, el sentir la mano de un hombre sobre el pecho le causó una extrañeza tan espantosa que revivió aquella pesadilla de dolor y humillación, y dejó escapar un quejido.

—Di, cariño, abre los ojos. Mírame. Mira cómo tiemblo. Tocarte me aturde —musitó él apasionadamente—. Tu solo olor me emborracha.

Dione parpadeó y al abrir los ojos vio que él se había acercado de tal modo que su rostro ocupaba por completo su campo de visión. Aquélla era la cara de Blake, no la de Scott, y sus ojos azules, tan oscuros y tormentosos como el mar, estaban llenos de ansia. Sus dedos trémulos seguían moviéndose con ligereza sobre sus pechos, pero el calor de su mano atravesaba el camisón y la quemaba.

—Ya… ya basta —dijo con un hilo de voz, a punto de perder el control—. Esto no está bien.

—Te necesito —dijo él—. Hace tanto tiempo… ¿Es que no ves cuánto te necesito? Por favor. Déjame tocarte, tocarte de verdad. Deja que desabroche este camisón de abuelita y te vea.

Mientras las palabras escapaban de sus labios con voz ronca, sus dedos ágiles sacaban los botoncitos de su camisón de los ojales. Los botones llegaban hasta la cintura. Los desabrochó todos mientras ella permanecía paralizada por la llamada primitiva y esencial de su deseo. Lentamente, absorto, Blake abrió el camisón y lo deslizó sobre sus hombros bronceados, dejándolo caer alrededor de sus brazos de manera que quedó desnuda hasta la cintura.

—Soñaba con esto —susurró con voz ronca—. Te vi esa mañana… Eras tan perfecta, tan femenina, que me dejaste sin aliento —tomó suavemente uno de los pechos en la mano y dobló los dedos sobre su curva turgente como si calibrara su peso.

Dione empezó a temblar. Un delicado y frenético hormigueo de placer recorría su cuerpo. No sabía qué hacer, cómo tratarle. Carecía de experiencia con otros hombres aparte de su marido, y aquello había sido un horror de principio a fin, nada que pudiera compararse con el dulce tormento de las caricias de Blake. Dulce, sí… y, en realidad, no era un tormento. Era increíble. Desconocido. Una exaltación primitiva corría por sus venas, caldeaba su sangre y la hacía sentirse absurdamente débil y feliz. Deseaba hundirse a su lado en la cama, pero no podía. A pesar del gozo que experimentaba su cuerpo, su mente seguía estando muy lejos de esa posibilidad.

Blake puso las dos manos sobre ella juntando sus pechos. Inclinó la cabeza y ella exhaló un suspiro convulso y miró su pelo negro con aterrorizada fascinación. Él sacó la lengua y lamió un pezón de color cereza; luego sopló sobre él su cálido aliento y vio con placer cómo se fruncía y se estiraba hacia él.

—Qué preciosidad —jadeó, y probó el otro.

Ella al fin pudo moverse. Metió los dedos entre su pelo. Pensó vagamente que debía apartarle la cabeza, pero en lugar de hacerlo sus manos apretaron su cráneo contra ella, sujetando su boca contra la tierna carne que él chupaba con tanta ferocidad como un lactante hambriento.

Blake soltó su pezón y se tumbó; deslizó las manos sobre sus costados y la atrajo hacia sí, tirando de ella hasta que quedó a medias tendida sobre él. Comenzó a besarla con besos cortos y duros que aguijoneaban sus labios.

—Te necesito —jadeó—. Por favor. Te deseo tanto… Deja que te haga el amor.

Dione dejó escapar un gemido agudo que reflejaba tanto el tumulto que Blake había suscitado en ella como su miedo a ir más allá. De pronto las lágrimas le escocían los ojos.

—No puedo —sollozó—. No sabes lo que me estás pidiendo.

—Sí, lo sé —susurró él, y deslizó la boca sobre la línea de su mandíbula, mordisqueándola con los dientes—. Te estoy pidiendo que me dejes hacerte el amor. Te deseo tanto que me duele todo el cuerpo. No puedo dormir porque sueño contigo. Déjame ser un hombre contigo. Deja que me hunda en ti y que olvide estos dos años. Haz que me sienta completo otra vez —le suplicó.

Ella había pasado mucho tiempo nutriendo a aquel hombre, se había desvivido por él, había sentido su dolor, había celebrado sus triunfos, lo quería. ¿Cómo iba a rechazarlo ahora? Pronto se iría, y nunca más volvería a sentir su sabor embriagador. Pero estaba temblando, casi se convulsionaba por miedo a lo que él pudiera hacerle. Por él, lo soportaría aunque fuera sólo una vez. Las cicatrices que Scott había dejado en su espíritu la habían incapacitado para siempre, le impedían gozar por completo de un hombre, y cuando Blake rodó sobre la cama y se colocó ágilmente sobre ella, el miedo nauseabundo que aleteaba en su estómago amenazó con apoderarse de ella.

Él advirtió la mirada fija de sus enormes ojos dorados y comenzó a hablarle suavemente para que recordara quién era. Ella lo miraba en silencio, desesperada, clavándole las uñas en los hombros.

—No pasa nada —murmuró él con ternura—. Sabes que no voy a hacerte daño. Yo nunca te haría daño. Vamos a quitarte esto —dijo mientras bajaba el camisón arrugado por sus caderas y se lo quitaba. Se apoyó sobre el codo y la miró, deleitándose en los pormenores de su cuerpo con los que antes sólo había soñado. Aquietó su mano temblorosa apoyando la palma sobre el estómago de Dione y la deslizó sobre su piel satinada. Hundió un dedo en el tenso huequecillo de su ombligo y ella volvió a gemir, pero aunque sus uñas se clavaban con tanta fuerza en los hombros de Blake que habían desgarrado la piel, aquel miedo ciego había abandonado su rostro. Tenía los ojos clavados en los de Blake para que supiera que hacía aquello por él. A pesar de que tenía miedo, confiaba en él, y le haría aquel último regalo: el placer de su cuerpo.

La mano de Blake se deslizó más abajo, insinuándose entre sus muslos como había intentado hacer muchas otras veces. Ella apretó los dientes, alarmada, e intentó controlar el movimiento instintivo de su cuerpo, pero sus muslos se tensaron como si intentara librarse de aquella caricia ajena.

—No, cariño —dijo él—. No voy a hacerte daño, te lo juro.

Dione tragó saliva y poco a poco fue dominándose y obligó a sus piernas a relajarse. Blake temblaba y tenía el cuerpo empapado en sudor; tenía la cara tan sofocada que parecía arder de fiebre. Ella sentía el calor de su piel bajo las manos y se preguntaba vagamente si no estaría febril, al fin y al cabo. Sus ojos azules centelleaban frenéticamente, y sus ojos parecían muy rojos e hinchados. Ella apartó una mano de su hombro, le tocó la cara y puso los dedos sobre sus labios.

—No pasa nada —susurró con voz débil—. Estoy preparada.

—Dios, no, no lo estás —gruñó él, besándole los dedos—. Quería esperar, pero no creo que pueda.

—No pasa nada —repitió Dione, y con un quejido sofocado él se movió para tumbarse sobre ella por completo.

Todo el amor que sentía por él brotó, dejando su cuerpo moldeable a la mano de Blake. Con los ojos abiertos de par en par y fijos en su cara, comprendió que era Blake, y que haría cualquier cosa por él. Aunque el corazón le golpeaba con violencia las costillas, aunque su cuerpo temblaba, se aferró a sus hombros y lo atrajo hacia sí con fuerza.

Él intentó mostrarse delicado, pero los años de abstinencia habían destruido en gran parte su acostumbrado autocontrol. Cuando le separó las piernas y sintió que sus muslos sedosos le rodeaban las caderas, dejó escapar un profundo gemido y la penetró con una sola y potente acometida.

Las lágrimas quemaron los párpados de Dione y se deslizaron por sus mejillas. Aquélla no era la agonía que esperaba, pero su cuerpo había permanecido intacto doce años, y el dolor y la impresión de su entrada eran demasiado reales. Para su asombro, no se separó instintivamente de él. Se quedó allí tendida, blanda y entregada bajo él. Comenzó a llorar, no de dolor, pues el dolor se había ido disipando, sino porque de pronto comprendía que Blake le había dado tanto como estaba recibiendo. Le había devuelto su feminidad. Los años habían obrado su milagrosa cura, al fin y al cabo. Había tenido que llegar Blake para hacer que se diera cuenta; le había hecho falta amarle para superar el pasado.

Él levantó la cabeza de su garganta y palideció al verla llorar.

—No —dijo con voz quebrada—. Di, ¿qué he hecho? Voy a parar…

Inexplicablemente, las lágrimas se mezclaron con la risa, y Dione lo abrazó con fuerza para que no se moviera.

—¡No pares! —dijo con alegría, y las palabras se atascaron en su garganta—. No sabía… ¡No tenía ni idea! No, no pares…

Él se bebió sus balbuceos y la besó apasionadamente, con frenesí. El alivio parecía haberle embriagado.

—Voy a tener que parar —jadeó mientras empezaba a moverse rítmicamente sobre ella—. Hace más de dos años, cariño. No creo que pueda esperar…

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