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Authors: Michel Houellebecq

Tags: #Drama, Relato

Ampliacion del campo de batalla (13 page)

BOOK: Ampliacion del campo de batalla
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Hubo una pausa y después ella dijo: «Bueno…», con la mandíbula inferior colgando tontamente. Para entonces todo el mundo se había vuelto a mirarnos. Se hizo un gran silencio en el despacho. Yo me doy la vuelta despacio y exclamo hacia el foro, en voz muy alta: «¡Tengo cita con un psiquiatra!» y me voy. Muerte de un ejecutivo.

Por otra parte es verdad, tengo cita con el psiquiatra, pero todavía me quedan más de tres horas por delante. Las paso en un restaurante de comida rápida, haciendo pedacitos el embalaje de cartón de la hamburguesa. Sin verdadero método, así que el resultado es decepcionante. Un puro y simple destrozo.

Cuando le cuento al especialista mis pequeñas fantasías, me da la baja durante una semana. Incluso me pregunta si no me apetecería pasar una breve estancia en una casa de reposo. Contesto que no, porque los locos me dan miedo.

Vuelvo a verlo una semana después. No tengo gran cosa que decir; sin embargo, pronuncio algunas frases. Leyendo al revés en su cuaderno de espiral, veo que anota: «Disminución ideatoria». Ah, Ah. Así que, según él, me estoy convirtiendo en un imbécil. Es una hipótesis.

De cuando en cuando echa una ojeada a su reloj de pulsera (cuerpo rojizo, esfera rectangular y dorada); no tengo la impresión de interesarle mucho. Me pregunto si tiene un revolver en el cajón para los sujetos con crisis violentas. Al cabo de media hora pronuncia algunas frases de alcance general sobre los periodos de bloqueo, me prolonga la baja y me aumenta la dosis de medicamentos. También me revela que mi estado tiene nombre: es una depresión. Así que, oficialmente, estoy atravesando una depresión. Me parece una fórmula afortunada. No es que me sienta muy bajo; es más bien que el mundo a mi alrededor me parece alto.

Al día siguiente, por la mañana, vuelvo al despacho; mi jefe de sección desea verme para «analizar la situación». Como yo esperaba, ha vuelto de Val d’Isère muy moreno; pero distingo unas finas arruguillas en torno a sus ojos; es un poco menos guapo que en mi recuerdo. No sé, estoy decepcionado.

Le informo, de entrada, que estoy
atravesando una depresión
, él acusa el golpe, luego se domina. Y la entrevista ronronea agradablemente durante media hora, pero sé que desde ahora se alza entre nosotros una especie de muro invisible. Ya nunca me considerara como a un igual, ni como a un posible sucesor; la verdad es que a sus ojos ya ni siquiera existo; he caído. De todas formas sé que me despedirán en cuanto acaben mis dos meses legales de baja por enfermedad; es lo que hacen siempre en casos de depresión; ya he visto otros ejemplos.

En el marco de estas limitaciones se comporta bastante bien, me busca excusas. En cierto momento, dice:

—En este trabajo, a veces estamos sometidos a presiones terribles…

—Oh, no tanto —contesto.

Se sobresalta como si despertara y pone fin a la conversación. Hace un último esfuerzo para acompañarme hasta la puerta, pero manteniendo una distancia de seguridad de dos metros, como si temiera que de pronto le vomitara encima.

—Bueno, descanse, tómese el tiempo que necesite —concluye.

Y salgo. Soy un hombre libre.

4
LA CONFESIÓN DE JEAN-PIERRE BUVET

Las semanas que siguieron me dejaron el recuerdo de un lento derrumbamiento, entrecortado por fases crueles. Aparte del psiquiatra, no veía a nadie; al caer la noche, salía a comprar cigarrillos y pan de molde. Un sábado por la noche, sin embargo, me llamó Jean-Pierre Buvet; parecía tenso.

—Bueno, ¿sigues siendo cura? —dije para romper el hielo.

—Tengo que verte.

—Sí, podríamos vernos…

—Ahora, si puedes.

Yo nunca había puesto los pies en su casa; sólo sabía que vivía en Vitry. Por lo demás, la vivienda de protección oficial estaba bien cuidada. Dos jóvenes árabes, me siguieron con la mirada, y uno de ellos escupió al suelo cuando pasé. Por lo menos no me escupió la cara.

El apartamento lo pagaban los fondos de la diócesis, o algo así. Desplomado delante del televisor, Buvet veía un programa de variedades con ojos sombríos. Aparentemente había vaciado bastantes cervezas mientras me esperaba.

—Bueno, ¿qué hay? —dije yo con sencillez.

—Ya te había dicho que Vitry no es una parroquia fácil; es peor aún de lo que te puedas imaginar. Desde que llegué he intentado formar grupos de jóvenes; nunca ha venido ni uno. Hace tres meses que no he celebrado un bautismo. En misa nunca he conseguido tener más de cinco personas; cuatro africanas y una vieja bretona; creo que tenía ochenta y dos años; había sido empleada de ferrocarriles. Hacía mucho que era viuda; sus hijos ya no iban a verla, y ella ya no tenía sus direcciones. Un domingo no la vi en misa. —Hizo un gesto vago con la botella de cerveza en la mano, y unas gotas salpicaron la moqueta—. Sus vecinos me contaron que alguien la había atacado; la habían llevado al hospital, pero solo tenía unas fracturas leves. Fui a visitarla: las fracturas tardarían tiempo en soldar, claro, pero no corría ningún peligro. Una semana después, cuando volví, había muerto. Pedí explicaciones, y los médicos se negaron a dármelas. Ya la habían incinerado; nadie de la familia había aparecido. Estoy seguro de que ella habría querido un entierro religioso; no me lo había dicho, nunca hablaba de la muerte; pero estoy seguro de que eso es lo que habría querido.

Bebió un trago y continuó:

—Tres días más tarde vino a verme Patricia.

Hizo una pausa significativa. Le eché un vistazo a la pantalla, que tenía el sonido cortado; una cantante con una tanga de lamé negro parecía rodeada de pitones, hasta anacondas. Luego miré otra vez a Buvet, intentando hacer una mueca de simpatía. Él continuó:

—Quería confesarse, pero no sabía cómo hacerlo, no conocía el procedimiento. Patricia era enfermera en el servicio a donde habían llevado a la vieja; había oído a los médicos hablar entre sí. No tenían ganas de que ocupara una cama durante los meses que necesitaba para recuperarse; decían que era una carga inútil. Entonces decidieron administrarle un cóctel lítico; es una mezcla de dosis altas de tranquilizantes que provoca una muerte rápida y dulce. Lo discutieron dos minutos, nada más; luego el jefe de servicio fue a decirle a Patricia que le pusiera la inyección. Ella lo hizo esa misma noche. Era la primera vez que practicaba la eutanasia; pero sus colegas lo hacen muy a menudo. La vieja murió enseguida, mientras dormía. Y desde entonces Patricia no podía dormir; soñaba con la vieja.

—¿Y tú que hiciste?

—Fui al arzobispado; estaban al corriente. Por lo visto, en ese hospital practicaban muchas eutanasias. Nunca ha habido quejas; de todos modos, hasta ahora, todos los procesos han terminado con un veredicto de inocencia.

Se calló, acabó la cerveza de un trago, abrió otra botella; luego, con bastante valentía, siguió:

—Volví a ver a Patricia casi todas las noches durante un mes. No sé qué me pasó. Era tan dulce, tan ingenua… No sabía nada de religión, y sentía una gran curiosidad. No entendía porque los sacerdotes no tienen derecho a hacer el amor, se preguntaba si tenían vida sexual, si se masturbaban. Yo contestaba a todas sus preguntas, no me molestaban. Esos días rezaba mucho, releía constantemente los Evangelios; no tenía la impresión de estar haciendo nada malo; sentía que Cristo me comprendía, que Él estaba conmigo.

Se quedó callado de nuevo. Ahora, en la tele, había un anuncio para el Renault Clío; el coche parecía muy cómodo.

—El lunes pasado, Patricia me anuncio que había conocido a otro chico. En una discoteca, La Metrópolis. Me dijo que no volveríamos a vernos, pero que estaba contenta de haberme conocido; le gustaba cambiar de pareja; solo tenía veinte años, sin más; lo que la excitaba, lo que encontraba divertido, sobre todo, era la idea de acostarse con un cura; pero me prometía que no le diría nada a nadie.

Esta vez, el silencio duró sus buenos dos minutos. Me preguntaba lo que un psicólogo habría dicho en mi lugar; probablemente nada. Al final, se me ocurrió una idea descabellada:

—Deberías confesarte.

—Mañana tengo que decir misa. No voy a poder. Creo que no voy a poder. Ya no siento la presencia.

—¿Qué presencia?

Después de eso no dijimos mucho más. De vez en cuando yo soltaba frases del tipo «Vamos, vamos…»; él seguía vaciando cervezas con regularidad. Estaba claro que no podía hacer nada por él. Al final, llamé un taxi.

Cuando abrí la puerta, me dijo: «Hasta la vista…» No creo; estoy prácticamente convencido de que no volveremos a vernos.

En mi casa hace frío. Recuerdo que justo antes de salir rompí una ventana de un puñetazo. Sin embargo, y es extraño, no me he hecho nada en la mano, ni un solo corte.

De todas formas me acuesto, y duermo. Las pesadillas llegan más tarde. Al principio no parecen pesadillas; son más bien agradables.

Vuelo por encima de la catedral de Chartres. Tengo una visión mística sobre la catedral de Chartres. Parece contener y representar un secreto, un secreto esencial. Mientras tanto, en los jardines, junto a las entradas laterales, se forman grupos de religiosas. Acogen viejos e incluso agonizantes, explicándoles que voy a revelar un secreto.

No obstante, camino por los pasillos de un hospital. Un hombre me ha citado, pero no está. Tengo que esperar un momento en una cámara frigorífica, y luego entro en otro pasillo. El que podría sacarme del hospital sigue sin aparecer. Entonces asisto a una exposición. Lo ha organizado todo Patrick Leroy, del Ministerio de Agricultura. Ha recortado cabezas de personajes famosos en las revistas, las ha pegado sobre un cuadro cualquiera (que representa, por ejemplo, la flora de Trias) y vende muy caros sus pequeños figurines. Tengo la impresión de que quiere que le compre uno; parece satisfecho de sí mismo y tiene un aire casi amenazador.

Después vuelvo a sobrevolar la catedral de Chartres. Hace muchísimo frío.. Estoy completamente solo. Las alas me sostienen bien.

Me acerco a las torres, pero ya no reconozco nada. Estas torres son inmensas, oscuras, maléficas, están hechas de un mármol negro que despide duros reflejos, incrustadas en el mármol hay figurillas de colores violentos que despliegan los horrores de la vida orgánica.

Caigo, caigo entre las torres. Mi cara, a punto de destrozarse, se cubre de líneas de sangre que señalan precisamente los lugares de fractura. Mi nariz es un agujero abierto que supura materia orgánica.

Y ahora estoy en la llanura de Champagne, desierta. Hay menudos copos de nieve que vuelan por aquí y por allá con las hojas de una revista ilustrada, impresa en caracteres grandes y agresivos. La revista parece datar de 1900.

¿Soy reportero o periodista? Cualquiera lo diría, porque el estilo de los artículos me resulta familiar. Están escritos en ese tono de queja cruel que les gusta a los anarquistas y a los surrealistas.

Octavie Léoncet, noventa y dos años, ha sido hallada asesinada en su granja. Una pequeña granja en los Vosges. Su hermana, Léontine Léoncet, ochenta y siete años, enseña con mucho gusto el cadáver a los periodistas. Las armas del crimen están ahí, bien visibles: una sierra de madera y un berbiquí. Todo manchado de sangre, por supuesto.

Y los crímenes se multiplican. Siempre ancianas aisladas en sus granjas. El asesino, joven e insaciable, deja siempre sus herramientas de trabajo a la vista: a veces un escoplo, a veces unas podaderas, otras veces simplemente un serrucho.

Y todo esto es mágico, aventurero, libertario.

Me despierto. Hace frío. Me vuelvo a dormir.

Ante esas herramientas manchadas de sangre siento cada vez, con todo detalle, los sufrimientos de la víctima. Al cabo de un rato tengo una erección. En la mesilla de noche tengo unas tijeras. La idea me obsesiona: cortarme el sexo. Imagino las tijeras en la mano, la breve resistencia de la carne, y de pronto el muñón sanguinolento, el probable desmayo.

El muñón en la moqueta. Bañado de sangre.

A eso de las once me vuelvo a despertar. Tengo dos pares de tijeras, uno en cada habitación. Los cojo y los coloco encima de unos libros. El deseo persiste, crece y se transforma. Esta vez mi idea es coger unas tijeras, hundírmelas en los ojos y arrancármelos. Para ser exactos en el ojo izquierdo, en ese sitio que conozco bien, donde parece tan hueco en su órbita.

Y luego tomo calmantes, y todo se arregla. Todo se arregla.

5
VENUS Y MARTE

Después de una noche así, me parece buena idea reconsiderar la proposición del doctor Népote sobre la casa de reposo. Él me felicito calurosamente. En su opinión, ese era el camino más directo hacia un completo restablecimiento. El hecho de que la iniciativa viniese de mí era altamente favorable; empezaba a tomar las riendas de mi propio proceso de curación. Estaba bien; estaba muy bien.

Así que aparecí en Rueil-Malmaison con su carta de presentación. Había un parque, y las comidas eran en común. A decir verdad, al principio me resultaba imposible ingerir cualquier alimento sólido; lo vomitaba enseguida, con dolorosas arcadas; tenía la impresión de ir a echar también los dientes. Hubo que recurrir al goteo.

El médico jefe, de origen colombiano, no me fue de mucha ayuda. Yo exponía, con la imperturbable seriedad de los neuróticos, perentorios argumentos contra mi supervivencia; el menor de entre ellos me parecía causa suficiente para un suicidio inmediato. Él parecía escuchar; al menos guardaba silencio; como máximo, a veces ahogaba un ligero bostezo. Tardé unas cuantas semanas en comprender lo que ocurría; yo hablaba en voz baja; él no conocía muy bien la lengua francesa; en realidad, no entendía una sola palabra de lo que le contaba.

Un poco mayor, de origen social más modesto, la psicóloga que trabajaba con él me proporcionó, por el contrario, una valiosísima ayuda. Cierto que estaba haciendo una tesis sobre la angustia, y que necesitaba material. Usaba una grabadora Radiola; me pedía permiso para ponerla en marcha. Por supuesto, yo aceptaba. Me gustaban sus manos estropeadas, con las uñas roídas, cuando apretaba la tecla
Record
. Y eso que yo siempre había odiado a las estudiantes de psicología; pequeñas zorras, eso es lo que pienso de ellas. Pero esa mujer de más edad, que uno se imaginaba con los brazos metidos en la colada y un turbante enrollado a la cabeza, casi me inspiraba confianza.

Sin embargo, al principio nuestras relaciones no fueron fáciles. Ella me reprochaba que hablase en términos demasiados generales, demasiado sociológicos. En su opinión, tenía que implicarme, intentar «volver a concentrarme en mi mismo».

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