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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (10 page)

BOOK: Aníbal
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Antígono eligió una casa de baños ordenada y tranquila en la que ya había estado antes. Acordó los servicios y el precio con el maestro de bañeros, un obeso libiofenicio de Hadrimes.

Junto al cuarto de baños había unos reservados cuyos revestimientos de madera no llegaban hasta el techo. La luz proveniente de la habitación mayor caía sobre el amplio diván. Antígono se desnudó.

El baño estaba iluminado por antorchas, lámparas de aceite y un fuego encendido entre cuatro estufas llenas de agua verdosa. Una parte del techo era de cristal grueso. Sobre la piscina había un pequeño fogón, y su fuego llenaba la habitación de una luz lechosa, roja y tibia, que no quería mezclarse con los destellos verdosos.

Dos fuertes bañeros rociaron a Antígono con agua caliente, lo ungieron y lo lavaron. Vertieron agua de amargo perfume en una pila de mármol, hasta llenarla, y Antígono se sumió en el calor húmedo mientras los bañeros daban masajes, ungían y finalmente envolvían en toallas a un púnico de mediana edad.

Luego le tocó el turno a Antígono. Músculos tensos por el largo viaje en barco se adormecieron; tendones que habían sido olvidados, despertaron; los bañeros le dieron masajes, le pusieron ungüentos de diferentes recipientes —uno de ellos, a juzgar por el olor, contenía sobre todo aceite de sésamo y esencia de flores, además de un poco de sebo y miles de aromas— y finalmente lo envolvieron como a un egipcio muerto. Tumbado sobre un diván inclinado con apoyacabezas y una tabla acolchada para los pies, dejó que le arreglaran los pies, manos y cabeza. La muchacha libia que le limó las uñas, le relajó la piel y cortó los pedazos de piel muerta de la punta de sus dedos, se movía como una gata salvaje de los bosques y estepas del sur de su país. Diminutas perlas de sudor brillaban sobre su piel morena. Sólo llevaba puesto un taparrabo blanco; debía tener unos veinte años. Antígono dirigía la mirada una y otra vez sobre sus puntiagudos y oscuros pezones.

El encargado de arreglarle la cabeza era un negro enjuto de carnes; sus rizados cabellos estaban ya grises, y le faltaba uno de los dos incisivos superiores. A través del agujero dejado por el diente, el negro silbaba suave y constantemente una melodía al mismo tiempo salvaje y melancólica mientras lavaba los cabellos y barba de Antígono, le daba masajes en la frente y el cuero cabelludo y luego cogía navaja y tijera. Siguiendo indicaciones del propio Antígono, le recortó la barba, emparejó las esquinas y le dejó el cabello muy corto.

Una vez que la muchacha libia hubo terminado con las manos de Antígono, desapareció por un instante y volvió a aparecer con una taza.

—Ahora tú mover libre las manos —dijo ella. La taza contenía vino caliente, mezclado con un poco de agua, miel y cinamomo. La mujer se sentó a sus pies, dio masaje a sus dedos con aquellas manos tibias y suaves, y guiñó los ojos, al tiempo que se pasaba la lengua sobre los labios carnosos. Después de cortarle las uñas, le limó los callos de las plantas con una pequeña y afilada tijera curva y un trozo de piedra pómez. Parecía tomarse mucho tiempo.

El negro retocó los cabellos sueltos y salpicó el rostro de Antígono con un líquido perfumado; luego dio una palmada al heleno en la espalda, envolvió sus instrumentos en un paño, se los puso bajo el brazo, cogió la jofaina llena de agua sucia y se retiró contoneándose. Siempre silbando.

También la libia terminó su labor y se puso de pie con un movimiento incitante.

—Tú venir, vestirte.

Antígono la siguió a la habitación contigua. El maestro de bañeros había extendido su oferta sobre el diván revestido en cuero: varios cinturones; dos túnicas de lana hasta la rodilla, una de manga corta y otra de manga larga, ambas con ribetes de púrpura; un manto de lana rojo oscuro que podía sujetarse a los hombros de la túnica con unos sencillos broches de bronce; una túnica de lino, más corta que las anteriores; un traje de algodón plisado similar a una túnica, pero con el cinturón cosido a él; chitones de diferentes telas, sencillos, adornados, multicolores; enagüillas, taparrabos, sandalias, zapatos de cordones y suela gruesa, botinas de cuero; gorras redondas con ribetes, sombreros de fieltro en forma de cono, largos y coloridos turbantes adornados con cintas, chatos y gruesos sombreros de lana.

Antígono eligió sandalias, un taparrabo blanco de algodón, una túnica de lino de manga corta, blanca con ribetes de púrpura, que le llegaba algo más arriba de la rodilla. Del bolsillo de su viejo, sucio y raído traje sacó el dinero y una cinta para la frente bordada con el símbolo del banco.

—Esto está bien. Lo que traía puesto ya pueden quemarlo o echarlo a la basura.

—Sobre las sandalias viejas se había formado una costra oscura por la sangre de aquel cordero. La libia colocó una mano sobre el vientre de Antígono. Entre tanto, las toallas que lo envolvían se habían secado un tanto, relajándose lo suficiente para permitir la aparición de una forma abombada.

—Esto… ¿gran serpiente?

Antígono rió divertido.

—Terrible serpiente. Pero no venenosa.

Ella sonrió e inclinó la cabeza; la lengua apareció entre los dientes blancos y fuertes.

—¿Hace mucho?

Antígono cerró los ojos y pensó en la joven mujer de aquel comerciante ibérico de Gadir que había salido de viaje al interior de Tarshish.

—Casi dos lunas.

Ella tiró de la toalla.

—¿Medio
shiqlu
? Mucho placer.

Antígono cogió todo un schekel de la bolsita de cuero que había ceñido a su nuevo traje, lo arrojó al aire y volvió a cogerlo al vuelo.

—Muchísimo placer. —Sonrió.

Ella dejó escapar un suave y cálido gruñido, cerró las cortinas de la puerta, quitó del diván las prendas ofrecidas a Antígono por la casa de baños y se quitó el taparrabo. Cuando la muchacha se dio la vuelta, Antígono vio que se había afeitado el pubis.

Antígono dejó caer las toallas y se dirigió al diván. La libia lo cogió con fuerza del brazo.

—Serpiente tener mucha piel. —Sus ojos eran grandes y oscuros.

A diferencia de casi todos los libios y la mayoría de los púnicos, Antígono no había sido circuncidado. El heleno rió para sí, se dejó caer en el diván y extendió los brazos.

—Serpiente tener mucha piel y mucho hambre.

—Muy pronto, muy excitado —murmuró la libia. Sacudió la cabeza, se deslizó al diván y se arrodilló entre las piernas de Antígono.

—Es más de medianoche, señor —dijo el posadero muy a su pesar—. La música ha terminado, y en la cocina ya sólo quedan restos. Buenos restos, pero…

Antígono lo interrumpió con un gesto de su mano.

—Me conformo con unos buenos restos. —Bostezó y siguió al púnico hasta un rincón.

El comedor de la sede de la asociación de comerciantes de vino estaba escasamente iluminado. La mayoría de las mesas estaban vacías; el posadero ya había apagado los candiles de dos brazos que colgaban sobre ellas, así como también la mayoría de las antorchas y lamparillas de aceite que colgaban de las blancas paredes. Del fuego que ardiera bajo el gran asador colocado en el centro de la habitación ya sólo quedaban brasas que únicamente emitían un cansino brillo rojizo, como el de los braseros.

—Has estado mucho tiempo fuera, señor.

El púnico apartó un tanto la mesa triangular; Antígono se dejó caer en la silla de tijera y estiró las piernas.

—Si. Pero ahora he vuelto. Y hambriento.

—Lo nuestro es tuyo, señor. —El posadero sonrió—. ¿Vino?

—¿Tienes alguno especial?

El púnico balanceó la cabeza.

—Un sirio exquisito, sin mucha mezcla. Vino resinoso del Ática, calcáreo de Byssatis. Un nuevo producto de los alrededores de Ityke.

—Sirio, por favor.

El posadero desapareció. Antígono se apoyó contra el respaldo de la silla y observó la gran novedad, un estrado de una rodilla de altura colocado contra una de las paredes laterales, enmarcado por columnas de madera. Instrumentos yacían junto a los taburetes.

El posadero no tardó en volver; traía una garrafa de vidrio llena de vino tinto, una jarra de agua y una copa de cristal forrada en cuero oscuro.

—¿Qué tipo de música tocan aquí por las noches?

El púnico afiló los labios.

—Música incomparable. Dos hombres y una mujer. Ella es egipcia. Los tres son maestros en sus instrumentos. Y la egipcia canta como la reina de las alondras.

—¿Todas las noches?

—Hasta mediados de la próxima luna, si. Es caro, pero los asistentes se lo pasan en grande.

Una esclava de la cocina apareció con una escudilla de barro; era una consistente sopa de pescado en la que flotaban suculentos bocados, suavemente condimentados. La cuchara era de marfil; la empuñadura estaba tallada con fineza. Antígono empezó a comer, relajado y con placer; el posadero trajo un plato con tortillas calientes de trigo.

—Una miserable comida de restos… —dijo Antígono sonriendo.

El posadero extendió los brazos.

—Se hace lo que se puede para complacer a los clientes apreciados que vuelven de un largo viaje.

—¿Tenéis camas? Temo que después de esta comida no podré encontrar el camino a casa.

Ocurría a menudo que, por distintos motivos, algún miembro de la asociación no deseara dormir en su casa, sino en la sede de la asociación. Todos aquellos que pagaban las cuotas de la asociación tenían el derecho de utilizar una de las habitaciones, cuando había alguna libre.

—¿Quieres compañía? Podría…

Antígono se negó con un gesto.

—Sin compañía. Sólo dormir.

El posadero suspiró.

—Una lástima. Tengo una joven macedonia de piel blanca y cabellos rubios. O, si prefieres otra cosa, una formidable elímera.

Antígono apartó de si la escudilla vacía.

—Sólo comer. Y después dormir profundamente.

La esclava de la cocina trajo un plato: dos codornices asadas rellenas con hierbas picadas y riñones guisados con picante, además de col y puerros en salsa de vinagre. El postre llegó también en una escudilla: harina remojada mezclada con queso fresco y miel, Antígono había vaciado la mitad de la escudilla, cuando un hombre sentado a otra mesa se puso de pie para ir a la letrina, ubicada en la habitación contigua. El hombre pasó por el rincón donde se encontraba Antígono, se sorprendió, se detuvo y luego golpeó el tablero de la mesa.

—Vaya, Antígono. Cuánto tiempo sin verte. Así que aún estás con vida.

Era un meteco heleno, mediador de una casa comercial de Cirene. Antígono lo vio y sonrió.

—Sí, Demetrio. Y por fin estoy de nuevo en casa.

ANTÍGONO KARJEDONIO, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA

A FRÍNICOS, OIKONOMOS PARA EL COMERCIO CON OCCIDENTE,

DEL BANCO REAL DE ALEJANDRÍA

EGIPTO

Salud, amistad, bienestar, gracia, ¡oh, frinicos! Como afirmaba y confiaba en mi última carta, los negocios prosperan ostensiblemente. Ahora veo que la más importante de las ocurrencias fue seguir tu consejo y pasar de ser comerciante a banquero. ¿Cómo exponerte una nueva petición, si nunca podré agradecer suficientemente los consejos escritos que has dado a este desconocido?

Antes de llegar a mi petición, quiero primero intentar echar un vistazo general sobre el tipo y la envergadura del negocio. Tú sabes que debido a la intranquilidad existente en el interior de Libia hay escasez de trigo en Karjedón, aunque no en Egipto; pero Egipto se mantiene al margen de la guerra y no envía trigo ni a Roma, que tampoco podría pagarlo, ni a Karjedón. En Massalia hay un comerciante, mi hermano mayor, Atalo, que gracias a su mujer ha emparentado con ciertos círculos de Alejandría. ¿Es así como se dice? Tanto da. Las rutas marítimas que unen Massalia y Egipto son peligrosas a causa de la guerra y de los numerosos navíos militares. Además, Massalia no necesita trigo. Sin embargo, también en Leontinos —en Sicilia—, en Colquis —a orillas del Ponto Euxino—, en Bizancio, Corinto y casi en todas partes tengo primos, tíos, parientes. Estoy seguro de que sabrás tratar con reserva lo que sigue; que ya hagamos negocios con el Banco Real, a espaldas de éste, es algo que debe divertirte.

Grandes comerciantes oficiales han dado su palabra al rey de Alejandría de que, a cambio de unas pequeñas concesiones en el precio, ellos comprarán los productos monopolizados por el rey aunque la demanda no sea tan grande, y el rey necesita dinero urgentemente para preparar su próximo conflicto con Siria. Además, estos comerciantes han garantizado al rey que sus respectivas ciudades natales serán puestas en conocimiento de las prerrogativas del único auténtico sucesor del gran macedonio. Ptolomeo les vende el trigo un veinteavo más barato. Massalia hace pedidos, pero no puede recogerlos porque las rutas están bloqueadas a causa de la guerra. Así, las naves de un comerciante zarpan de Leontinos, cargan trigo en Alejandría y vuelven a zarpar con finas velas blancas. Una vez que se han alejado, arrían esas velas e izan otras, en las que puede verse un ojo rojo. Leontinos, que no necesita trigo, recibe, por ejemplo, cristal púnico. Y agua perfumada. Naturalmente, no de Karjedón; los romanos emplazados en Sicilia no lo verían con buenos ojos. Las mercancías les llegan de Kitión.

Tras la muerte de mi padre, los bienes de la vieja casa comercial fueron repartidos… en teoría: una quinta parte para cada uno; la madre, Apama; el hijo mayor, Atalo; el segundo hijo, Antígono; la hermana Arsinoe y su esposo, Casandro; y al menor, Argíope. Obviamente, la mayor parte de esos bienes, consistentes sobre todo en edificios, conocimientos, contactos y buen nombre, no podía repartirse; yo fundé el Banco de Arena, con mi amigo de la infancia, Bostar, como administrador, y el banco administra los bienes. La parte que corresponde a los otros es considerada un empréstito reembolsable a interés; el antiguo negocio mercantil de Arístides y sus predecesores pertenece al banco, y mi cuñado Casandro, quien ya era la mano derecha de mi padre antes de la muerte de éste, cobra (junto con Arsínoe) intereses, además de un sueldo como administrador.

La primera gran compra tras la fundación del banco fue la de un pequeño astillero ubicado unas millas al sur, en la estrecha «lengua» que une la bahía de Karjedón con el lago de Tynes. Cuando el propietario murió, no había ningún heredero interesado en llevar adelante el astillero. En éste hay un muelle, talleres, un dique tapiado, almacenes y otros edificios tanto comerciales como de viviendas. El astillero recibe de una casa de comercio de Corinto, que pertenece a uno de mis primos en segundo grado, los largos y rectos troncos de pino de los bosques epeirotas y etolios, con los que construye pequeños mercantes, barcas de recreo y piezas acabadas para la construcción en serie de navíos de guerra; esto último lo compra la administración del puerto militar. Casandro, cuyo negocio pertenece al banco, compra al astillero, que pertenece al banco, barcos que financia con un préstamo del banco. Estos barcos los carga con productos artesanales; el cargamento es asegurado por el departamento especializado del banco. Los productos artesanales van, por ejemplo, a Kypros; mi primo de Leontinos mantiene un emporio en Kitión. El valor de las mercancías es compensado con el del trigo, que Karjedón no puede comprar en Egipto. El trigo es traído a Karjedón en barcos que pertenecen a la naviera «Ojo de Melkart», que a su vez pertenece al banco, y una vez en Karjedón es puesto a la venta en el mercado o comprado por la ciudad para ser almacenado (hay que alimentar a seiscientas mil personas). Mientras tanto, los barcos de Casandro cargan vino sirio y papiro egipcio en algún puerto libre, y vuelven a casa. Algo así, oh frínicos.

Así pues, no me reproches las bromas y el nombre poco serio del banco; disfruta del símbolo de mi casa y de su encarnación en las hetairas de Alejandría. Y hazme saber si el banco del rey, cuyo más digno, inteligente y querido hombre eres tú, quiere dar al Banco de Arena las mismas condiciones —o incluso mejores— que daba al antiguo negocio que llevaba mi padre, Arístides, y antes que él su padre y su abuelo. Provecho, ganancias, placer y salud, siempre.

Antígono

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