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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

Ana, la de Tejas Verdes (24 page)

BOOK: Ana, la de Tejas Verdes
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—Bueno, creo que será un concierto bastante bueno. Y espero que hagas bien tu parte —dijo éste sonriendo. Ana le devolvió la sonrisa. Eran grandes amigos y Matthew agradecía a menudo no tener nada que ver con la crianza de la niña. Ésa era tarea exclusiva de Marilla; de haber sido suya, más de una vez hubieran entrado en conflicto sus inclinaciones y su deber. Tal como estaban las cosas, se hallaba libre para «echar a perder a Ana», como decía Marilla, tanto como deseara. Pero no era una disposición tan mala de las cosas; un poquito de «aprecio» de vez en cuando hace casi tanto bien como la más consciente crianza del mundo.

CAPÍTULO VEINTICINCO
Matthew insiste en las mangas abollonadas

Matthew estaba en su mal cuarto de hora.

Había entrado en la cocina en un oscuro atardecer de diciembre, frío y gris, se había sentado sobre el banquillo del rincón para sacarse sus pesadas botas, indiferente al hecho de que Ana y un grupo de sus compañeras estaban en la estancia ensayando «La Reina de las Hadas». Repentinamente llegaron corriendo y charlando alegremente. No vieron a Matthew, quien se echó atrás tímidamente, refugiándose en las sombras con una bota en una mano y el sacabotas en la otra. Las observó cautelosamente durante el cuarto de hora de que hablamos antes, que fue cuanto tardaron en ponerse sus gorros y chaquetas y en comentar la comedia y el concierto. Ana se encontraba entre ellas, con los ojos tan brillantes y tan animada como las demás; pero de pronto notó que había algo que la diferenciaba de sus compañeras. Y lo que preocupó a Matthew fue que esta diferencia le impresionaba como algo que no debía existir. Ana tenía el rostro más vivo y los ojos más delicados que las demás; hasta el simple y poco perspicaz Matthew había aprendido a notar esas cosas; pero la diferencia que le perturbaba no consistía en ninguno de estos aspectos. ¿En qué consistía, entonces?

Matthew continuó con este interrogante mucho después de que las niñas se hubieran ido, cogidas del brazo, por la escarchada senda, y Ana se diera a sus libros. No podía recurrir a Marilla, quien, con toda seguridad, bufaría desdeñosamente y diría que la única diferencia entre Ana y las otras niñas era que ellas tenían siempre la lengua quieta y Ana no. Esto, pensaba Matthew, no serviría para mucho.

Para disgusto de Marilla, había recurrido a su pipa para que le ayudara a estudiar el asunto. Después de dos horas de fumarla y de ardua reflexión, Matthew llegó a la solución de su problema. ¡Ana no estaba vestida como sus compañeras!

Más pensaba Matthew en el asunto, más se convencía de que Ana nunca había estado vestida como las demás niñas, nunca desde que había llegado a «Tejas Verdes». Marilla la vestía con ropas simples y oscuras, hechas todas con el mismo e invariable modelo. Si Matthew sabía que había algo llamado moda en el vestir, no podemos asegurarlo; pero estaba completamente seguro de que las mangas que usaba Ana no eran como las que usaban las otras niñas. Recordaba al grupo de chiquillas que había visto aquella tarde junto a ella, todas con alegres ropas rojas, azules, rosadas y blancas, y se preguntaba por qué Marilla siempre la tenía vestida sencilla y sobriamente.

Por supuesto, esto debía estar bien. Marilla sabía más y Marilla la estaba criando. Probablemente había algún motivo sensato e inescrutable. Pero seguramente no había mal alguno en dejar que la niña tuviera un vestido bonito, alguno parecido a los que siempre llevaba Diana Barry. Matthew decidió que le regalaría uno; eso no sería considerado como un paso intempestivo de su parte.

Sólo faltaban quince días para Navidad. Un vestido nuevo seria un regalo perfecto. Matthew, con un suspiro de satisfacción, dejó su pipa y se fue a dormir, mientras Marilla abría todas las puertas para airear la casa.

A la tarde siguiente, Matthew se dirigió a Carmody para comprar el vestido, dispuesto a acabar de una vez con el asunto. Estaba seguro de que no sería tarea fácil.

Había algunas casas donde Matthew podía comprar haciendo buen negocio, pero sabía que al ir a comprar un vestido de niña quedaría a merced de los tenderos.

Después de mucho dudar, Matthew decidió ir a la tienda de Samuel Lawson en vez de la de William Blair.

En realidad, los Cuthbert siempre compraban en casa de William Blair; era para ellos una especie de compromiso, como el de asistir a la iglesia y votar por los conservadores. Pero frecuentemente las dos hijas de William Blair atendían el negocio y Matthew sentía por ellas un absoluto pavor. Podía darse maña para tratar con ellas cuando sabía exactamente lo que deseaba y podía indicarlo, pero en un asunto como éste, que requería explicación y consulta, Matthew sentía necesidad de que hubiera un hombre detrás del mostrador. De manera que iría a lo de Lawson, donde Samuel o su hijo le atenderían.

Pero, ¡ay!, Matthew no sabía que Samuel, en la reciente ampliación de su negocio, también había tomado una oficiala; era sobrina de su esposa y una jovencita arrolladora, con una hermosa cabellera, grandes y vivaces ojos castaños y la sonrisa más amplia que había visto. Estaba vestida con elegancia y usaba varias pulseras que centelleaban, sonaban y tintineaban a cada movimiento de sus manos. Matthew se llenó de confusión al encontrarla allí y las pulseras le ponían los nervios de punta.

—¿En qué puedo servirle, señor Cuthbert? —preguntó la señorita Lucilla Harris viva y afablemente, apoyando ambas manos en el mostrador.

—¿Tiene algún… algún… algún… bueno, algún rastrillo para jardín? —murmuró Matthew.

La señorita Harris pareció sorprendida, y con razón, al escuchar que un hombre pedía rastrillos para jardín en pleno mes de diciembre.

—Creo que hay uno o dos guardados, pero están arriba en el cuarto de los trastos. Iré a ver.

Durante la ausencia de la joven, Matthew reunió toda su energía para hacer un nuevo esfuerzo.

Cuando la señorita Harris regresó con el rastrillo y preguntó alegremente: «¿Algo más por hoy, señor Cuthbert?», Matthew reunió todo su valor y replicó:

—Bueno, ya que usted lo sugiere, podía llevar… eso es… mirar algún… comprar… algunas simientes.

La señorita Harris había oído llamar «extraño» al señor Cuthbert. En aquel momento llegó a la conclusión de que estaba completamente loco.

—Sólo tenemos simientes en primavera —explicó altivamente—. No tenemos nada a mano ahora.

—Oh, cierto, cierto… tiene usted razón —balbuceó el infeliz Matthew cogiendo el rastrillo y dirigiéndose hacia la puerta. Al llegar al umbral recordó que no lo había pagado y se volvió miserablemente. Mientras la señorita Harris estaba contando la vuelta, reunió sus fuerzas para hacer un último y desesperado intento.

—Bueno… si no es mucha molestia… quería… eso es… quería ver… un poco de azúcar.

—¿Blanco o moreno? —inquirió la señorita Harris pacientemente.

—Oh… bueno… moreno —dijo Matthew débilmente.

—Allí hay un barril —dijo la señorita Harris al tiempo que sacudía sus pulseras—. Es la única clase que tenemos.

—Querría… querría veinte libras —dijo Matthew con la frente cubierta de sudor.

Matthew había recorrido ya medio camino de vuelta antes que terminara de recobrarse. Había sido una horrible experiencia, pero se lo tenía bien merecido por cometer la herejía de ir a una tienda extraña. Cuando llegó a su casa escondió el rastrillo en el cobertizo de las herramientas, pero el azúcar se lo llevó a Marilla.

—¡Azúcar moreno! —exclamó Marilla—. ¿Cómo te dio por comprar tanto? Sabes que sólo lo uso para el potaje del peón o para mi tarta negra de frutas. Jerry se ha ido y ya hace mucho que hice la tarta. De cualquier modo no es buen azúcar, es grueso y oscuro. William Blair no tiene generalmente azúcar como éste.

—Yo… pensé que podía servir para algo —dijo Matthew saliéndose por la tangente.

Cuando Matthew meditó sobre el asunto, decidió que era necesaria una mujer para solucionar la situación. Marilla quedaba fuera de la cuestión. Matthew estaba seguro de que ella le echaría un balde de agua fría a su proyecto. La única que quedaba era la señora Lynde; a ninguna otra mujer de Avonlea se hubiera atrevido Matthew a pedir consejo. Por consiguiente fue a ver a la señora Lynde, y la buena señora inmediatamente se hizo cargo del asunto.

—¿Que elija un vestido para regalar a Ana? Claro que lo haré. Voy a Carmody mañana y me ocuparé de ello… ¿Ha pensado usted en algo en particular? ¿No? Bueno, entonces lo compraré a mi gusto. Creo que un lindo vestido marrón le vendría muy bien, y William Blair tiene una nueva tela mezcla de lana y seda que es realmente bonita. Quizá también quiere usted que yo se lo haga, en vista de que si se lo hiciera Marilla, Ana probablemente lo descubriría antes de tiempo y estropearía la sorpresa. Bueno, lo haré. No, no es ningún inconveniente. Me gusta la costura. Lo haré con las medidas de mi sobrina, Jenny Gillis, porque ella y Ana son tan parecidas como dos guisantes, hablando figuradamente.

—Bueno, le estoy muy agradecido —dijo Matthew— y… y… no sé… pero me gustaría… me parece que las mangas que se usan ahora son diferentes de las de antes. Si no fuera mucho pedir, me gustaría que fueran como las de ahora.

—¿Abullonadas? Por supuesto. No tiene que preocuparse más del asunto, Matthew. Haré el vestido a la última moda —dijo la señora Lynde. Cuando Matthew se hubo ido agregó para sí—: Realmente sería una gran satisfacción ver a esa pobre niña usar algo decente por una vez. La manera como la viste Marilla es decididamente ridícula, eso es, y he sufrido por decírselo claramente una docena de veces, aunque he cerrado bien la boca, porque me doy cuenta de que Marilla no quiere consejos y cree que sabe más que yo de criar niños sólo porque es más vieja. Las personas que han criado niños saben que no hay un solo método que convenga a todos los niños. Todos creen que criarlos es tan sencillo y fácil como la regla de tres, pero las cosas humanas no se arreglan con aritmética, y allí es donde está el error de Marilla Cuthbert. Supongo que está tratando de cultivar el espíritu de la humildad en Ana al vestirla como lo hace; pero lo más probable es que fomente la envidia y el descontento. Estoy segura de que la niña debe sentir la diferencia entre sus ropas y las de las demás. ¡Pero pensar que Matthew se haya dado cuenta! Ese hombre ha despertado después de dormir sesenta años.

Durante la siguiente quincena, Marilla supo que Matthew tenía algo entre manos, pero no pudo adivinar de qué se trataba hasta la víspera de Navidad, cuando la señora Lynde llevó el vestido. Marilla se comportó con indiferencia, aunque desconfió de la diplomática explicación de la señora Lynde de que ella había hecho el vestido porque Matthew temía que Ana lo hallara antes de tiempo si Marilla trabajaba en él.

—De manera que es por eso por lo que Matthew parecía tan misterioso y sonreía para sí durante estos quince días, ¿no es eso? —dijo algo tiesa pero tolerantemente—. Sabía que andaba en alguna tontería. Bueno, debo decir que no creo que Ana necesitara más vestidos. Este otoño le he hecho tres buenos, abrigados y útiles, y todo lo demás es pura extravagancia. Le aseguro que sólo en esas mangas hay suficiente género como para hacer un corpiño. Fomentarán la vanidad de Ana, que ya es tan presumida como un pavo real. Bueno, espero que por fin estará satisfecha, porque sé que ha ansiado esas tontas mangas desde que aparecieron, aunque nunca volvió a decir una palabra al respecto. Las mangas abullonadas cada vez se hacen más grandes y más ridículas; ahora ya son tan grandes como globos. El año próximo quien las use tendrá que pasar por las puertas de costado.

El día de Navidad el mundo apareció blanco. Diciembre había transcurrido muy apacible y la gente esperaba una Navidad verde; pero la noche anterior había caído nieve suficiente como para transformar a Avonlea. Ana espió por la ventana de su cuarto con ojos encantados. Los pinos del Bosque Embrujado aparecían maravillosos; los abedules y cerezos silvestres estaban bosquejados en perlas; los arados campos parecían cubiertos de hoyuelos; y había en el aire un ondulante sonido que resultaba glorioso. Ana corrió escaleras abajo cantando hasta que su voz repercutió por «Tejas Verdes».

—¡Feliz Navidad, Marilla! ¡Feliz Navidad, Matthew! ¿No es una Navidad maravillosa? ¡Estoy tan contenta de que sea blanca! Cualquier otra clase de Navidad no parece real, ¿no es cierto? No me gustan las Navidades verdes.
No
son verdes, son sólo pálidos marrones sucios y grises. ¿Por qué la gente las llamará Verdes? Pero… pero… Matthew, ¿eso es para mí? ¡Oh, Matthew!

Matthew tímidamente había desenvuelto el vestido y lo sostenía con una despreciativa mirada a Marilla, quien pretendía estar llenando la tetera desdeñosamente, aunque espiaba la escena con el rabillo del ojo.

Ana cogió el vestido y lo observó en reverente silencio. ¡Oh, qué hermoso era! De una tela encantadora, color tabaco con brillo de seda, la falda con delicados arrequives y fruncidos; el corpiño a la última moda, con un pequeño volante de fino encaje en el cuello. ¡Pero las mangas! ¡Eran la cúspide de la gloria! Largos puños hasta el codo, y sobre ellos, dos hermosos bollos divididos por hileras de frunces y lazos de cinta de seda marrón.

—Es un regalo de Navidad para ti, Ana —dijo Matthew tímidamente—. Pero… pero… Ana, ¿no te gusta? Bueno… bueno. Porque los ojos de Ana se habían llenado de lágrimas.

—¡Gustarme! ¡Oh, Matthew! —Ana dejó el vestido sobre la silla y juntó las manos—. Matthew, es totalmente exquisito. Oh, nunca podré agradecerlo bastante. ¡Qué mangas! Oh, me parece que esto debe ser un sueño feliz.

—Bueno, bueno, tomemos el desayuno —interrumpió Morilla—. Debo decir, Ana, que no creo que necesitaras el vestido, pero ya que Matthew te lo ha regalado, cuídalo bien; aquí está esta cinta para el cabello que la señora Lynde dejó para ti. Es marrón, para que haga juego con el vestido. Ahora ven, siéntate.

—No veo cómo voy a poder tomar el desayuno —dijo Ana, extasiada—. El desayuno parece algo muy vulgar en un momento tan excitante. Prefiero deleitarme la vista en ese vestido. ¡Estoy tan contenta de que las mangas abullonadas estén aún de moda! Me parecía que no iba a poder resistirlo si dejaban de usarse antes de que yo tuviera un vestido con ellas. Nunca podría haber sido feliz del todo. También la señora Lynde fue muy amable al darme esta cinta. Creo que sin duda alguna tengo que ser una niña muy buena. Es en momentos como éste cuando lamento no ser una niña modelo y siempre decido serlo en el futuro. Pero, de cualquier modo, es difícil cumplir las resoluciones cuando se presentan las irresistibles tentaciones. Así y todo, haré realmente un esfuerzo más después de esto.

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