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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (2 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Nos cansamos de visitar las recámaras habitadas, en su momento, por Napoleón Bonaparte, el invicto general invasor, al igual que aquellas en las que fallecería su propio hijo, Napoleón Francisco José Carlos Bonaparte, mejor conocido como Franz, al cumplir tan sólo veintidós años de edad. Uno de los secretos mejor guardados en la corte austriaca fue, sin duda alguna, la relación que sostuvo la archiduquesa Sofía con el joven Bonaparte, Napoleón II,
el Aguilucho,
el rey de Roma, no sólo por su físico, sino por su sensibilidad y talento, muy a pesar de estar casada de acuerdo con la ley y la Iglesia con Francisco Carlos,
el Bombón
o
el Bonachón,
un imbécil, incapaz de juntar ambas manos para producir un breve aplauso. Sofía de Baviera ya había sucumbido al poder de los intereses políticos impuestos por la realeza y había dado a luz a Francisco José, el futuro emperador austro húngaro, en la inteligencia de que contraer nupcias con un Habsburgo de la más pura cepa, por más taras que éste exhibiera, de ninguna manera constituía un objetivo menor...

Maximiliano, mi íntimo amigo de correrías infantiles, conocería mucho tiempo después la identidad de su propio padre, Napoleón II, quien había muerto de pulmonía agravada por una avanzada tuberculosis, dieciséis días después de que Maxi, mi Maxi, llegara a este mundo. Sofía no ocultó el profundo dolor que le produjo el precoz fallecimiento de su ilustre amante, el adorado Aguilucho, de cuyo lecho mortuorio sólo pudo ser apartada cuando las contracciones del parto anunciaron el nacimiento de Maximiliano, obligándola a retitarse para dar a luz al real bastardo el 6 de julio de 1832.

Napoleón II, agonizante, sabiendo de sobra que se le escaparía la vida en cualquier suspiro prolongado, todavía contó con tiempo para redactar una carta dirigida a su hijo, el futuro Maximiliano de Habsburgo, emperador de México, a quien, bien lo sabía él, ya lo vería crecer ni reír ni llorar ni jugar ni trepar ni soñar ni dormir...

Mi bien amado hijo:

Yo, vuestro infortunado padre, me preparo a abandonar este mundo en el mismo instante en que vos acabáis de llegar a él. Este demonio de rostro humano, Metternich, se ha dado cuenta de que no he de vivir mucho tiempo. Mis locuras han sido provechosas a sus designios. Temo que sepa el secreto de vuestro nacimiento. Para preveniros en contra suya, escribo la presente carta, con la esperanza de que la conozcáis en un momento en que os sea posible pensar con libertad. Nada os dirá vuestra madre; ella considera una vergüenza el haber llevado a un hijo que es el nieto y el verdadero heredero del más grande hombre que ha existido, y un día os será dado cumplir vuestro destino.

Francia reclamará un día, para gobernarla, al descendiente directo del más grande de sus hijos, y cuando llegue ese día, deberéis proclamar en voz alta vuestro origen. Sois, en efecto, de sangre imperial por los dos costados.

Envío este cofrecito de joyas a vuestra madre, con la petición póstuma de que lo guarde para vos hasta el día en que lleguéis a ser adulto, y que entonces os lo entregue. Temo mucho que ella os calle siempre que éste es un regalo mío; tanto es lo que teme comprometerse.

Con todo, he encargado a dos de mis amigos os digan, cuando lleguéis a los veintiún años, que esta cajita era mía y que puede conferiros un gran poder. Espero que este simple mensaje despertará vuestra curiosidad lo suficiente para incitaros a romper el cofrecillo y descubrir mi carta.

Mi pobre espíritu ha llegado al límite de sus fuerzas. Sólo puedo orar para que un ángel bueno se encargue de aquella misión y para que se os haga justicia.

Vuestro padre que agoniza,

NAPOLEÓN II

¡Claro que Maximiliano llegó a conocer el origen de su sangre real por ambos costados, pero se cuidó mucho de proclamarla en voz alta! Eran muchos y diversos los intereses políticos que estaban en juego. ¡Claro que nunca hizo referencia a ser el nieto del «hombre más grande que había existido»! ¡Claro que después de haber sido fusilado por el ejército liberal mexicano, el cadáver de Maximiliano fue amortajado y enviado a Europa para ser colocado en la cripta de los Capuchinos —el Escorial austriaco— junto al lugar en donde descansaba su verdadero padre, mientras que su abuelo pateaba una y otra vez su ostentoso ataúd en Los Inválidos, muy cerca del Sena, a un lado del pueblo que tanto amó...! ¿Cómo que su querido hijo y su nieto habían quedado sepultados entre austriacos cuando Franz, sobre todo Franz, un nombre invencible, su Aguilucho, era un francés de la más pura cepa, a quien el príncipe Metternich pensó en asesinar una y otra vez para evitar una nueva convulsión europea? ¡Cuidado con los Bonaparte...! Si algo pudo consolar al gran Napoleón en el más allá fue el hecho de saber y constatar cómo una mujer con el rostro oculto por una pañoleta negra depositaba, día con día, un ramo de flores frescas sobre el sarcófago del duque de Reichstag, su hijo. Nadie nunca sabría que se trataba de la archiduquesa Sofía que moriría eternamente enamorada de aquel joven, mezcla de Habsburgo y Bonaparte, nacido para dominar el mundo...

Sí, yo fui quien aceptó el penoso encargo de identificar el cadáver de mi amado, el heredero de Mayerling, cuando éste fue enviado de México. Después de la entrega de unas monedas de oro y de las súplicas vertidas por Maxi al pelotón de fusilamiento de modo que no le dispararan a la cara para no llegar con el rostro destrozado a Miramar, los soldados mexicanos cumplieron su palabra al pie de la letra, pero en cambio, la mayor parte de los tiros dieron precisamente en el blanco: en los testículos del emperador, como si quisieran darle una lección a los extranjeros que intentaran volver a invadir militarmente su país para gobernarlo por medio de las bayonetas.

—¡Hombre, hombre! —se dolía Maximiliano tirado en el piso con el rostro lleno de polvo mientras se cubría con ambas manos lós genitales, en tanto que Aureliano Blanquet lo volteaba de cara al sol para dispararle dos tiros dirigidos al corazón.

—Este güerito sí que me salió cabrón —dijo el militar mexicano encargado de rematar al aristócrata—, no cualquiera resiste dos disparos de mi compañera inseparable —agregó sorprendido al tiempo que acariciaba la cacha de concha nácar de su pistola.

Pero bueno, querido amigo, no te hice venir a estas horas de la noche, en medio de una densa nevada alpina, para contarte la historia de los padres de Maximiliano, el amor de mi vida, sino para revelarte intimidades de esa famosa pareja real, cuyas relaciones amorosas no pudieron sino concluir en una escandalosa tragedia de proporciones previsibles, tal y como lo repitió hasta el cansancio la reina Victoria de Inglaterra.

El conde Carlos Bombelles narró entonces, a la luz de la llama de una vela parpadeante, la afición de Maximiliano por el mar, sus viajes a lugares remotos del Mediterráneo, sus visitas recurrentes a los puertos más pintorescos, donde desembarcaba goloso para dirigirse con paso apresurado a los mercados, con el fin de participar en las subastas de esclavos y esclavas, con quienes, una vez de su absoluta propiedad, organizaba espléndidas bacanales. Durante aquellos recorridos probó por primera vez el hachís hasta terminar posteriormente con el opio, el que ingirió en forma de pastillas hasta el mismo día de su fusilamiento.

Yo ya no estaba en México el día de su ejecución, pero supe que consumió una buena dosis antes de ser pasado por las armas del miserable bribón de Juárez, un apestoso indio enano que nunca supo ni imaginó ni entendió a quién mandó asesinar por más que hayan tratado de disimular el homicidio por medio de un juicio improvisado, tendencioso y perverso. ¡Con un millón de esos aborígenes zapotecos no haces ni medio Fernando Maximiliano, archiduque y príncipe real de Hungría y Bohemia, conde de Habsburgo y príncipe de Lorena, un legítimo heredero de los Hohenstauffen, descendiente de los duques de Borgoña, de Carlos V y nieto de José II...! ¿Me entendiste...? Mira que venir a perder la vida en México a manos de un indígena analfabeto...
Mon Dieu...
!

Pero volvamos al tema que nos ocupa. Cuando Maximiliano y Carlota fueron presentados en los elegantes salones de los palacios de Bélgica, ella contaba con dieciséis años de edad y él con tan sólo veinticuatro. Maxi no había podido olvidar todavía a la también joven princesa portuguesa Amalia de Braganza, recién fallecida, su gran amor hasta antes de conocer a Carlota, quien se entusiasmó desde un primer instante con la soberbia presencia de este magnético archiduque de elevada estatura, ojos verdes, piel blanca, la de la auténtica realeza europea, eternamente pálido, barba entre rojiza y rubia, partida en dos; frente amplia, despejada, manos bien cuidadas, dientes, eso sí, desiguales y con manchas cafés, de exquisitos modales, espléndida educación, un simpático conversador de semblante varonil y grave. Maxi atrajo de inmediato la atención de la hermosa heredera belga, la que se encargó de presionar a su padre, el rey Leopoldo, para que moviera sin tardanza alguna sus influencias a través de los canales diplomáticos, de modo que se precipitara, a la brevedad posible, la ceremonia matrimonial. ¡Cuidado con que otra doncella de las cortes europeas le pudiera arrebatar a este orgulloso vástago de la casa Habsburgo! El enlace fue provocado por Leopoldo para darle gusto a su hija, huérfana de madre desde los siete años de edad: «La niña quería marido, el papá quería un marqués, el marqués quería dinero, ya están contentos los tres».

Debes saber, querido lector, que Carlota, una mujer políglota, estudiosa de cuestiones económicas, políticas y jurídicas, se casó profundamente enamorada. La emperatriz no se distinguió por su belleza ni poseía la fina y soberana elegancia de su marido, el archiduque y emperador. Si bien era alta, delgada, bien hecha, de bellos y expresivos ojos, de tez blanca y cabello negro, invariablemente se conducía con una actitud sombría, triste, sin que en ningún caso proyectara la imagen de una mujer dichosa ni entusiasta. Maxi, por su parte, contrajo nupcias profundamente interesado en la fortuna y en la dote que pagaría la casa real de Bélgica el día del intercambio de las argollas. No se equivocó. Recibió tres millones de francos, además del generoso obsequio de Leopoldo I a su querida hija. De esta transacción salieron los fondos para poder construir su famoso castillo en Miramar. Sin embargo, el desengaño no tardó en presentarse como si un telón se hubiera desprendido del techo, estrellándose violentamente contra el piso. Bien pronto todo quedaría al descubierto exhibiendo a los actores en paños menores. Los primeros años de convivencia arrojaron datos contundentes: las personalidades de ambos resultaban evidentemente incompatibles. Carlota había sido preparada para gobernar, gozaba el ejercicio de la política, mientras que Maximiliano, a diferencia de sus tres herma pos formados en la línea militar, disfrutaba el ocio,
il dolce far niente,
caminar por el bosque, cazar mariposas y atrapar los más diversos tipos de insectos y de dípteros. Coleccionaba abejorros, sobre todo los tropicales, además de mayates, próturos, colémbolos, tisanuros, dipluros, odonatos, blactáreos, dermápteros, isópteros, neurópteros, hemípteros, sin olvidar a diversas especies de arácnidos y demás bichos vivientes por demás espantosos. ¡Qué horror...! Jamás el trabajo llamó tanto su atención como la lectura de poesía europea, invariablemente rodeado por la naturaleza, más aún si ésta era tropical como la de Cuernavaca. De gobernar ni hablemos...

El primer gran golpe, imprevisto, rudo y certero, la decepción de su existencia, se la llevó en pleno rostro Carlota cuando visitaron la isla de Madeira, durante la luna de miel. Lo acepto, lo concedo: Maxi cometió, en dicha ocasión, excesos imperdonables e indigeribles para una mujer tan joven e ingenua como su candorosa cónyuge. Cuando el amor de la pareja alcanzaba su máxima expresión llegó a oídos de ella que su marido había pasado la noche con tres musculosos esclavos negros provenientes del África septentrional, la mejor bacanal de nuestra existencia a la que yo también fui cordialmente invitado... La realidad, la auténtica verdad consistió en que no fueron tres, sino cuatro los esclavos que compramos para pasar varias noches con ellos, no sólo una. ¡Qué va...! Recuerdo que las velas escasamente alumbraban sus cuerpos fornidos, selváticos, los propios de fieras poderosas ejercitadas para matar. Algún hechizo especial sentimos Maxi y yo cuando acariciamos esos brazos semejantes a troncos de árbol y tocamos sus piernas talladas en maderas oscuras preciosas creadas por la naturaleza para no descansar jamás. Aquellos hombres jóvenes podían haber acabado con nosotros porque no parecían agotarse. Después de cada encuentro amoroso perdidos entre piernas, brazos, penes, lenguas sedientas, labios mordelones, cabezas y cabelleras, olores a rancio de mil siglos, ellos parecían adquirir nuevas fuerzas, con las que podrían habernos aniquilado de no ser porque Maxi y yo huimos oportunamente antes de desfallecer para siempre aprisionados por la musculatura de estos salvajes medio simios y medio humanos...

El golpe de muerte lo recibió Carlota cuando, a pesar del pleito en pleno viaje de novios —alguien, por supuesto, se ocupó de delatar nuestras felices andanzas—, Maximiliano y yo nos embarcamos juntos rumbo a Brasil, abandonando por un par de semanas a la recién casada en aquella isla atlántica. Nunca se lo perdonó a su marido. Volvimos de América lo más rápido posible, pero a partir de esos hechos tan significativos y no menos catastróficos, la pareja real volvió a compartir lecho de tarde en tarde, muy de tarde en tarde... Su relación matrimonial quedó severamente dañada. Los arrumacos eran ciertamente esporádicos. Si acaso Carlota aceptaba el intercambio carnal eventual, por cierto, era por un deseo tan fundado como justificado de conocer la dicha de la maternidad y también, claro está, de hacerse de un heredero que pudiera presidir el día de mañana el imperio austrohúngaro o el belga, según jugara la vida sus partidas imprevisibles...

No puedo dejar de hacer constar el odio y el resentimiento con los que la futura emperatriz castigaba mi presencia cuantas veces nos reunían las circunstancias. Suscribieron un pacto implícito en el que ocultarían ante terceros la desastrosa realidad de su relación con todo género de cartas y textos, unos más hipócritas que otros, a través de los cuales exhibirían al mundo la envidiable fortaleza de su matrimonio, las ligas románticas que los unían, la sólida identificación que disfrutaban, el intenso amor que se dispensaban recíprocamente, así como el promisorio futuro que ambos conquistarían mediante la suma de esfuerzos y facultades que concurrían en ambos. Sí, sí, lo que fuera, cualquier pretexto sería válido, pero Maxi no volvería a tocarla... ¿Estamos?

BOOK: Arrebatos Carnales
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