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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (38 page)

BOOK: Bajos fondos
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Sus ojos se volvieron tan fríos como una helada de finales de estación, y empezó a preocuparme que aquella visita hubiese sido una equivocación.

—Por grande que sea el amor que tengo por mi aliado, no puedo interferir con los representantes del trono.

—Los hombres que me siguen no lo hacen por orden de Black House. De hecho, únicamente uno de ellos trabaja oficialmente allí.

—¿Uno solo?

—Un alguacil de Black House cuyas iniquidades son numerosas e indudables.Tal vez lo conozcas. Lo llaman agente Crowley.

Una mueca de disgusto frunció las pétreas facciones.

—Nuestros caminos se han cruzado con anterioridad.

Tal como esperaba. Crowley tenía una habilidad particular para engendrar odio.

—Para gran oprobio de mis antepasados, hubo un tiempo en que el agente y yo tuvimos tratos. Por no ser consciente de los lazos de hermandad que nos unen, el agente Crowley esperaba utilizar mis servicios para perjudicar a la casa de Ling Chi. Accedí por un breve espacio de tiempo, lo bastante para fingir que ayudaría a este falso agente, ganarme su confianza y estar al corriente de sus movimientos. Pero el disfraz de un traidor no puede ocultar la piel de un hombre honesto, y mi engaño ha sido descubierto.

Ling Chi tamborileó un ritmo monótono con las uñas de jade, cribando la verdad que había oculta entre tanta mentira. La corrupción de Crowley era honda y duradera, podía nombrar de memoria una docena de organizaciones criminales de las que obtenía dinero, y probablemente había un centenar más de cuya existencia no tenía la menor idea. El Viejo estaba al tanto de algunas de ellas, más de las que hubiera admitido delante del propio Crowley, pero el Viejo no era la clase de hombre que prescinde de una buena herramienta sólo porque de vez en cuando trabaje en otra... obra.

Y lo que era más importante: encajaba con la paranoia creciente de Ling Chi, una manía persecutoria justificada, fruto de una vida de engaños y traiciones. Podía creer perfectamente que lo hubiera vendido a Crowley, sólo para cambiar de bando en cuanto la cosa se calentara. Era la clase de decisiones que él habría tomado, que había tomado y que volvería a tomar.

—¿El gato ignora lo que hacen sus garras? —preguntó.

—¿Quién sabe qué secretos posee el señor de Black House? Si conoce las actividades de su lugarteniente, no las apoya.

Ling Chi redujo el ritmo del tamborileo.

—Tan querido era mi bienestar para mi hermano que éste llegó a poner en peligro su propia seguridad y reputación con objeto de frustrar el plan que la amenazaba. ¿Cómo podría yo, Ling Chi, ser menos que él? —Sonrió con ferocidad, y en ese momento me alegró de no ser yo el objeto de su ira—. Debe valorarse la armonía por encima de todas las posesiones, pero si mi socio descubre que los hombres que planearon nuestra destrucción no prestan oídos a las palabras de la reconciliación, puede descansar tranquilo, sabiendo que la escasa ayuda que pueda ofrecerle está a su disposición.

Me incliné de nuevo, casi hasta que la frente me tocó el suelo. Luego me marché.Tomé las armas de la mesita, regresé al bar y me senté a una mesa vacía del rincón. Cuatro kirenos me siguieron desde la parte trasera del negocio, gente dura, tan diferentes de los demás parroquianos como pueda serlo un lobo de un perro. Los obreros de la mesa contigua a la mía abandonaron sus asientos sin despegar los labios, permitiendo a los recién llegados ocupar sus taburetes. Uno de los cuatro, un tipo achaparrado, con un complejo tatuaje que representaba a un dragón cuya cabeza se le extendía por el rostro, miró en mi dirección e inclinó la cabeza.Yo respondí con el mismo gesto. Entonces llamé la atención del muchacho que servía las mesas, y le encargué que les llevase
kisvas
.

Tras unos minutos, se abrió la puerta principal y Crowley entró en el lugar, acompañado por los tres tipos que me había presentado anteriormente. La taberna se sumió en un hondo silencio, y Crowley encaró el mar de rostros herejes con una expresión de abierto desprecio. Al verme, susurró algo a sus hombres, que se dispersaron en dirección a la barra. Crowley, por su parte, se acercó a mi mesa.

Se detuvo tras el taburete, al otro lado de la mesa, rubicundo de puro regocijo. La taberna había recuperado algo semejante a la normalidad, siempre y cuando no prestaras mucha atención. Crowley no lo hacía.

—Creí que quizá te habíamos perdido —dijo.

—Me estaba tomando un trago. —Empujé con el pie el taburete en su dirección—. Descansa un rato, sé que os habéis dado un largo paseo.

—Pero aquí estamos, ¿no? —replicó, descansando el corpachón en el baqueteado taburete.

—Hoy puede que os dé más guerra, puesto que voy armado.

—Si hubieses confiado en tus posibilidades, no habrías echado a correr.

—Siempre tuviste problemas para asimilar el concepto de una retirada táctica.

—Sí, claro, yo soy un tontorrón y tú un genio. Pero ¿adónde va a llevarte ese cerebro tuyo? Una noche de invierno acabarás muerto en una zanja. —El enorme cuerpo rebulló en el asiento—. Ese final no parece propio de alguien tan inteligente.

—No cuando lo expresas de ese modo.

—Claro, si fueras tan listo no estarías aquí. Si fueras listo, a estas alturas ya serías jefe de operaciones especiales. Por eso el Viejo te odia tanto, ¿sabes? Porque lo decepcionaste.

—A diario lamento haber defraudado sus expectativas.

—Te confieso que se llevó una sorpresa tremenda cuando hiciste lo que hiciste. Ha sido la única vez que he visto a ese cabrón perder los nervios. —La sonrisa torcida cruzó fugaz por su rostro, una sonrisa que se originó de niño, la primera vez que arrancó las alas de una mosca, y que fue perfeccionando a lo largo de los años mediante actos diarios de crueldad—. Recuérdame cómo se llamaba.

—Albertine.

—Eso, Albertine —repitió—. Permíteme que te lo pregunte: ¿tanto lo valía? Porque en lo que a mí respecta, todos los coños se parecen como gotas de agua.

Dejé que eso se me filtrase por los poros, y lo soporté como un dolor de muelas, conservándolo para cuando pudiera devolver el golpe.

El mozo se acercó a preguntar qué quería Crowley, pero éste le hizo un gesto para que se alejara.

—¿Por qué coño escogiste este lugar para esconderte? Putos kirenos. —Miró en torno con cara de desprecio—. Son como insectos.

—Hormigas —dije—. Son como hormigas.

Me señaló con un dedo gigantesco.

—Todos estos cabrones que tanto se inclinan y te llaman amo a las primeras de cambio, no dudarían un instante en ponerte el pie en el cuello si les dieras la oportunidad.

—O juegan a ser tiranos, o se arrugan como esclavos.

—¡Exacto! No son como nosotros. Ignoran lo que es el orgullo, he ahí el problema.

—No son como nosotros —repetí, mostrándome de acuerdo. Detrás de Crowley, los hombres de Ling Chi se impacientaban, pues comprendían lo suficiente para sentirse insultados.

—¡Y esa forma de hablar! ¡Pero si parecen macacos! —Crowley se dio una palmada en la rodilla—. ¡Hablad en la lengua de Rigus, cabrones de ojos rasgados!

—No es tan difícil cuando le pillas el truco. Mira, vamos a practicar. —Apuré el resto de mi
kisvas
—.
Shou zhe cao ni ma
—dije.


Zou ze ca nee maa
—repitió, riéndose de su propia torpeza—. ¿Qué coño significa?

El kireno tatuado dijo algo en su lengua. Me volví hacia él y asentí.

—Significa: «Acaba con este hijo de puta».

Juro que Crowley era tan zote que tardó tres o cuatro segundos en juntar las piezas. Por fin su expresión mostró que nos había entendido, e intentó levantarse, pero le di en la cara y cayó de espaldas.

La violencia estalló en la taberna. Los primeros en abalanzarse sobre Crowley fueron los empleados de Ling Chi, pero la clientela no tardó en sumarse a la riña, satisfecha de dar su merecido a aquellos tipos arrogantes de ojos redondos. Los hombres de Crowley no duraron ni un suspiro. El tabernero, cuyo valor por lo general consideraba más próximo a un liquen que a un mamífero, sacó un cuchillo de carnicero de detrás de la barra y decapitó limpiamente a un recio vaalano, con tal frialdad que me costó creer que fuera la primera vez que trataba así a un cliente. El miradno de las cicatrices llegó a desnudar el cuchillo antes de verse superado, y cayó entre gritos cuando un tropel de gente lo tumbó inconsciente en el suelo con las armas que pudieron improvisar.

Después de eso decidí que sería preferible recular hacia el fondo: mejor no permitir que los herejes se confundieran de blanco, y de todos modos el golpe que di a Crowley me había abierto la herida que había recibido la noche anterior. Mi antiguo compañero opuso toda la resistencia de la que fue capaz, derribó a uno de los hombres de Ling Chi con un gancho de izquierda antes de que el kireno tatuado lo inmovilizara en el suelo. Fue entonces cuando decidí intervenir, para apartar al hereje antes de que degollase a Crowley. A él lo quería vivo, pero sus amigos no me importaban.

Los kirenos eran poco profesionales y demasiado entusiastas, pero no pude acusarlos de dejar las cosas a medias. Al cabo de cinco minutos no quedaba ni rastro del asesinato de tres hombres blancos, pues habían retirado los cadáveres para disponer de ellos de una de la miríada de maneras ingeniadas por Ling Chi para eliminar pruebas de sus frecuentes ejecuciones. Crowley yacía en el suelo, y cada vez que gemía de dolor dos de los hombres de Ling Chi se turnaban para darle una patada. Incliné la cabeza hacia una puerta lateral, y lo arrastraron hacia allí para sacarlo del local.

Se abrió un claro en la tormenta y la luz vespertina se reflejó con intensidad en la nieve, donde Crowley dibujó un surco con las rodillas, subrayado por la sangre que le goteaba del cuero cabelludo. Nos detuvimos en un callejón sin salida que había tras el local. Los secuaces de Ling Chi sostuvieron con fuerza a mi némesis, y su sostén fue lo único que le impidió caer al suelo. Saqué la bolsita de tabaco y lié un cigarrillo, esperando a que recuperase la conciencia.

No puedo decir que no me satisficiera verlo despertar con mi fea jeta pegada a la suya.

—¿De vuelta al mundo de los vivos?

Masculló una feroz maldición.

Saqué el puñal arrojadizo de la funda donde lo guardaba en el hombro y lo sopesé con la mano izquierda. Uno de los kirenos dijo algo a un colega suyo, pero habló tan de prisa que no lo entendí.

—Crowley, mírame.

Le puse el cuchillo en el cuello. Debo decir en su favor que no se orinó encima. Ni siquiera pestañeó.

—Podría acabar contigo ahora mismo, Crowley, luego los herejes se encargarían de hacer desaparecer tu cadáver, y no habría una sola alma en las Trece Tierras a la que le importase. —Encogió el pescuezo ante el frío tacto del metal.

Aparté un poco el arma.

—Pero no voy a matarte, Crowley.Te dejaré marchar.Y quiero que recuerdes, a partir de hoy hasta el día en que decida matarte, este acto de amabilidad. Soy tu benefactor, agente, y todas las tardes soleadas, todos los polvos que eches y todas las veces que te llenes el estómago, harán que te sientas en deuda conmigo.

Lo vi pestañear dos veces, confundido.Yo esbocé una amplia sonrisa.

—Y para evitar que te olvides... —Le hice un corte desde la sien hasta la mandíbula. Gritó de dolor y perdió el conocimiento.

Lo observé unos instantes mientras sangraba, luego hice un gesto al kireno tatuado. Su compañero y él cruzaron miradas de extrañeza, porque, según parece, los herejes no tienen costumbre de perdonarle la vida a nadie en el último momento. Cuando incliné de nuevo la cabeza, soltaron a Crowley, que cayó al suelo, inmóvil a excepción de la involuntaria hemorragia.

Los kirenos regresaron al interior de la taberna, burlándose y riéndose de las absurdas costumbres de un país que les resultaba tan ajeno. En cuanto a mí, salí del callejón y me dirigí de vuelta a El Conde. Era demasiado tarde para visitar a Cadamost.Tendría que confiar en que esa visita no me acabase costando más del beneficio que me supondría. Mientras caminaba tuve que contenerme cada vez que pensaba en la sonrisa permanente que había dibujado en la cara de Crowley.

CAPÍTULO 39

Aproveché que me había despertado temprano para escabullirme de la taberna. La dirección que me había dado Guiscard se encontraba en lo más hondo de Kirentown, en esa parte de la ciudad donde podías recorrer cinco manzanas sin ver a nadie que no fuera un leal súbdito del Emperador Celestial. Claro que teniendo en cuenta que hacía tres días que caía la tormenta del siglo, podías caminar cinco manzanas sin ver a nadie. Cuando llegué bajo el letrero de la Linterna Gris, tenía las botas totalmente empapadas. Hasta me pregunté si el Viejo me ampliaría el plazo, teniendo en cuenta la que estaba cayendo.

Era una tienda muy pequeña, puede que midiera dos metros y medio desde la puerta principal a la parte posterior. Los estantes estaban repletos de una dispar variedad de productos, desde cuencos hasta sartenes, agujas y carretes de hilo, y una capa de polvo acumulado lo cubría todo. Nadie hacía el menor esfuerzo por mantener la ilusión de que se trataba de un negocio, pero supuse que, tan adentro en territorio kireno, la guardia no aparecía mucho, y si lo hacía, debía de ser fácil sobornarla. Había un hereje demacrado, sentado en un taburete, que me miraba con una expresión que me hizo querer enseñarle a puñetazo limpio los principios básicos de cómo tratar a un cliente. Inclinó finalmente la cabeza y pasé junto a él, tan aliviado de que no tuviera inconveniente en aceptarme, como preocupado por el hecho de que no me diferenciara de un drogadicto normal y corriente.

Habían levantado una verja de hierro contra la pared del fondo, y largos tallos de wyrm colgaban de la parte superior de la misma, de donde era cortada y vendida en función de la demanda. Dentro había una joven kirena, encargada de vender unas horas de olvido a cambio de la correspondiente suma. Me miró boquiabierta. No me quedó claro si estaba drogada o sencillamente tenía pocas luces. El resto de la sala estaba atestado de toda clase de mesas y reservados, adquiridos sin ese empeño esclavo por la uniformidad que supone una plaga para los negocios legítimos. Flotaba en el ambiente el inconfundible aroma de la droga, perniciosa, seductora, como el olor a pan recién horneado.

Era temprano y el tiempo desaconsejaba salir de casa para emprender recados sin importancia, pese a lo cual había una docena de víctimas repartidas por el lugar, chupando la pipa o sepultadas en el olvido. Sin embargo, todas, excepto una, eran herejes, así que fue sencillo localizar a mi hombre. Estaba acurrucado en uno de los reservados del fondo, con la cabeza apoyada en la mesa. No reaccionó ante mi presencia.

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