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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (7 page)

BOOK: Bomarzo
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Aquella estirada forma era un esqueleto, o, mejor dicho, una momia, un personaje que había sido embalsamado por alguien inhábil, quizás un siglo atrás, en tiempos del primer Vicino Orsini, y que ostentaba un ropaje gris, sórdido, de agujereada estameña, con cintajos desvaídos que lo escarnecían y lo transformaban en una obscena parodia. Había sido colocado contra el muro, en posición yacente, afirmando la mandíbula en una mano, el codo en el suelo, y la cabeza, cuya frente se ceñía con una corona de rosas mustias de trapo, mostraba, bajo las sucias flores, algo indefinido y horrible, que parecía una calavera y que también parecía un rostro humano.

Tanto me palpitaba el corazón que creí que me iba a ahogar. Mi grito había contribuido a asustarme, en la enclaustrada soledad, de modo que permanecí mudo, transpirando, sin quitar los ojos de la forma espeluznante. Su sombra se movía en la pared, proyectada por el candelabro, y pensé que el cuerpo se movía también, en la oscilación de las llamas, mostrando las encías y los dientes. Nunca en mi vida he visto nada tan aterrador como mi compañero y su mueca inmóvil, fuera, posiblemente, de cuando creí ver al Demonio en un espejo de ese mismo castillo. Y cuando vi al Demonio yo era ya un hombre hecho y derecho, casi un anciano, y poseía una honda experiencia diabólica, mientras que en ese momento yo no era más que un chico, tierno, indefenso, abandonado frente a un ser siniestro e imposible de ubicar en este o en otro mundo, espectro y cadáver, caricatura, con sus indecentes colgajos, su sayal y su corona de rosas marchitas, de la Muerte, la Gran Muerte que nos rondaba a todos en Bomarzo, brotando de las necrópolis arcaicas y de los esteros palúdicos del vecino lago Vadimone, donde los romanos vencieron a los etruscos, la Muerte a la cual sin cesar se aludía, en los cuentos y en las conversaciones, porque la historia de mi padre, la historia de mi abuelo y la historia de mi familia no eran más que un tétrico tapiz zurcido con muertes afamadas o miserables.

Es probable que mi padre abrigase la esperanza de que la presencia del monje coronado me trastornara definitivamente, y de que mi enajenación lo ayudara a deshacerse de mí para siempre. Sí es así, lo defraudé. Ignoro cuánto tiempo aguanté en la improvisada cámara la tortura, no atreviéndome casi a respirar, vigilando a mi compañero de cárcel que me contemplaba a su vez con las cuencas vacías, desdeñoso, sonriendo levemente ante mi joroba y ante mi espanto. Pudieron ser unos minutos; pudo ser una hora. Chisporroteaban las velas, y la cara del muerto insepulto, ermitaño, guerrero enemigo, emparedado amante o fabricación artificial, hombre inventado, reconstruido sacrílegamente, transformado en mecanismo barroco, vaya uno a saber… se recostaba en el apoyo de la mano seca, brillante, violácea, considerándome desde la distancia de su implacable hastío destructor. Acaso fuera mi cobardía, mi pánico, acaso la media luz, acaso la excesiva penetración dolorosa con que yo observaba al callado huésped acechante sobre el cual las sombras iban y venían, animándolo, pero a cierta altura advertí que, lentamente, se acentuaba el rictus de su boca y que empezaba a incorporarse. Entonces mi resistencia cedió y perdí el sentido, como si una cuerda demasiado tirante se hubiera roto.

Abrí los desmayados ojos en mi lecho, con mi abuela a un lado y al otro la armadura etrusca. Jamás comentamos, Diana Orsini y yo, la escena cuyos peores detalles ella tal vez no conocía. Mi abuela captó cuánto me angustiaba su recuerdo y, al tanto de la perversidad de su hijo, intuyó de lo que era capaz. Desde ese día noté que su cariño por mí se volvía más intenso.

Lo singular es que aquella noche, por uno de esos misterios caritativos y compensatorios de la naturaleza, en vez de debatirme martirizado por una pesadilla, no sé qué soñé, barajando mis experiencias últimas; un sueño en el que intervenían esqueletos floridos, duquesas, armaduras y gladiadores desnudos —combinación que hubiera hecho las delicias de Sigmund Freud—; un sueño que corrigió y completó mis acumuladas sensaciones malsanas y del cual desperté de golpe, bañado en sudor, entre ansioso y maravillado, habiendo descubierto que hasta un cuerpo tan ruin como el mío es una fuente insólita de extrañas fruiciones. ¡Ay de mí, nací para la sensualidad solitaria a los once años, y por ella he sufrido tanto como los gibosos de Mantua, mis hermanos tristes, como el milagroso Toulouse, otro
ténébreux
, otro
veuf inconsolé
, otro
prince d’Aquitaine à la tour abolie
, galeotes como yo de la desesperada pasión!

Cuando me referí por primera vez a las anormalidades de mi físico —lo que, después de todo, hice con bastante sencillez, y desde ese momento, como si su exposición representara para mí un alivio básico, no ceso de puntualizar, volviendo constantemente sobre el espinoso tema, con la obstinación maniática de un psicoanalizado que describe e ilustra su complejo— contrapuse en la balanza, buscando un nivel, los méritos de mi apariencia, la agudizada intensidad armoniosa de mi rostro, el delicado diseño de mis manos, el
chic
de mi aire patricio y el inquietante misterio que fluía de mí, como un presagio fascinador. Toulouse-Lautrec fue grotescamente ridículo porque el desequilibrio que resultaba de su torso de hombre y de sus miembros infantiles creaba una lastimosa incongruencia. Yo no. Yo tuve una estatura algo inferior a la normal pero no era desproporcionado, y si cuando caminaba cojeaba ligeramente como Byron, y balanceaba mi torso montuoso, sentado o ubicado en favorables penumbras daba la sensación de un individuo corriente, dotado de innata distinción y de rasgos modelados por múltiples generaciones de aristocrático perfeccionamiento. Lo mismo que contrasté esas dos realidades, quiero, ahora que he evocado el recuerdo más acerbo y cruel que me dejó mi padre, enfrentarlo con la memoria más hermosa que le debo. Naturalmente, si se los coteja, se reparará en que las negras tintas ofensivas son, sin comparación, mucho más penetrantes que esta orla estética, pero de cualquier manera narraré el episodio por la influencia que ejerció —al actuar inconscientemente, con su paradoja, en el campo propicio de mi ánimo, agregándole otros elementos significativos— sobre la futura creación del Sacro Bosque de los Monstruos. Se trata de una impresión poética que, como se verá, conmovió mis zonas más profundas.

Aconteció un tiempo después del suceso del esqueleto enloquecedor que acabo de contar. Mi padre y Girolamo habían estado ausentes durante unos meses. Regresaron a Bomarzo, bien dispuestos. Supongo que la guerra había sido provechosa. Tengo para mí que entonces trajeron al castillo, como parte de su heterogéneo botín, el cuadro de Tiziano inspirado por un paisaje de Catulo que, según aseveraba Girolamo con desplantes de experto, había sido pintado más con los dedos que con los pinceles, pues Tiziano había modelado las figuras mitológicas a semejanza de Dios que formó el cuerpo humano estrujando con las divinas manos el limo. Esa pintura, como otras que había en Bomarzo, no existe ya. Ignoro cuál ha sido su suerte. Las guerras, los incendios, las ventas, los robos… A veces pienso, al visitar los museos y las colecciones, que la mitad del Renacimiento se ha esfumado sin noticias. Y me falta.

Estábamos una noche —era invierno— alrededor de la chimenea, en la sala principal. Mi abuela ya se había retirado. Mi padre, Girolamo y Maerbale se calentaban delante de los leños. Yo, alejado, confundido con las sombras en la parte más oscura del aposento, aguardaba la oportunidad de evadirme sin que se percataran. Me había escurrido sigilosamente hacia una puerta y, cuando me aprestaba a salir y a escapar hacia las habitaciones de mi abuela, mi padre alzó el tono y comenzó a contar algo que tenía que ver con Miguel Ángel. Me detuve y agucé el oído. Era el relato del traslado de la estatua de David a través de las calles de Florencia.

Gian Corrado Orsini había asistido, años antes de mi nacimiento, siendo gonfaloniero Piero Soderini, a esa complicada operación. Durante cuatro días, el gigante de mármol recorrió el camino que separaba el taller del maestro de la Plaza de la Señoría. Cuarenta hombres tiraban de él, por las callejas, y la escena se vincula, plásticamente, con otras, muy antiguas, como la del corcel troyano. Hacían rodar la erguida escultura sobre vigas engrasadas y empleando un sistema de poleas y contrapesos que suspendía al coloso, como una admirable máquina bélica, de una armazón de maderos, y la protegía de los choques. Avanzaba despacio, gravemente, entre la multitud florentina que postergaba su cotidiano ajetreo para discutir la calidad del recién llegado. Todos opinaban, porque en Florencia el arte era un tema de debate popular, como los precios del mercado y la política de la comuna. Avanzaba David y su frente aventajaba a menudo el nivel de los techos. De noche encendían fogatas a sus pies y los adversarios del artista, envidiosos, emboscados, le arrojaban piedras. (La envidia y la imbecibilidad de cierto tipo de hombres es eterna y se reproduce a lo largo de los siglos con virulencia intacta: en 1504 apedrearon al David de Miguel Ángel, en 1910, la municipalidad de Florencia juzgó apropiado vestirlo con una hoja de viña, lo que armó un gran revuelo. Los esfuerzos de los Braghettoni desafían a los siglos). Y a la madrugada, la estatua tornaba a avanzar solemnemente. David no era un pequeño pastor; era un gigante. Al vencer a Goliat, había crecido y se había transformado en él, ante el estupor de los filisteos. En eso consistía el premio de su audacia. Un rey es un gigante. Y mientras los cuarenta hombres voceaban a compás, tirando de las cuerdas, como si izaran un inmenso velamen, y las vigas giraban con pesaroso crujido, y, entre pausas de encantado silencio, golpeaban las armas de los alabarderos, ladraban los canes, pregonaban los vendedores, retrocedían locas las cabalgaduras, desgañitábanse las comadres, sonaba aquí y allá un laúd, una lira, un clavecímbalo, una viola da gamba, una aguda, hiriente trompeta, a la que hacía coro el estridor de los gallos, y el pueblo se arremolinaba, como en una feria, alrededor del andante David, y los jóvenes señores, hermosos, lujosos y sinuosos como leopardos, como los leopardos imperiales fúlgidos de joyas, se ponían a las ventanas, con las doradas meretrices, para acariciar al triunfador de mármol blanquísimo que pasaba, entre el rechinar de los maderos, inmutables los anchos ojos que surgían a la altura de las terrazas y de las cornisas —y el silencio volvía a renacer con majestad sinfónica—, era como si la augusta Belleza, más fuerte que las mezquindades que dividen a los hombres en exiguos bandos avarientos y ambiciosos, entrara definitivamente en la ciudad del Arno, quietas las manos y palpitantes los músculos en la caja rítmica del cuerpo, para asentar allí su permanente monarquía.

El relato había caldeado a mi padre, con el fuego que lo había encendido cuando contemplaba, entre las cortesanas y los nobles toscanos, la marcha gloriosa de David. Él no entendía —yo lo comprendí más tarde— la alegoría de ese desfile, lo que implicaba esa marmórea máquina guerrera de tan serena acción, esencialmente enemiga de la guerra, de la destrucción, de Goliat, de todo lo que el condottiero representaba a su vez, de todo lo que constituía su orgullo y su razón de ser en la vida. Pero, como hombre de su tiempo y de su casta, valoraba a la belleza creada por un artista, y se complacía, mostrando así que podía ser tan refinado como un Visconti, un Sforza, un Gonzaga, un Médicis, un Este o un Montefeltro, en la reminiscencia resplandeciente. De acuerdo con su costumbre, se había puesto a caminar, mientras hablaba, a lo largo del aposento, y yo —fue la única oportunidad— no sentí miedo de su cercanía. Probablemente mi padre percibió en la atmósfera esa efímera aproximación espiritual, porque se detuvo delante de mí y, como distraído, como si no se percatara de lo que hacía, pues entre él y yo se interponía el recuerdo del David de Miguel Ángel, me rozó la cara con un dedo. Luego tornó a sus zancadas militares. Su monólogo se extendió sobre los proyectos colosales de Buonarotti. No sé si fue él quien entonces me los reveló —no quiero embarullar la cronología— o si me enteré después de algunas de las ideas monumentales que tanto me sedujeron, pero la verdad es que para mí son inseparables de aquella noche, en Bomarzo, y de la forma invicta de David recorriendo con su cortejo de triunfo las calles florentinas. Los planes fabulosos de Miguel Ángel —por ejemplo, el que lo inquietó cuando trabajaba para seleccionar los bloques de piedra destinados a la magnificencia fúnebre de Julio II, y que consistía en convertir la montaña entera de Carrara en una estatua ciclópea; o el de alzar, junto a la iglesia de San Lorenzo, en Florencia, un campanario que sería también una escultura imponente, con las campanas suspendidas en el interior de la cabeza y un palomar en el hueco del tronco, de modo que cuando se echaran a vuelo los bronces, por la abierta boca de la figura se escaparían sus sonidos metálicos y el aleteo palpitante de las palomas; sueños, delirios, que hacen pensar en el macedonio Dinócrates que, para halagar a Alejandro hubiera querido transformar el Monte Athos en una estatua descomunal, que sostendría holgadamente una ciudad sobre la palma izquierda y tendría en la derecha una copa exorbitante desde la cual se volcarían las aguas de los ríos que fluyen en esa montaña; y también hacen pensar en el
Apenino
de Juan Bologna, el coloso de Pratolino; y también… también en mi Bosque de los Monstruos, en Bomarzo, el Sacro Bosque que yo inventé—, aquellas utopías me hechizaron entonces y después, pero su deslumbramiento alucinante no obró en seguida, y, la noche en que hablaba mi padre, iluminado por las llamas de la chimenea, esa inspirada maravilla quedó relegada a segundo plano, como un fondo de titánicas construcciones que esclavizaban y transfiguraban a la naturaleza, un fondo en cuya confusión se destacaba el perfil de mi padre, quien se detenía, me rozaba la mejilla con un dedo y se apartaba como un San Jorge alanceador de endriagos hacia la región donde se empinaban las criaturas infinitas, atlantes que hundían los rostros de piedra en las nubes, dejándome, más importante que esos desvaríos, frenesí de los genios, la sensación fugaz del índice que, un segundo, al descuido, con una fácil espontaneidad afectuosa, se había posado sobre la cara del hijo jorobado del duque.

Ése fue el único momento auténticamente venturoso que le debí a mi padre; el único en el curso del cual vibramos al unísono. David nos convocó un instante bajo su sombra. Lo demás ha sido llanto escondido, bochorno, agravio, desdén y odio; un alternativo tratarme como si yo no existiera, ignorándome, y como si fuera un irracional que lo impacientaba, castigándome; y, sobre todo, un sordo, reiterado, inexorable hacerme sentir que estaba de más, que no pertenecía ni jamás podría pertenecer al grupo armonioso que formaban él y sus otros dos hijos. Su actitud contribuyó seguramente casi tanto como mi deformidad a forjar mi desdicha. De no haber sido tal la postura de mi padre y de haber contado yo con su alianza y comprensión, como conté con las de mi abuela, creo que el panorama entero de mi vida hubiera presentado facetas muy distintas. Yo no hubiera sido nunca efectivamente feliz, porque la felicidad es algo que me había sido negado desde la cuna, pero hubiera gozado de cierto sosiego parecido a la felicidad. ¡Y cuánto, cuánto necesitaba ese bienestar, ese modo de higiene que la felicidad comporta! Cada vez que surgió en mi camino algo, aunque engañoso, semejante a la felicidad, quise apresarlo desesperadamente porque sabía que no era duradero. Y lo que en mi infancia constituyó mi sola felicidad, el pequeño tesoro acumulado a pesar de las dificultades que se oponían a mi anhelo —aparte de la providencial ternura de mi abuela y del episodio raro que he descripto y que relampaguea en aquellas lobregueces como la gema excepcional de un pobre aderezo arduamente reunido—, fue el recuerdo de mis paseos por la vieja Roma y de mis idas a Bomarzo, pues unos y otras me ayudaron a explorar y descubrir lo mejor de mí mismo: la capacidad de disfrutar de la hermosura y de hallarla donde para los demás se encubría, como ausente, en una columna, en un arco, en la curva de un río, en una nube, en el lánguido vaivén de una rama verde y gris que dibujaba con sus pinceles de sombra caligrafías orientales.

BOOK: Bomarzo
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