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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (25 page)

BOOK: Bajos fondos
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—¿Crees en el destino, Guardián?

—Dudo que los Daevas tengan que ver en el caos al que hemos reducido su creación.

—Por lo general, me inclino por mostrarme de acuerdo contigo. Pero en el caso de Brightfellow, ése parece el mejor modo de describirlo. Últimamente he tenido un par de... malas rachas. Él me ayudará a recuperar la suerte.

—Una vez conocí a un sacerdote a quien le gustaba decir que el Juramentado prefiere obrar por medio de vasallos imperfectos. —Supongo que debió de ser el aforismo preferido del cura, que era incapaz de pasar una hora sin medio frasco de aliento, y de quien no podía decirse que estuviera ni en un lado ni en otro de la realidad—. ¿Y ha satisfecho el hechicero alguna de sus promesas?

—Aún no. Pero confío que con el tiempo nuestra empresa se verá coronada por el éxito.

¿Incluiría su empresa el asesinato de dos niñas y abrir una puerta al abismo? No me extrañaría viniendo de ellos, pero la sospecha no es lo mismo que la certeza, y menos aún equivale a tener pruebas de algo. Había presionado al duque hasta donde me fue posible, así que guardé silencio. Me había convocado por algún motivo. Supuse que si tenía paciencia abordaría el asunto.

—No te sorprenderá saber que hice algunas pesquisas acerca de tu pasado, de tu conducta y de tu carácter, antes de tomar la decisión de hacer negocios contigo.

—Mi vida es un libro abierto. —Con las páginas arrancadas, pero alguien con los recursos de la Hoja no tendría problema para que otro le hiciese un resumen—.Y no es fácil sorprenderme.

—Dicen que ejerces una presencia criminal modesta, y que no estás vinculado a ninguno de los que juegan fuerte. Dicen que eres de confianza, discreto.

—¿Eso dicen?

—También dicen otra cosa. Cuentan que solías jugar al otro lado de la valla, que vestías de gris antes de desempeñar tu ocupación actual.

—Si nos remontamos lo suficiente, también dicen que fui un bebé en pañales.

—Sí, supongo que sí. ¿Cuál fue la causa? ¿Caíste en desgracia?

—Exacto, fue así como sucedió. Esas cosas pasan. —Paseó los ojos por la pared que había a mi espalda y el fuego crepitó en el rincón. Su rostro se revistió de la expresión anhelante que suele preceder al monólogo, y... dicho y hecho, el silencio incómodo alumbró el soliloquio.

—Qué peculiares los caminos que se ve el hombre transitando. En los libros de historia todo el mudo tiene garantizado su momento crítico, en que el camino se bifurca y las opciones aparecen dibujadas con claridad ante él: el heroísmo o la maldad. Pero no es así, ¿verdad? Las decisiones llevan a otras decisiones, cada una independiente de las demás, tomadas en el calor del momento o motivadas por el instinto. Entonces, un día, levantas la vista y comprendes que te has atascado, que cada respuesta musitada es una barra de la jaula que te has ido construyendo, y la inercia de cada elección te mueve inexorablemente hacia adelante como movido por la voluntad del Primogénito.

—Elocuente pero falso. Hubo un momento en que tomé una decisión. Si las consecuencias fueron peores de lo previsto... se debió a que fue una mala decisión.

—Es que me refiero a eso. ¿Cómo puedes saber qué elecciones son importantes y cuáles no? He tomado decisiones que lamento, decisiones impropias de mí. Las hay que no rectificaría aunque tuviese ocasión de ello.

Por el Perdido, era peor que los herejes. ¿Qué estaba admitiendo? Las niñas habían muerto, en eso no había marcha atrás. ¿O acaso entreveía una inexistente sutileza en él? ¿Era Beaconfield la clase de noble que gusta de conversar con nosotros, los de clase baja, sobre la dificultad y el desamparo de la existencia humana?

—De un modo u otro, pagamos nuestras deudas.

—Entonces, ¿ninguno de nosotros tiene esperanza?

—No hay esperanza.

—Eres un hombre frío.

—Éste es un mundo frío.Yo sólo me he adaptado a la temperatura.

Apretó la mandíbula y pasó el momento de franqueza.

—Muy cierto, muy cierto. Jugamos hasta el final la mano que nos reparte la vida.

Beaconfield empezó a irradiar algo que bien podía ser amenazador, aunque quizá no era más que el habitual desdén aristocrático. Costaba decirlo con certeza. Me alivió que llamaran a la puerta, lo que señalaba el final de nuestra entrevista.

Ambos nos levantamos y nos dirigimos hacia la salida. La Hoja abrió la puerta y Tuckett agachó la cabeza al entrar, murmurando unas pocas palabras a su señor antes de desaparecer.

—Gracias por tus servicios —empezó diciendo Beaconfield—. Se me ocurre que podría necesitarlos en el futuro, tal vez antes del solsticio de invierno. ¿Aún te alojas en El Conde del Paso Inseguro, con ese socio tuyo y su esposa? —preguntó. La amenaza era tan obvia tanto como inesperada.

—El hogar de un hombre es su castillo.

—Por supuesto —dijo con una sonrisa.

Había sido un largo día, tanto como cualquier otro que pudiese recordar, y cuando desanduve el camino confié en parte en no tener que cruzarme con la siguiente cita del duque. Pero la otra parte llegó a la conclusión de que valía la pena darle otra oportunidad, y fue ésta otra la recompensada cuando alcancé el tramo superior de la escalera y vi a Brightfellow, sentado abajo, en un banco, con el mismo aspecto encantador que la primera vez que nos vimos. Se levantó y esbozó una amplia sonrisa, y había tanto peldaño en la escalera de Beaconfield que pasé algo más de quince segundos contemplándola mientras descendía.

No esperaba que Brightfellow se hubiese transformado en un miembro respetable de la raza humana desde el día que nos vimos por última vez, y había tenido la gentileza de no refutar mi impresión. Si no llevaba puesto el mismo sucio traje negro que cuando nos conocimos, llevaba uno que era un primo hermano, lo cual hubiese disculpado mi confusión.

Pero hubo algo que me sorprendió, algo en lo que había reparado antes pero que no había podido encajar con todo lo demás. Muchos hombres fingen dureza, y se enrocan soñando con la amenaza potencial que suponen como el dolor de cabeza que da el licor de garrafa. Es una especie de pasatiempo local en la parte baja de la ciudad, inútiles y chaperos recostados en ruinosas paredes de ladrillo, convenciéndose los unos a los otros de que eran más mortíferos que una herida abierta, de que su reputación seguía andando en la otra acera de la calle. Al cabo de un rato se convertían en parte del decorado. Hay ciertas cosas que un hombre no puede fingir, y la letalidad es una de ellas. Un perro faldero aprende a aullar, incluso desnuda los colmillos en ocasiones, lo cual no hace de él un lobo.

Los que lo son de verdad no necesitan dárselas de nada; sientes lo que son en la boca del estómago. Brightfellow era un asesino. No como el kireno que había secuestrado a Tara, no un maníaco, sino un asesino, la clase de tipo normal que entierra a cualquiera de sus congéneres sin sentirse de ningún modo en particular por ello. Hice un esfuerzo para no olvidarlo mientras me acercaba hacia él, recordar que su bufonesco exterior tan sólo era una parte de él, quizá no una parte importante, sino un gajo tras el que se escondía el resto.

Saqué la bolsita de tabaco y lié un cigarrillo que había querido encender desde el preciso instante en que puse un pie en la mansión de la Hoja, pensando que tal vez serviría para cubrir el olor a carne sin lavar de Brightfellow. Él se descubrió, al tiempo que su dentadura desigual dibujaba una falsa sonrisa.

—Vaya, vaya, pero si es la alegría de la huerta en persona. ¿Cómo te va, comediante?

—Dime una cosa, Brightfellow: ¿insistes en comer hígado antes de verme, o lo haces con tanta regularidad que no se trata de una coincidencia?

Se apresuró a reír, y sus dientes amarillentos rechinaron al hacerlo.

—Ya veo que me he hecho un nombre, comediante. A veces pienso que todo mi duro trabajo pasa desapercibido.

—Y exactamente, ¿a qué te dedicas?

—¿A qué crees tú que me dedico?

—Supongo que la mayoría de la gente que ronda por aquí está contratada para limpiar cualquiera que sea la mierda que el duque pueda pisar en un momento u otro.Y puesto que hueles como una letrina, diría que aquí eres uno más.

Brightfellow soltó otra fea risotada. Aquella risa era una auténtica arma que le permitía evitar los golpes y no cejar en su empeño.

—Tengo el honor de ser el mago de la corte de lord Beaconfield, y me esfuerzo a diario para ser digno del puesto —explicó, imitando bastante bien a un mayordomo estirado, a pesar de la desagradable sonrisa que restaba credibilidad al papel.

—¿Y qué hace un mago de la corte, aparte de ocupar el peldaño más bajo al que puede aspirar un practicante, exceptuando, claro está, la labor de vender crecepelo y filtros amorosos en las ferias?

—No parece gran cosa, pero es que no todos podemos traficar con droga para ganarnos la vida.

—Voy a tener que interrumpirte aquí, porque no querría que tu esfuerzo por burlarte se interpusiera con tu última oportunidad de salvar el culo. Sé que el duque y tú os lleváis algo entre manos. Ahora vas a darme tu versión, y quizá logre que no cargues con todo el peso. No hace falta ser una lumbrera para darse cuenta de que tú no diriges la función. —La cabeza de la cerilla prendió al rascar la madera del pasamano, y seguidamente la acerqué a mi cigarrillo—. Pero si me obligas a tener que husmearlo todo, no ganarás nada, ¿entendido? Los dados arrojarán el resultado que arrojen. —Lancé una bocanada de humo—. Piénsalo, pero que sea rápido; las manecillas del reloj son implacables, y si crees que ese sangre azul te protegerá el culo cuando llueva la mierda, es que eres más tonto de lo que pareces.Y te aseguro que no pareces precisamente un puto genio.

No esperaba que cediera, pero sí alguna reacción que fuese más allá de repetir la risa insoportable de siempre. Pero eso fue lo que obtuve a cambio, y por segunda vez tuve la desagradable impresión de haber jugado mal mis cartas, y que en lo que a Brightfellow y a mí concernía, no tenía nada entre manos.

Oí a Tuckett bajar la escalera, y supuse que era tan buen momento como cualquier otro para salir de allí por la entrada de servicio, a través de la puerta trasera. Dunkan se había marchado, y lo sustituía un tipo de expresión desabrida que desempeñaba sus labores con aire circunspecto. Me alegré. No estaba de humor para encarar la euforia del tarasaihgno. Me acaricié la piel en torno al talismán del Crane. Por fin disminuía su calor. Me dirigí de vuelta a El Conde, con la esperanza de llegar a tumbarme por mi propio pie en la cama antes de perder la conciencia.

CAPÍTULO 24

Me pasé la mitad de la noche dando vueltas y más vueltas a través de la bruma que alumbraba la vid del sueño, y a la mañana siguiente desperté más tarde de lo que pretendía. Más tarde de lo que debería, puesto que, tal como estaban las cosas, tan sólo me quedaban otras seis oportunidades para dormir. El sol que se filtraba a través de la ventana estaba a medio camino de su cenit cuando me puse los pantalones.

El salón de la taberna estaba vacío, lo normal a esa hora del día, y Adolphus estaba sentado a la barra, arrastrando la papada con expresión apesadumbrada. Adeline quitaba el polvo de una mesa, y me saludó con un gesto al verme.

Tomé asiento junto a Adolphus.

—¿Qué sucede?

Hizo un amago de disimular la expresión con una sonrisa poco convincente.

—Nada. ¿A qué viene esa pregunta?

—¿Quince años y sigues aferrándote al concepto erróneo de que puedes mentirme?

Por un instante su sonrisa fue real, aunque imperceptible. Pero no tardó en esfumarse.

—Ha desaparecido otro niño —dijo.

Adeline dejó de barrer.

Otra. ¡Sakra! No pensé que las desapariciones fueran a cesar, pero sí que mediase más tiempo entre ellas. Intenté no pensar en cómo afectaría eso a la fecha límite estipulada por el Viejo, o si los matones del vecindario aprovecharían la oportunidad para hacer de las suyas en el territorio de Ling Chi.

—¿Quién es?

Durante un desdichado segundo temí que se echase a llorar sin más.

—Avraham, el hijo de Meskie.

El día no hacía más que empeorar. Meskie era nuestra lavandera, una cariñosa isleña que educaba a su progenie con métodos que contemplaban a partes iguales el amor y la severidad. No conocía a Avraham más que por ser uno de la turba de niños que rodeaba a su madre.

Adeline aventuró una pregunta.

—¿Crees que podrían encon...? —No terminó la pregunta, quizá por temor a que pronunciarla pudiese volverla más real de lo que era.

—Siempre existe la posibilidad —respondí.

No había posibilidad alguna. Black House no iba a encontrarlo. Eso era cosa mía y sólo mía. No podía actuar contra la Hoja, ¡no con lo poco que tenía, joder!, porque igual ni siquiera era responsable. Quizá surgiera pronto una pista, puede que tuviera suerte, pero no eran más que esperanzas, no expectativas, y no soy famoso por mi optimismo. El crío podía estar muerto. Sólo eran las diez y media y ya necesitaba una dosis de aliento.

Adeline cabeceó, y de pronto me pareció avejentada.

—Te traeré el desayuno —dijo.

Adolphus y yo nos sentamos allí un rato, sin molestarnos en llenar el ambiente con la conversación.

—¿Dónde está Wren? —pregunté, al cabo.

—Ha ido al mercado. Adeline necesitaba algunas cosillas para la cena. —Metió la mano en el bolsillo y sacó un pedazo de papel—. Llegó esto para ti antes de que despertaras.

Desdoblé el papel. Había dos líneas garabateadas en tinta negra con caligrafía cuidada.

Herm Bridge, seis y media.

Crispin.

Más rápido de lo que esperaba, aunque no se me ocurrió por qué me había citado en lugar de limitarse a enviarme la lista. Tal vez quería disculparse por nuestro último encuentro, aunque pensé que lo más probable era que esperase a que me humillara un poco antes de soltar la información que había obtenido. Encendí una cerilla en la barra y la acerqué al papel, dejando a continuación que las cenizas cayeran al suelo.

—Ahora Adeline tendrá que limpiarlo —dijo Adolphus.

—Todos nos pasamos la vida limpiando la mierda de los demás.

A medio desayuno, Wren regresó con una bolsa llena de cosas. Adolphus se animó un poco.

—¿Cuánto me has ahorrado?

—Dos de plata y seis de cobre —respondió el joven, dejando el cambio en la barra.

Adolphus se dio una palmada en el muslo.

—No es muy hablador, pero ¡aquí tienes al mejor regateador de toda la parte baja de la ciudad! ¿Seguro que no corre sangre de isleño por tus venas, muchacho?

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